Lo que más recuerdo de la cárcel de Joe Arpaio es lo fácil que fue entrar. Estábamos entrevistando a miembros de la comunidad hispana de Phoenix asediados por la policía de Arpaio. Era la época en que las fuerzas de seguridad sacaban constantemente de las calles a gente de otros países (a veces, también cuando tenían todos los papeles en regla) para meterlos en centros de detención para inmigrantes. Yo creía que la BBC tendría problemas en acceder a una institución tan polémica, pero una hora después de pedir el permiso estábamos dentro.
La cárcel era un campamento: llena de lonas de color verde militar de la época de la Guerra de Corea. Los hombres reclusos (las mujeres estaban en un edificio aparte) vestían monos de trabajo de rayas blancas y negras y, como ya sabe todo el mundo, ropa interior rosa chillón. El mismísimo Arpaio nos firmó un póster en el que se veía a un recluso de aspecto tosco usando ropa interior rosa diseñada, como todo en aquel lugar, para humillar y acrecentar la tortura mental.
El malestar físico era evidente. El termómetro de nuestro coche indicaba 45 grados centígrados. Los reclusos yacían desplomados y apáticos bajo el sofocante calor. “Todo se hace lo más barato posible. Los reclusos tienen dos comidas al día: salsa boloñesa con pan blanco barato. Nosotros, los guardias, tomamos solamente Gatorade caducado para hidratarnos”, nos dijo el guardia que nos escoltaba. Para demostrarlo, mostró con orgullo la fecha de caducidad en la botella de la que bebía. Al menor movimiento no autorizado, como taparse la cabeza con una toalla rosa para protegerse del sol camino al baño, el guardia lanzaba un grito insultante al infractor que le dejaba petrificado en el lugar.
No vimos las celdas de aislamiento ni al grupo de trabajo de mujeres encadenadas, aunque Arpaio nos lo habría mostrado si hubiera tenido tiempo. El objetivo del pequeño infierno construido por Arpaio en claro desafío a las leyes y normas federales era desalentar la migración.
La cárcel, las implacables redadas y la detención de personas de aspecto hispano (además de las diatribas que salieron de la boca de Arpaio durante la entrevista, llenas de desprecio y estereotipos raciales) formaban parte de un plan diseñado para hacerle la vida tan difícil como fuera posible a las comunidades migrantes de Arizona.
Pero ese circo de la crueldad era sólo un pretexto para un mensaje aún mayor: las acciones de Arpaio, sheriff del condado de Maricopa (Arizona) durante más de 20 años, servían para probar que la extrema derecha de EEUU podía desafiar impunemente a la Constitución y al Gobierno federal. Eso es lo que realmente ha aprobado el presidente Trump concediendo el perdón a Arpaio: la posibilidad de desafiar abiertamente a la ley.
Roger Stone, un asesor de Trump que fue clave en la exoneración de Arpaio, está ahora trabajando en un indulto para el preso Cliven Bundy, cuya milicia de extrema derecha se enfrentó en 2014 a las fuerzas gubernamentales. Además de pensar en la importancia que tiene que un hombre de confianza del presidente se confabule con el líder de una milicia armada que cree justificada la violencia contra el Gobierno, debemos detenernos a reflexionar sobre la predicción de Stone, que habló de un “arrebato de violencia en este país, un levantamiento como jamás se ha visto” si llega a haber un intento de moción de censura contra Trump.
El reportaje que hice desde la cárcel de Arpaio no cambió nada. Ni siquiera cambió nada la investigación ganadora del premio Pulitzer sobre los altos costos en que se incurrieron debido al fracaso de Arpaio para combatir el crimen de verdad. Arpaio fue encasillado (del mismo modo que Trump) con la etiqueta “cosas extrañas en los márgenes del estilo de vida estadounidense”.
Hoy, igual que ocurrió con el ejército de zombis en Juego de tronos, todos los raros y trastornados personajes de la derecha estadounidense han cruzado el muro. Stone, Trump, Arpaio y Steve Bannon se pasean impunemente entre la sociedad civil estadounidense dando un guiño de complicidad a los fascistas, los miembros del Ku Klux Klan, los grupos de misóginos violentos y las milicias armadas; y señalando a los medios de comunicación como los enemigos del pueblo.
Sería aterrador que estos fueran nuestros enemigos, pero se supone que EEUU es nuestro aliado: la autoproclamada tierra de la libertad, los luchadores de la democracia y demás autobombos que ahora no significan nada.
La semana pasada fue posible percibir cómo el republicanismo tradicional perdía su tradicional confianza cuando el secretario de Defensa de Trump, James Mattis, dijo a sus soldados en Jordania que debían “resistir” hasta que EEUU recupere su capacidad de inspirar al mundo. Trump está ahora tan en desacuerdo con un gran sector de la élite empresarial que, en cualquier democracia progresista normal, la primera oportunidad de destituirlo sería bien recibida.
Pero (y debemos obligarnos a enfrentar esto) EEUU se está convirtiendo en una democracia anormal. Las viejas y férreas instituciones del país parecen iguales, pero el Estado de derecho y la imparcialidad de la justicia se están esfumando. Las fuerzas que defienden la democracia estadounidense (el periodismo serio, las fundaciones y ONG respaldadas por multimillonarios, los sindicatos, los grupos de protesta y, sobre todo, los demócratas) jamás se habían enfrentado a una amenaza como la actual. Hay un fuerte clima de negación y autocomplacencia.
La advertencia de Stone fue una señal para los senadores republicanos que podrían sentir la tentación de apoyar una destitución (impeachment). “El político que vote a favor de la destitución estaría poniendo en riesgo su vida”, dijo Stone. También fue una advertencia indirecta para los líderes empresariales que dimitieron de los consejos creados por Trump tras Charlottesville. Muy pronto, ellos también pasarán a formar parte de la lista de enemigos a ser vilipendiados y amenazados.
No han pasado ni siquiera 20 años desde que la derecha estadounidense proclamara la unipolaridad del mundo: EEUU era amo y señor y podía moldear el sistema, imponiendo la democracia y el orden en los mercados emergentes. Qué gracioso suena eso ahora.
Estados Unidos ni siquiera puede autoimponerse la democracia. Toda persona que entienda de geopolítica debe temer las consecuencias. Las normas de comportamiento establecidas en Arizona (amenazas a opositores políticos, redadas contra agencias rivales encargadas del orden público, hostigamiento de la prensa) se están convirtiendo en moneda corriente en Washington. Que Trump recurra a decisiones arbitrarias también es un mensaje para todos los cleptócratas y estados policiales del mundo: todo está bien, sigan adelante.
Lo único que podemos hacer es reformular los principios del derecho y la libertad. Y confiar en que, si tenemos que pelear por esas cosas en Europa, lo hagamos mucho antes y de manera más eficiente que los maltrechos progresistas de EEUU.
Traducido por Francisco de Zárate