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Kabul recibe como un hijo pródigo al caudillo afgano que bombardeó la ciudad en los 90

Sune Engel Rasmussen

Kabul —

Gulbuddin Hekmatyar, señor de la guerra afgano, fugitivo, antiguo aliado de Al Qaeda y de los talibanes, regresó este año a la ciudad sobre la que hizo caer años atrás una lluvia de cohetes. Fue recibido en el palacio presidencial.

Pese a que Hekmatyar llevaba años en las listas de terroristas buscados internacionalmente, desde su regreso a Kabul en mayo se ha reunido con decenas de diplomáticos de alto rango, incluidos los embajadores de Estados Unidos, de la UE y de la OTAN, en su proceso de asimilación a la política nacional.

Sus crímenes fueron perdonados en un acuerdo de paz con el gobierno y ahora él pide procesar a los criminales de guerra. En dos entrevistas con el periódico the Guardian –las primeras con un medio internacional tras su regreso– dijo sentirse capaz de unir a los afganos y ayudar en las negociaciones con los talibanes.

Cuando the Guardian mencionó las denuncias por crímenes de guerra y torturas, las descartó como “mentiras”. También negó ser recordado por su historia de abusos contra los derechos humanos, incluyendo el bombardeo indiscriminado de civiles, los asesinatos selectivos y las desapariciones de opositores políticos. “Si usted ha hecho una encuesta y ha encontrado a muchas personas con ese punto de vista, por favor enséñela”, respondió.

Según su antiguo ayudante, Amin Karim, las protestas por el regreso de Hekmatyar habían sido mínimas. “¿Cuántos? Nosotros contamos 43 personas”, dijo.

La fama de Hekmatyar le persigue, tanto en su país como en el extranjero. Pero como líder de uno de los principales partidos políticos de Afganistán, Hezb-i Islami, cuenta con partidarios y simpatizantes.

Ahora se ha unido a una lista de ancianos caudillos con posiciones de poder dentro y fuera del gobierno. Su principal fuente de influencia reside en unas bases potencialmente perturbadoras, que no parecen contribuir mucho a la formulación de políticas ni a la construcción del Estado.

El vicepresidente afgano, Abdul Rashid Dostum, es un hombre poderoso cuya reputación compite con la de Hekmatyar. Dostum ha formado una alianza con el ministro de Asuntos Exteriores y a un gobernador acusado de dirigir milicias violentas. Se reunieron en Turquía, donde Dostum vive desde que se le investiga por torturar y violar a un rival político.

Recientemente, the Guardian acompañó a Hekmatyar mientras caminaba hacia una mezquita en un barrio pobre del este de Kabul para dirigir las oraciones del viernes. Su sermón giróen torno a la política. Su partido planea participar en las próximas elecciones parlamentarias pero, según Hektmatyar, aún no ha decidido si presentarse o no a la presidencia en 2019.

Es discreto como un exfugitivo

Unas semanas antes, en una mezquita de Herat un devoto arrojó un zapato a Hekmatyar, un acto ofensivo para los musulmanes. El partido Hezb-i Islami denunció que el ataque había sido planeado por una agencia de inteligencia extranjera.

Hekmatyar todavía se mueve con la discreción de un exfugitivo, deslizándose sin compañía por la puerta trasera para las entrevistas y llegando sin ser anunciado a las mezquitas. Ni siquiera su personal de seguridad sabe qué mezquita visitará antes de abandonar con él su recinto fortificado.

Insiste en que nunca salió de Afganistán, aunque los servicios de inteligencia extranjeros dicen que estuvo en Pakistán por un tiempo. Mantiene la rutina que seguía en las montañas: levantarse temprano para la oración, leer noticias del mundo –ahora en las redes sociales– y dormir largas siestas por la tarde. Se presenta como un erudito y dice que ha escrito más de 80 libros.

En otra época Hekmatyar fue un héroe. En la década de los ochenta, ningún otro muyahidín recibió tanta ayuda estadounidense como él para luchar contra la invasión soviética. Muchos afganos lo veían como un campeón de la resistencia.

Pero en la guerra civil que vino después, a partir de 1992, Hekmatyar fue vilipendiado por un bombardeo indiscriminado de Kabul que le valió el apodo de “Rocketyar”. A sus seguidores se les acusó de dirigir campos de tortura y atacar a las mujeres con ácido.

Más tarde se volvió contra sus antiguos mecenas norteamericanos, apoyando y orquestando ataques contra las fuerzas y los civiles estadounidenses en Afganistán. Dijo que había ayudado a Osama bin Laden a escapar de las montañas de Tora Bora después de 2001. Aún habla con los talibanes y se ha ofrecido a ejercer de intermediario con ellos.

“Su postura ha cambiado, los talibanes ahora están más deseosos de paz”, dijo sobre ellos. “Deberíamos abrir nuestros brazos a la negociación y aceptar todas sus razonables condiciones”.

Como parte del acuerdo de paz con el que el gobierno afgano confía atraer a los talibanes a la negociación, la ONU eliminó a Hekmatyar de sus listas de sanciones. La UE ha comprometido tres millones de euros para implementar el acuerdo, incluidas las “demandas ad hoc”.

Pero los críticos creen que el gobierno ha concedido demasiado. La veneración otorgada a Hekmatyar por algunos dignatarios extranjeros ha irritado a muchos afganos.

Según Human Rights Watch, el acuerdo es “una afrenta a las víctimas de graves abusos”, lo que agrava la “cultura de impunidad” fomentada por el gobierno y por los donantes extranjeros.

¿Puede estallar otra guerra civil?

Mientras tanto, Hekmatyar pide que otros sean castigados. “Las familias de los mártires deben ser respetadas”, dijo. “Si es posible castigar a los asesinos de estas personas, y a las personas que cometieron crímenes de guerra, apoyaremos a esos tribunales”.

Hekmatyar no es el único jefe militar que bombardeó Kabul pero tal vez sí sea el menos arrepentido. “No disparamos ni un solo tiro en las zonas civiles”, dijo, negando la extensa documentación de las organizaciones de derechos humanos sobre sus atrocidades. “Desearía que hubiera una de estas organizaciones que fuera digna de confianza”, dijo.

Majid, residente en Kabul, era un adolescente cuando en la guerra civil los combatientes de Hekmatyar bombardeaban diariamente su barrio de Darulaman. Los asesinatos eran tan comunes que su familia tenía material para cavar tumbas en la casa. Un día, un cohete alcanzó la casa de un pariente y mató a cuatro niños. “No podíamos reconocer qué parte del cuerpo pertenecía a qué niño”, cuenta Majid.

Pero el acuerdo de paz tiene sus partidarios. Como explicó Faiza Ibrahimi, periodista de Herat, “nadie puede negar que los señores de la guerra destruyeron el país, pero vivimos en el presente”. “Al principio será difícil, pero la gente tiene que renunciar a algo para lograr la paz”.

Otros son más escépticos. “Me temo que su regreso aumentará los conflictos políticos, y me preocupa que la guerra civil estalle de nuevo ”, dijo Babur Eitook, de visita en Herat. “La gente nunca olvidará sus crímenes”.

Traducido por Francisco de Zárate