ANÁLISIS

Italia quiere que Mario Draghi traiga “normalidad”, pero eso es un peligro

18 de febrero de 2021 23:03 h

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“¿No sería más simple / en ese caso para el gobierno / disolver el pueblo y elegir otro?”. Los versos del poema La solución, de Bertolt Brecht se citan a menudo cuando se producen dudosos reveses en procesos democráticos, como la imposición de políticas de austeridad por parte de Mario Monti en Italia en 2011, o el aplastamiento de las aspiraciones de Syriza en Grecia en 2015. Pero el nombramiento de Mario Draghi como nuevo primer ministro italiano nos habla de algo diferente y que sirve de advertencia para el resto de Europa.

Una encuesta reciente muestra que el 85% de los italianos aprueba que sea un exjefe del Banco Central Europeo y prodigio del establishment quien dirija el Gobierno tras el colapso de la administración de Giuseppe Conte. Este es un resultado sorprendente en un país donde la suma del apoyo a los partidos populistas había representado la mayoría absoluta en las últimas elecciones. ¿Cómo se puede explicar una contradicción tan flagrante?

Otro poeta puede venir a rescatarnos. En su poema En cualquier parte fuera del mundo, Charles Baudelaire entabla una conversación con su alma, preguntando dónde podría finalmente encontrar la felicidad. Propone Lisboa, Batavia y el Báltico. Pero el alma permanece en silencio hasta que, finalmente, estalla y responde: “¡En cualquier lugar! ¡Siempre que esté fuera del mundo!”.

Volver a encarrilar la política tras años de crisis

Cualquier lugar, pero fuera de aquí, es también la aspiración de Italia, un país sumido en décadas de estancamiento económico y políticas inconclusas. El extremismo de los principales partidos italianos es la expresión de un estado de ánimo nacional de abatimiento, que gira en espiral y en todas direcciones, de forma aleatoria e imprevisible.

Esa desesperación se ha vuelto ahora contra la propia clase política. Durante los últimos tres años, los italianos han sido testigos de cómo el gobierno era ocupado sucesivamente por todo el espectro político: la Liga (de ultraderecha) de Matteo Salvini, el Movimiento Cinco Estrellas y el Partido Demócrata han pasado por el poder como si estuvieran en un tiovivo. El resultado han sido dos crisis políticas y episodios interminables de luchas internas mientras la pandemia hace estragos y la economía se desploma.

En contra a lo que podría parecer intuitivamente, la misión principal de Draghi, que no ha sido elegido, será volver a encarrilar la política, no solo la economía. El nuevo primer ministro no es miembro de ningún partido, pero su gobierno incluye un número asombroso de políticos y de tintes políticos, desde la Liga hasta la izquierda, pasando por la derecha de Forza Italia de Silvio Berlusconi, el Movimiento Cinco Estrellas y los Demócratas. Este es un álbum familiar de la política italiana, no una administración tecnocrática. Draghi ha sido convocado para enseñar modales a este grupo tan heterogéneo. Es pedagogía política en estado puro.

De hecho, Salvini parece haber comprendido la oportunidad de oro que se le presenta. Ha dado un giro sin precedentes, cambiando el anhelo de un Italexit por profesiones de fe en la UE. Ese giro de 180 grados es una táctica inteligente para deshacerse de su imagen de ultraderecha y generar un apoyo que le permita liderar el próximo gobierno.

Draghi se reservó la baza tecnocrática para los ministerios económicos. Un equipo de Draghi´s Boys (pues todos son hombres) dirigirá la inversión de más de 200.000 millones de euros de subvenciones de la UE. Hay poca novedad aquí. No son visionarios, ni siquiera economistas con ideas audaces, sino que serán el exdirector del Banco de Italia y el exdirector de la empresa de telefonía Vodafone los que llevarán la voz cantante. Es una toma del poder de la corriente económica dominante. Sin embargo, esto parece no importar, ya que los italianos ya no aspiran a nada radical.

