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The Guardian en español

La larga y misteriosa lista de opositores rusos envenenados

El líder opositor ruso Alexei Navalny.

Luke Harding

21 de agosto de 2020 21:21 h

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El opositor ruso Alexéi Navalni es el último activista crítico con el Kremlin que, según sospecha su entorno, ha sido envenenado en circunstancias misteriosas. La lista de opositores que ha enfermado de manera sospechosa en el último siglo es larga. Muchos han muerto. Aparentemente todos parecen haber sido víctimas de un laboratorio secreto especializado en la elaboración de venenos y establecido en Moscú por Vladimir Lenin en 1921.

Su función era lidiar, de manera tan eficiente como despiadada, con los enemigos del Estado. Algunos eran domésticos y otros, exiliados incómodos para el Kremlin. Según el exjefe de espías de Stalin, Pavel Sudoplatov, la KGB llegó hace mucho tiempo a la decisión de que el veneno era el mejor método para eliminar a personas incómodas. La institución sucesora de la KGB, el FSB, parece que tiene la misma opinión.

Durante la Guerra Fría, la KGB exterminó a sus adversarios con creatividad. En 1959, un agente asesinó al líder nacionalista ucraniano Stepan Bandera con una pistola de cianuro escondida en un periódico. En 1979 otro agente asesinó al disidente búlgaro Georgi Markov mientras esperaba un autobús en el puente de Waterloo en Londres. El arma: un paraguas con punta envenenada.

En los años 90, durante la presidencia de Boris Yeltsin, se detuvieron estos extraños ataques. Por aquel entonces Rusia y Occidente cooperaban. Sin embargo, una vez que Vladimir Putin llegó a la presidencia en el año 2000, los asesinatos políticos regresaron en silencio. Se especuló con que la fábrica de veneno, un siniestro edificio de color beige a las afueras de Moscú camuflado como centro de investigación, había vuelto manos a la obra.

Entre las posibles víctimas de dichas prácticas está Roman Tsepov, guardaespaldas de Putin en San Petersburgo en la década de los 90. Murió después de beber un té en 2004 en una oficina local del FSB. Ese mismo año, la periodista Anna Politkovskaya perdió el conocimiento en un vuelo interno a la ciudad de Rostov después de tomar té en el avión. Sobrevivió. Dos años después, un pistolero asesinó a Politkovskaya cerca de su piso de Moscú.

El envenenamiento más notorio del siglo tuvo lugar apenas unas semanas más tarde. El objetivo esta vez era Alexander Litvinenko, un antiguo oficial del FSB convertido en un crítico del presidente Putin. Dos asesinos, Dmitry Kovtun y Andrei Lugovoi, se reunieron con Litvinenko en el hotel Millennium de Londres. Se tomó unos sorbos de té verde mezclado con polonio radioactivo. Moriría tres semanas después.

El asesinato condujo a un período en que las relaciones ruso-británicas fueron tensas y estuvieron marcadas por la acritud. Marcó una época de sospechas: no se sabía si Putin decidió que el Estado eliminase a quien percibía como enemigos o instauró una política de manga ancha para que los responsables de los servicios secretos interpretaran que las órdenes no dadas permitían actuar así. Una investigación oficial en el Reino Unido en 2016 dictaminó que era “probable” que Putin hubiera aprobado la operación junto al entonces jefe del FSB. El Gobierno no ha hecho pública toda la información de que dispone.

En marzo de 2018, otros dos asesinos fueron enviados por el Kremlin de Moscú a Londres, siguiendo la misma pauta de comportamiento de Kovtun y Lugovoi 12 años antes. Su objetivo era Sergei Skripal, un doble agente ruso que había espiado para el MI6. Los dos hombres eran coroneles de la inteligencia militar rusa que manejaban identidades ficticias: Anatoliy Chepiga y Alexander Mishkin.

Según el Gobierno británico, Mishkin y Chepiga utilizaron un agente nervioso de la era soviética –novichok– en el pomo de la puerta de entrada de la casa de Skripal en Salisbury. Él y su hija Yulia cayeron desplomados varias horas después en un banco del centro de la ciudad. Sobrevivieron, pero otra mujer, Dawn Sturgess, murió dos meses más tarde después de rociarse las muñecas con novichok. El Reino Unido y otros países aliados expulsaron entonces a más de 150 espías rusos de sus embajadas.

No existen pruebas concluyentes de la participación de Putin en estas operaciones. No se sabe hasta qué punto él pudo ordenar o estar informado de los hechos ni la cadena de mando que siguieron los asesinos. El hecho de que la lista de víctimas, tanto en Rusia como en el extranjero, sea larga sugiere que el Kremlin, vea como vea este comportamiento, lo acepta como un mal necesario aunque implique altos costes. Envía un mensaje al mundo: que la disidencia tiene límites y que la oposición frontal al Estado puede acarrear el mayor de los precios. 

Traducido por Alberto Arce

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