Lección desde las ruinas de Notre-Dame sobre la solidaridad de los multimillonarios
Todo el mundo recuerda la historia. Uno de los edificios más antiguos y sagrados del planeta, la catedral de Notre-Dame en París, fue devorada por las llamas. Mientras las fotos del infierno recorrían el mundo, los adjetivos caían del cielo: atroz, desastroso, diabólico.
Cuando se lograron apagar las llamas, los hombres más ricos de Francia anunciaron que ayudarían a reconstruir la catedral. François-Henri Pinault, propietario de Gucci, prometió 100 millones de euros. Para no quedarse atrás, la familia Arnault de Louis Vuitton afirmó que donaría 200 millones. Otras fortunas se unieron a la puja, como si se subastara una pieza de Damien Hirst. En solo tres días, multimillonarios franceses anunciaron donaciones de casi 600 millones de euros. O eso aseguraban los comunicados de prensa.
Algunas personas cuestionaron este alarde público de piedad plutocrática, y nos dijeron que somos unos eternos disconformes. Algunas de las 3.600 personas sin techo de París protestaron por la rápida aparición de tantos euros para reparar el tejado de una iglesia mientras que nunca hay ni un céntimo para poner un techo sobre sus cabezas. ¿Pero qué sabrán los pobres sobre lo sublime? Desde el resto de la platea, el aplauso era ensordecedor.
“A veces pueden ser útiles los millonarios”, señalaba el editor de Moneyweek. “Tenemos a todo el mundo a los pies de nuestra cama”, afirmó el presentador de televisión Stéphane Bern. Bañado en dinero, el presidente Emmanuel Macron prometió que la joya gótica sería reconstruida en un plazo de cinco años. Después de protagonizar portadas y muchas horas de televisión, el mundo siguió a lo suyo. Casi seguro que no habéis oído el resto de la historia, pero deberíais, porque ha dado un giro inesperado.
Pasaron semanas, luego meses, y no llegó nada de los millonarios a Notre-Dame. Las promesas de abril fueron olvidadas en junio. “Los grandes donantes no han entregado nada. Ni un céntimo”, contó un funcionario a la prensa en la catedral. Personas mucho menos acaudaladas enviaron sumas más generosas. “Hermosos gestos”, calificó el director de una organización de caridad, pero no eran los premios gordos que se esperaban.
Tras salir en las noticias, dos de los donantes ricos soltaron 10 millones de euros cada uno. Luego, silencio. Las preguntas que les envié esta semana a varios donantes y organizaciones de caridad no tuvieron respuesta. (Quizá sus oficinas estaban ocupadas o vacías por las vacaciones de verano).
Pero por ahora, llamemos a esta historia La Parábola de los ricos esfumados, un cuento que apunta a todo lo que está mal con la filantropía moderna. Ya sea ofrecida por la famosa familia Sackler, cuya fortuna proviene de los opioides, o patrocinada por la petrolera BP, como en el Museo Británico, la filantropía suele ir acompañada de condiciones e instrucciones por parte de los ricos. La generosidad épica implica un regateo mucho mayor.
En el momento del incendio cerca del Sena, todo eran expresiones de preocupación. Por ejemplo, la familia y la fundación detrás de L’Oréal declararon en ese momento que se sentían “conmovidos” por “este drama que trasciende culturas y creencias y queremos formar parte del esfuerzo colectivo para hacer frente a este inmenso desafío que llega al corazón de nuestra nación”. A mediados de junio aún no habían entregado ni un euro. Igual que la gigante petrolera Total.
“Más bienaventurado es dar que recibir”, dijo Jesús. Cualquiera que haya analizado el caso de Notre-Dame le aconsejaría al hijo de Dios que se consiga un gerente de mejor. Porque los millonarios que prometieron esas sumas enormes se llevaron todo el crédito pero no donaron más que una fracción del dinero.
Se han beneficiado de la publicidad, alegando ahora una letra pequeña que no existía en la primavera. “Es una donación voluntaria, así que las empresas están esperando los planes del gobierno para ver exactamente qué quieren financiar”, declaró Célia Vérot, directora de otra organización social. Es como si el proyecto de reconstrucción de una obra maestra del siglo XII fuera un desayuno bufé en el que cada uno puede elegir lo que quiera.
