La 'isla de los gatos' de Japón, víctima de una crisis demográfica: se queda sin felinos y sin humanos
La razón del apodo de Aoshima nos quedó bien clara antes de poner siquiera un pie en la isla. Mientras nuestra pequeña embarcación se detenía y sus pocos pasajeros se preparaban para bajar, el muelle se iba llenando de manchas blancas y anaranjadas: una fiesta de bienvenida con bigotes que se forma tan pronto como sus miembros oyen el zumbido de un motor acercándose.
La única humana que nos recibe es Naoko Kamimoto. Como corresponde, lleva un vestido con motivos de gatos. Ella amarra la embarcación con una cuerda mientras media docena de gatos se arremolinan a sus pies.
A 35 minutos en ferry de la costa de la prefectura de Ehime, en Shikoku –la más pequeña de las cuatro islas principales de Japón–, Aoshima es la más conocida de las 11 “islas de los gatos” del país. A pesar de la falta de tiendas, restaurantes o alojamientos, esta pequeña isla en el Mar Interior de Seto se ha convertido en una parada obligatoria para los visitantes intrigados por una comunidad remota donde el número de gatos supera con creces al de humanos.
Sin embargo, los días de Aoshima como destino turístico centrado en los felinos están contados. Hace una década había aquí alrededor de 200 gatos salvajes, descendientes de aquellos ejemplares que los pescadores habían introducido en la isla para acabar con los roedores que destruían las redes utilizadas para capturar enormes cantidades de sardinas.
Kamimoto, que se mudó a la isla tras casarse con Hidenori, un hombre de la zona, cree que ahora el número ronda los 80 ejemplares. Todos los gatos tienen más de siete años, y un tercio de ellos padece males como la ceguera y afecciones respiratorias, resultado de décadas de endogamia.
“Me doy cuenta enseguida cuando falta un gato. Si no aparece por una semana, damos por hecho que se ha ido a morir y tratamos de encontrar su cuerpo”, dice Naoko, de 74 años, y añade que la ubicación del cementerio de animales seguirá siendo un secreto muy bien guardado.
El declive de la población felina no se debe solamente al paso del tiempo. Aoshima es víctima de una crisis demográfica que afecta a miles de comunidades rurales e insulares en todo Japón. Alrededor de 900 personas vivían aquí al término de la Segunda Guerra Mundial, pero esa cifra había caído a 80 hace unos 10 años, a medida que los pescadores y sus esposas, ya mayores, se fueron mudando a otras islas más grandes, dejando a sus gatos atrás. Para 2017, solo quedaban 13 residentes. Hoy quedan cuatro: Naoko y Hidenori, y otra pareja que prefiere mantenerse lejos del foco mediático.
“No ando pensando en qué pasará en cinco o diez años”, dice Naoko. “Vivimos el presente, día a día. Pero llegará el momento en que ya no quedarán personas ni gatos. Lo único que podemos hacer es cuidar de ellos mientras estemos aquí”.
Anticipándose al día en que el último residente parta, en 2018 las autoridades locales dieron inicio a un programa masivo de esterilización y castración, a cargo de expertos de la Asociación Médica Veterinaria de la prefectura de Ehime.
A pesar de que, al parecer, un residente que se oponía al programa escondió varios gatos, no ha nacido ningún gatito desde que se puso en marcha el programa, cuenta Kiichi Takino, miembro de la Sociedad Protectora de Gatos de Aoshima, una ONG que se encarga de velar por el bienestar de los felinos.
“Queremos evitar el peor escenario posible”, dice Takino, que compara la isla con una residencia para gatos. “Si se hubiera permitido que la población felina siguiera creciendo mientras el número de personas disminuía, la situación en la isla habría acabado siendo insostenible”.
Aunque los Kamimoto gozan de buena salud, nada garantiza que pasen el resto de sus días en Aoshima, donde no existen servicios médicos. “Si la isla queda desierta en un futuro cercano y aún hay gatos, grupos de voluntarios y personas particulares acogerán a todos los que puedan”, dice Takino, y añade que algunos también podrían ser alojados en refugios.
“Es muy triste, pero creo que la gente desaparecerá antes que los gatos. La isla tiene casi 400 años de historia, pero se extinguirá. Lo mejor que podemos hacer es cuidarlos hasta el final”.
Fumiko Ono, profesora en la Facultad de Medicina Veterinaria de la Universidad de Ciencias de Okayama, asegura que no había alternativa al programa de esterilización. “Dado el envejecimiento y la disminución de la población de la isla, la castración y esterilización de los gatos era la mejor opción”.
Según Ono, que forma parte de un equipo que ha estado monitoreando la salud de los gatos, “es difícil de predecir, pero aunque los isleños sigan cuidando de los gatos, es probable que la población felina disminuya a medida que la población humana envejece. Cuidar de los animales puede llegar a ser demasiado difícil, por lo que creemos que deben implementarse medidas adicionales, como reubicar a algunos de los gatos en nuevos hogares”.
El declive y la decadencia son visibles en esta franja estrecha de terreno plano que antaño supo ser el hogar de una pequeña y unida comunidad de familias de pescadores: casas vacías con ventanas rotas tapadas con páginas de periódico amarillentas, una balaustrada de madera descolorida y podrida en lo que alguna vez fue una gran casa antigua. La única escuela, colina arriba junto a un santuario sintoísta en el que los pescadores rezaban por su seguridad en el mar, guarda un inquietante silencio.
Por la tarde, el segundo y último ferry del día trae a decenas de turistas. Disponen de una hora para explorar y jugar con los gatos en una zona de alimentación designada. Toman fotos y vacían paquetes de ‘snacks’ en el suelo, mientras sus nuevos amigos peludos no se inmutan ante el encuentro con otro grupo de extraños que les murmuran palabras cariñosas.
Naoko —conocida por muchos como la “mamá gato”— es la guardiana no oficial de los felinos, a quienes les da de comer dos veces al día, les administra medicamentos y los vigila mientras interactúan con los visitantes. “La gente ve imágenes en internet y piensa que están abandonados, pero nada más lejos de la realidad”, dice. “Algunos son ciegos, otros están muy delgados y otros tienen un aspecto normal. Pero esa es la realidad de los animales salvajes en sitios como este”.
A pesar de su evidente cariño por los isleños de cuatro patas, la pareja no les permite entrar en su casa. “Los vemos como mascotas, pero ellos tienen su territorio y nosotros el nuestro”, dice Hidenori, de 74 años. “Además, dejan pelos por todas partes”.
La actividad vuelve a dispararse cuando Hidenori, pescador, regresa del mar con su captura. Movidos por la posibilidad de deleitarse con un pescado, los gatos se sacuden y salen de su letargo vespertino, algunos estirados sobre el cemento calentado por el sol, otros acurrucados a la sombra entre boyas en desuso y redes de pesca en descomposición.
“Aoshima no es un sitio turístico ni un parque temático de gatos”, dice Naoko, mientras los felinos pululan a su alrededor. “Sigue siendo una isla viva, que respira”.
Traducción de Julián Cnochaert.
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