La normalidad, un viejo deseo y un riesgo

Draghi parece estar respondiendo a un viejo deseo nacional de Italia de convertirse en un país “normal”. ¿Por qué nosotros no podemos, se preguntan los italianos, ser como Francia o España? ¿Por qué no podemos tener políticos competentes en lugar de un circo sin fin? Y, sin embargo, aquí radica el peligro.

Al comienzo de la pandemia, era común escuchar a analistas que advertían sobre la locura de volver a la normalidad después de la COVID-19. La normalidad era el problema. Entonces, ¿cuál es la normalidad a la que aspira Italia ahora? El espectáculo en la mayor parte de Europa es un declive a cámara lenta, donde el “continuar como hasta ahora” encabeza la creciente desigualdad, la degradación democrática y medioambiental y una pérdida dramática de cualquier control sobre los retos del siglo XXI.

Las políticas centristas llevaron a la Eurozona a una casi ruptura tras la crisis financiera de 2008. Los políticos del establishment prepararon el terreno para el extremismo nacionalista, ya que el impacto de una economía disfuncional recayó desproporcionadamente en los más pobres. Nuestro modelo de desarrollo “normal” es el que está precipitando el colapso climático, precarizando el trabajo y enfrentando al trabajador en contra del migrante.

El giro italiano tiene la ventaja de hacer explícito lo que está simplemente implícito en la mayoría de los países europeos: la ausencia de alternativa, la infame frase atribuida a Margaret Thatcher conocida por sus siglas TINA, en inglés “There Is No Alternative” (“No Hay Alternativa”) que acecha a la política contemporánea como una trágica pulsión de muerte.

Para un país rezagado en lo económico y lo social como Italia, unirse a la manada europea puede parecer mejor que nada. Esta reducción de la ambición política, también, es explícita en Italia e implícita en todo el continente.

De hecho, la pobreza y la estrechez de miras de la política italiana nos hace ver la decadencia de todas las políticas nacionales en Europa. Por sí solos, ninguno de los mermados Estados nación de Europa tiene la capacidad de aplicar políticas transformadoras: controlar a las multinacionales, descarbonizar la economía o utilizar la riqueza exorbitante de unos pocos, aún más escandalosa por el boom pandémico de los multimillonarios. La política consiste en transformar el mundo. Y esa política ya no tiene derecho de residencia en nuestro continente.

Europa debería mirarse en Italia como en un espejo cóncavo. Muestra una representación más amplia, aunque ligeramente distorsionada, teatral pero honesta, de sí misma. Tengan cuidado con los aplausos y con las burlas: de te fabula narratur, la historia de Italia también es la suya.

Y, sin embargo, incluso si Draghi no es radical, hay un área sobre la que podría atreverse a hablar. El señor “cueste lo que cueste”, el “salvador” del euro, sabe mejor que nadie que solo una auténtica unión económica y política puede permitir a los Estados europeos recuperar la soberanía colectiva sobre su destino. El fondo de recuperación cuasi federal postpandémico de la UE es el embrión de ese paso. Un impuesto común a las empresas digitales, un impuesto europeo al carbono, el cierre conjunto de los paraísos fiscales y un impulso colectivo para reformar un orden global inestable e injusto también podrían estar al alcance de una Europa unificada.

Un momento extraordinario como este requiere gobiernos que aspiren no a abandonar el mundo, como el alma atormentada de Baudelaire, ni a limitarse a administrar con eficacia el declive relativo, sino a revertir un sistema en quiebra. Draghi no lo conseguirá. Y el riesgo de una nueva reacción nacionalista es real. Pero todavía tiene la oportunidad de convertir esta toma del poder de la normalidad en algo que allane el camino para la ambición y la visión que nuestro continente necesita tan desesperadamente.

Lorenzo Marsili es escritor y filósofo, fundador de European Alternatives y autor de Citizens of Nowhere: How Europe Can Be Saved From Itself [Ciudadanos de ninguna parte: Cómo se puede salvar a Europa de sí misma]

Traducción de Alfredo Grieco y Bavio