¿De verdad quieren darle una vuelta a James Bond? Háganlo luchar contra Trump y los oligarcas
Que Bond sea una mujer, o un negro, o un actor rubio famoso por su elegancia y perfección. O que sea una actriz famosa por haber hecho un desnudo asexuado en una megaserie medieval de mala calidad. Incluso, si no queda más remedio, que Bond vuelva a ser Daniel Craig (en Spectre le dio un matiz tan oscuro que hizo al personaje más nórdico, frío y torturado que los propios villanos).
De todas estas son posibilidades se ha hablado. Yo tengo una propuesta aún más radical: politizar a Bond.
La razón de ser de Bond era defender el orden de posguerra de Occidente. Sobrevivió al fin de la guerra fría adoptando sólo dos formas: primero, la de defensor todo terreno de la decencia contra el crimen organizado. Luego, en un símbolo perfecto del postmodernismo, como un hombre que podría ser modelo de ropa corriendo entre las explosiones.
Uno podía darse cuenta de que el fin de la última temporada estaba cerca cuando apareció el musculoso Daniel Craig embutido en el traje del diseñador Tom Ford (aparentemente le quedaba chico) corriendo con la chaqueta completamente abotonada como si formara parte del cuerpo de seguridad de un oligarca ruso. El domingo pasado el director Sam Mendes lo confirmó cuando anunció que pronto dejaría de estar detrás de cámara. Ahora queda la gran pregunta: ¿en qué debería convertirse Bond?
En las novelas de Ian Fleming, la obsesión de Bond por la comida elegante, el vino, los autos y la ropa simbolizaban el fastidio en un mundo sucio. “Me tendrás que perdonar, –le dice Bond a Vesper Lynd en la novela Casino Royale, después de informarle que Taittinger es el mejor champagne del mundo– disfruto con ridícula exageración la comida y la bebida. En parte se debe a que soy soltero, pero, sobre todo, a la costumbre de fijarme mucho en los detalles”.
Pero ese mundo ya no existe y no solo porque desaparecieran diferencias de clase gracias a las marcas de “lujo para las masas”. Lo que es difuso hoy es el mismo concepto de Occidente. Por eso elegir al próximo Bond y encontrarle un argumento verosímil parece imposible. La franquicia solo ha podido mantener su fórmula actual (violencia espectacular, pésima alta costura y sexo edulcorado) desapegándose completamente de la realidad.
Mejor, hagamos este experimento: pensemos que ese Bond de Casino Royale, escrita en 1953, viaja a Londres del 2016. Una vez que haya asimilado la multietnicidad, que vive en un lugar donde fumar ya no está aceptado y que hay casinos reales por todas partes, ¿qué hace Bond?
Como miembro entrenado de la inteligencia, Bond haría una lista de las amenazas. Por un lado, el yihadismo, movimiento propenso a desatar ataques suicidas sobre los civiles de las grandes ciudades. Por otro, Rusia, cuyos bombarderos nucleares surcan el espacio aéreo de occidente y cuyo poder blando penetró el corazón del decoro británico (los opulentos barrios londinenses de Mayfair y Knightsbridge) como ninguna operación soviética pudo hacerlo.
El agente 007 medita (tomando un Martini seco, por supuesto) sobre estas amenazas para dilucidar cuál es la mayor y cuál la que requiere intervención inmediata. Hasta que se da cuenta: ni Rusia, ni el Estado Islámico, ni la decadencia que ha debilitado a la civilización occidental. La amenaza es un loco de manual que toma el control de la Casa Blanca, se convierte en comandante en jefe del ejército de EEUU y se apodera del arsenal nuclear de la única superpotencia del mundo. Después de eso, el orden mundial se fragmenta: la OTAN se vuelve una parodia; cae el acuerdo de París sobre el cambio climático; China y Japón se pelean por unas pequeñas islas; la explosión social en los países en desarrollo se sale de control y lleva a millones de personas a buscar refugio en los países del norte.
Bond llega a una rápida conclusión: hay que acabar con Donald Trump. Por algún motivo, dudo que Barbara Broccoli vea con buenos ojos esta versión, ni siquiera con Idris Elba, Tom Hiddleston o Emilia Clarke como protagonistas. Entonces, ¿cuáles son las opciones reales?
El Bond original de Fleming jugaba sobre un subtexto de la vida occidental de posguerra: durante la guerra, la gente común y decente había sido forzada a hacer cosas transgresoras y emocionantes de las que no podían hablar en tiempos de paz. En épocas de paz, ese mundo gris de racionamiento y conformidad sexual, algunas personas con suerte pudieron extender ese sueño un poco más. El Bond de 1953 ejerce el 'poliamor' de una forma metódica y violenta, tiene acceso libre al lujoso mundo de la vieja élite (hoteles, champagne y autos Bentley), y no siente la necesidad de cumplir con la conformidad social exigida a los miembros de esa élite. Con la excusa de salvarla, tiene permiso para romper las reglas de la civilización occidental. Sus libros y películas, de forma indirecta, nos permiten sentir lo mismo.
Desde que Craig asumió el rol en 2006, los enemigos de Bond han sido miembros de Quantum, una especie de LinkedIn para la élite del mundo criminal. En la última entrega, tras un arreglo sobre una disputa de derechos de autor, se reveló que Quantum era una subrama de Spectre que dirigía el archienemigo Ernst Blofeld. Pero la franquicia nunca aprovechó el potencial anticapitalista de esta trama.
Para que sobreviva el género Bond, la organización Spectre tendría que ser retratada, abiertamente, como la oligarquía global que estafa al mundo. El MI6 le encargaría a Bond la tarea de matar y mutilar a los miembros de la industria de los fondos de inversión libre, a los líderes del fracking y a los directores ejecutivos globales que obtienen rédito financiero a costa de todos nosotros.
El hombre (o la mujer) en el papel del Agente 007 podría empezar la película teniendo una pequeña charla con el hombre que intentó subir el precio de los medicamentos para el VIH de 13,50 a 750 dólares y seguir con los millonarios saudíes que financian un yihadismo virulento. Gracias a los Papeles de Panamá, a esta nueva encarnación de Bond no le faltarían villanos a derrotar. Otra fuente igual de buena de enemigos estaría en la lista de enjuiciamientos fallidos por crímenes de guerra de la Corte Penal Internacional.
Cuando las películas de Bond, empezando por Operación Trueno, cambiaron el foco del héroe y pasó de ser un espía antisoviético a luchar contra una red global de dementes codiciosos, se lo tomó como una excusa para no comprometerse. La amenaza soviética había sido real; los supervillanos como Blofeld, no. Pero hoy en día los palacios y las mansiones de todo el mundo están llenas de villanos sádicos capaces de sumirnos en la guerra y en el caos climático, siempre y cuando les sirva para comprar un cargamento nuevo de trajes italianos para cada año y un reloj Breguet para cada día de la semana.
El próximo Bond (y el próximo director) deberían ir tras el verdadero enemigo o morir en el intento. Ese sería un gran final.
Traducción de Francisco de Zárate