Cuando finalmente se realice una investigación oficial sobre la crisis de la COVID-19, la fase actual de la pandemia necesitará un escrutinio tan fino como las anteriores. Es definitivamente la fase más extraña y, de algún modo, la más inquietante hasta ahora, sobre todo porque parece que el Gobierno de Reino Unido y buena parte del público niega colectivamente que sigamos en pandemia.
Hay estadísticas que pueden ayudar a corregir dichas fantasías. Desde mediados de agosto han muerto de COVID en Reino Unido cada dos semanas la misma cantidad de personas que mueren de manera directa por la gripe en un año: aproximadamente 1.400. Reino Unido tiene una de las tasas de infección per cápita más altas del mundo: cuatro veces más alta que en Alemania, nueve veces más alta que en Francia y hasta 25 veces más alta que en España. Reino Unido es un caso extremadamente atípico en Europa occidental.
A comienzos de octubre, uno de cada 20 niños en edad escolar había dado positivo. Ya antes de que llegue el invierno, el Sistema Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) está luchando para afrontar las hospitalizaciones –una de cada cinco camas de cuidado intensivo está ocupada por pacientes COVID– mientras la cantidad de tratamientos retrasados supera los cinco millones.
El jefe ejecutivo de la Confederación del NHS, Matthew Taylor, dijo el pasado miércoles: “Estamos al límite”, y solicitó a los gobiernos que aplicaran el llamado plan B contra la COVID. Esto implicaría en Reino Unido imponer el uso de mascarillas en espacios interiores y escuelas secundarias (la mascarilla no es obligatoria ni en el transporte público ni en ningún otro espacio público en Inglaterra desde julio), pedir certificados de vacunación y aconsejar el teletrabajo. Ninguna de estas cosas perturbaría significativamente a la economía: nadie quiere un confinamiento.
De momento, el Gobierno no lo hará, como ha dicho el ministro de Sanidad, Sajid Javid. El primer ministro Boris Johnson dice estar “vigilando de cerca” la situación –lo cual le lleva a uno a preguntarse qué sería necesario ver para actuar. Esta actitud complaciente quedó ejemplificada por el secretario de salud, Sajid Javid, que hace poco aseguró que la tasa de infección “parece estar bastante estable”. Es como si las enormes cifras absolutas –más de 40.000 nuevas infecciones registradas por día, que podrían llegar a 100.000 en el verano– no importaran mientras no cambien.
La actitud predominante parece ser que, a pesar de la evidencia de lo contrario, la pandemia casi ha terminado, ya no se necesitan las mascarillas (excepto como postureo ético), y la vida debe seguir como antes. Semejante complacencia es entendible entre el público general a causa del mensaje enviado no solo por el Gobierno, sino por buena parte de los medios desde que las restricciones obligatorias fueron levantadas el “día de la libertad” en julio.
No es una catástrofe inevitable
Una de las razones por las que esta aparente indiferencia es siquiera posible es la eficacia de las vacunas. La mayoría de las muertes, ajustadas por edad, se dan entre las personas no vacunadas, que están en un riesgo al menos 10 veces mayor. Pero en números absolutos, la mayoría de las muertes todavía se da entre personas mayores, incluso aunque estén vacunadas. Según la profesora Christina Pagel, experta en políticas de salud pública del University College de Londres, un octogenario con dos dosis puede tener cerca del mismo riesgo de morir de COVID-19 que una persona de 50 años sin vacunar.
Además, la prevalencia y las consecuencias debilitantes de la COVID persistente se están aclarando: se cree que cerca de dos millones de británicos, y hasta uno de cada siete niños, ya tienen síntomas duraderos, y probablemente muchas personas vacunadas no estén protegidas de ese peligro.
Y el mero número de personas infectadas expande las posibilidades de que surjan nuevas variantes del virus. Ya ha aparecido una variante nueva de la delta llamada AY.4.2. que podría ser ligeramente más transmisible. Nadie sabe cuál es el margen para que las variantes se vuelvan más contagiosas o virulentas, pero la mejor manera de evitar ese riesgo es mantener bajo el nivel de contagio.
El Gobierno británico nos ha empujado a pensar en la COVID-19 como una suerte de catástrofe natural por la cual no podemos hacer nada más. Pero, como demuestra el resto de Europa occidental, el dilema nunca fue inevitable. Fue una decisión política. Como ha dicho Jeremy Farrar, miembro de SAGE (el comité científico que asesora al Gobierno) y director de Wellcome Trust, es la política lo que le permite a los representantes conservadores no usar mascarillas en el Parlamento. Se resisten a las medidas de intervención ligera y bajo coste del plan B porque podrían ser tomadas como un fracaso de las políticas de salud pública y despertar la indignación de la derecha del espectro político.
A pesar de la clara evidencia de lo contrario, el Gobierno británico todavía parece creer que las vacunas, que le ofrecieron un claro salto en popularidad, los inmunizarían de la necesidad de hacer nada más.
Convivir con el virus es tomar medidas
Cuando Javid y Kwasi Kwarteng, ministro de Empresas, dicen que debemos aprender a convivir con el virus, tienen razón en un sentido: la trayectoria más probable indica que la COVID-19 no desaparecerá, sino que se establecerá como un patógeno endémico, como los virus de la gripe. Pero se equivocan profundamente si creen, tal como parece, que esto significa que podemos seguir con la vida como antes de la pandemia.
Durante el futuro cercano, “aprender a convivir con la COVID” debería implicar tomar medidas para prevenir la transmisión –como usar mascarillas en espacios públicos interiores y trabajar desde casa cuando sea posible– y volver a aprobar restricciones temporales si hubiera un salto en los contagios en ciertas partes del país. Los políticos populistas no están cómodos con eso; la pregunta es si el resto de los ciudadanos británicos se siente cómodo con la letal alternativa actual.
Traducción de Ignacio Rial-Schies.