Mientras tanto, se tienen que pagar los salarios de los 150 empleados trabajando en el lugar. Las cerca de 300 toneladas de plomo del tejado de la catedral representan una amenaza tóxica que se debe retirar antes de comenzar las tareas de reconstrucción. Y se están realizando exámenes médicos a las mujeres embarazadas y los niños que viven cerca para descartar posibles casos de envenenamiento. Pero financiar esas cosas tan sucias y poco glamorosas no es para las fortunas provenientes de los productos de lujo. Como el mes pasado dijo un empleado de Notre-Dame, no quieren que su dinero vaya “sólo a pagar salarios”, ¡el cielo no lo permita! No cuando uno podría dejarles a las futuras generaciones la Basílica Gucci o una tienda de regalos Moët Hennessy para que todos puedan disfrutar del milagro de las bebidas espumosas, o una nave financiada por L’Oréal —con el eslogan: 'porque Cristo lo vale'—.
Para los super ricos, dar también es ganar. Ganar poder sobre el resto de la sociedad. Los multimillonarios tendrán acceso exclusivo a los planes de reconstrucción de un símbolo nacional y pueden vetar el proyecto, porque si no les gusta pueden retener las donaciones. El dinero siempre es el voto más poderoso, y ellos lo tienen. No importa que mucho de ese dinero en realidad provenga de las arcas públicas, porque las leyes francesas otorgan un asombroso 66% de alivio fiscal a cualquier donación, el poder se mantiene siempre dentro de la esfera privada. El límite anual a esas contribuciones sin duda debe de ser una prudente razón por la que los grandes donantes escalonan su generosidad.
Ya sea en Francia, en el Reino Unido o en Estados Unidos, los ricos dan dinero a las grandes instituciones que están en el corazón de nuestras culturas para asegurarse estatus social en forma de placas y fotografías. De la misma forma, financian partidos políticos y luego disfrutan los beneficios cuando estos forman gobierno. Como ha señalado Julia Cagé, economista del Instituto de Estudios Políticos de París, algunos de los que han prometido donaciones para Notre-Dame han sido los mismos que ayudaron económicamente a Macron a llegar a la presidencia.
En su reciente y premiado libro, que se publicará el próximo año en inglés con el título 'The Price of Democracy' ('El precio de la democracia'), Cagé calcula que unos 600 ricos de Francia donaron entre 3 y 4,5 millones de euros a la campaña de Macron. En otras palabras, el 2% de los donantes representó entre el 40 y el 60% de toda la financiación del partido En Marche. Pasados de unos meses, el flamante presidente recortó los impuestos a los más ricos, otorgándoles a sus donantes “una devolución de casi el 60.000% por su inversión”. Igual que en Notre-Dame: un pequeño desembolso a cambio de mucha influencia y una compensación abismal.
Quizás lo hemos malinterpretado. Los multimillonarios podrían, con la floritura de una firma, entregar todo el dinero junto y sin condiciones. Ya lo veremos. Pero la ironía de todas estas fortunas es lo extrañas que suponen para la imagen que Francia tiene de sí misma. A mitad de esta década, el entonces presidente François Hollande se jactaba de que no le caía bien la gente rica. Pero en ese momento el país todavía podía consolarse con el recuerdo de los Treinta Gloriosos: las tres gloriosas décadas de posguerra de economía keynesiana y relativa igualdad. Eso ya no existe. Un estudio reciente coescrito por Thomas Piketty, entre otros, remarca que desde la era de François Mitterrand en las décadas de 1980 y 90, ha habido otros 30 gloriosos años… para los más ricos, cuyos ingresos reales han ascendido a una velocidad tres veces mayor que los del resto de población.
Ahora nos estamos enfrentando las consecuencias políticas y culturales.
Macron puede pasar de los bancos de inversiones al Palacio del Elíseo donde dice estar en contra de Trump, pero —igual que su “bête noire”— se da prisa para reducirles los impuestos a sus amigos ricos, mientras recorta prestaciones y presupuesto en educación para que le cuadren los números. Las donaciones a instituciones de beneficencia también han sido 'americanizadas'. Como dijo Thomas Roulet de la Universidad de Cambridge, los grandes donantes de París ahora imitan a los bebedores de champagne y vendedores de influencias de Wall Street.
La tragedia de Notre-Dame vino con un final feliz: los millonarios de Francia se metieron las manos en los bolsillos para salvar un trozo de patrimonio mundial. Pero lo que en un momento pareció trágico, ahora parece grotesco: un puñado de ricos que son mucho comunicado de prensa y pocos cheques y que confían en que miles de franceses de a pie acaben dando dinero, incluso en un momento en que la economía está patas para arriba justamente por beneficiar a los que más tienen.