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ANÁLISIS

Lecciones de la pandemia de gripe de 1918 sobre la búsqueda de un medicamento eficaz para el coronavirus

Laura Spinney

Periodista científica y escritora —

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Los paralelismos entre esta pandemia y las anteriores pueden resultar sorprendentes. Pensemos, por ejemplo, en la hidroxicloroquina, el fármaco antipalúdico cuyo uso los organismos reguladores de medicamentos de todo el mundo se están apresurando a autorizar para tratar a los pacientes de coronavirus hospitalizados.

No solo las autoridades sanitarias apoyan el uso de este medicamento. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su homólogo brasileño, Jair Bolsonaro, han expresado su entusiasmo y los ciudadanos vulneran las normas de distanciamiento social para conseguirlo. De hecho, se han producido casos de intoxicación por parte de personas que se han automedicado.

Se está recurriendo a la hidroxicloroquina porque un hospital de Marsella está probando el uso de este medicamento para tratar el coronavirus. Aunque los resultados son prometedores, todavía no existen evidencias científicas sólidas sobre su eficacia, como tampoco se sabe cuándo funciona o en qué dosis. En estos momentos se están llevando a cabo ensayos clínicos para probar la eficacia de este y de otros medicamentos, pero no se darán a conocer los hallazgos preliminares hasta dentro de una semana.

En 1918, en el curso de la peor pandemia de gripe de la historia de la humanidad, los médicos de todo el mundo recetaron quinina, otro fármaco antipalúdico, aunque no había pruebas de que funcionara para la gripe. En ese momento se disponía de menos información sobre cómo interactúa un medicamento con el cuerpo, y a menudo lo prescribían en exceso, causando efectos secundarios como vértigo, acúfenos y vómitos.

Mark Honigsbaum explica en su libro Living with Enza [Viviendo con Enza] cómo la gripe de 1918 afectó al Reino Unido, pues los londinenses no se dejaron engatusar por el consejo de que hicieran gárgaras con agua salada y exigieron a los farmacéuticos y a los doctores que les dieran quinina. Algunas cosas nunca cambian.

Sin embargo, estos ejemplos muestran una realidad más profunda. En un contexto de crisis, los políticos no son los únicos que se enfrentan a un dilema ético; también los médicos y los científicos deben tomar decisiones que tienen un peso moral. En un mundo ideal, los científicos proporcionarían información objetiva y los políticos la sopesarían con otra información objetiva y tomarían decisiones. Los políticos asumirían la carga ética. Pero no vivimos en un mundo ideal, y esa división de funciones es una mera ilusión.

Responsabilidad ética y estudios a contrarreloj

Como ha señalado esta semana el filósofo del Santa Fe Institute David Kinney, en un contexto de crisis los científicos pocas veces disponen de toda la información. Lo mejor que pueden ofrecer es un abanico de posibles soluciones con probabilidades de éxito. Y a veces este abanico es tan amplio que a un político le resulta prácticamente imposible tomar una decisión con esa información. El científico se ve obligado a salir de su zona de confort y acotar las posibilidades, con criterios no siempre basados en el rigor científico. En otras palabras, toma una decisión ética. Por ello, al igual que en 1918, vemos cómo algunos científicos critican a sus colegas en los medios. “¡Esto es una barbaridad!”, tuiteó recientemente un científico para referirse al ensayo clínico que se lleva a cabo en Marsella.

En este ensayo clínico en curso, los pacientes de coronavirus son tratados con una combinación de hidroxicloroquina y un antibiótico, azitromicina. La hidroxicloroquina es una forma menos tóxica de la cloroquina, uno de los medicamentos más recetados del mundo. La azitromicina se suele recetar para la neumonía bacteriana, una posible complicación de la COVID-19.

La combinación de ambas sustancias y, lo que es igual de importante, las dosis que se administran, han demostrado ser seguras en otros grupos de pacientes. Aún se desconoce cuán seguras son para los enfermos de coronavirus. De hecho, la combinación podría tener un efecto cardiotóxico en algunos pacientes, así que, antes de tratar a un enfermo, los médicos de Marsella le hacen un electrocardiograma.

Hasta la fecha, los médicos han publicado los resultados obtenidos en 80 pacientes. De acuerdo a estos resultados, se cree que la combinación reduce la carga viral, lo que significa que los pacientes son infecciosos durante menos tiempo, y produce una mejora en los síntomas, en comparación con los pacientes de coronavirus que son tratados en otros hospitales.

El informe con estas conclusiones fue publicado en la página web del hospital, en inglés, sin cumplir la exigencia de la revisión por pares. Según los estándares científicos, se trata de cifras demasiado bajas y, además, algunos expertos han indicado que el informe tiene contradicciones. Para quienes se han mostrado críticos con el informe, lo más grave es que no existe un grupo de control, es decir, otro grupo paralelo de enfermos de la misma edad y sexo que no estén recibiendo este tratamiento y que estén siendo estudiados.

En este sentido, Didier Raoult, el médico que dirige el estudio, señala que no sería ético tener un grupo de control sin medicar en un contexto en el que algunas personas pueden perder la vida, los profesionales de la salud ponen en riesgo la suya y no existe ningún otro medicamento que pueda ayudarles.

Raoult dirige el principal centro de referencia de Francia en materia de enfermedades infecciosas y figura entre los científicos más citados del mundo en su especialidad. Es plenamente consciente de que, al proclamar que su tratamiento funciona, ha tomado una decisión ética y que carece de solidez científica. En un artículo publicado en Le Monde el pasado fin de semana, recordó a sus colegas que tienen un compromiso con los pacientes, no con el método científico. Cree que el tiempo demostrará que tenía razón.

Tal vez lo haga. Sin embargo, cuando en agosto de 1918 Sir Arthur Newsholme, experto en salud pública de Reino Unido y máxima autoridad de la junta local del Gobierno, tomó una decisión ética, se equivocó. Todo parecía indicar que el país había conseguido superar el primer brote de la pandemia,y la Primera Guerra Mundial también parecía estar entrando en su fase final. Fue entonces cuando decidió archivar los planes para luchar contra un segundo brote, con el argumento de que era prioritario centrarse en los esfuerzos por ganar la guerra. Honigsbaum cuenta que en cuestión de semanas la gripe había vuelto con fuerza.

“A los políticos los juzgará la historia”, me dijo Raoult. “A mí me juzgarán mis pacientes”. Esta percepción puede ser su gran error. Y el nuestro puede ser pensar que nuestros gobiernos y los científicos que los asesoran no están tomando decisiones éticas constantemente para lidiar con esta crisis. La decisión de restringir los test a los hospitales, así como la decisión en Reino Unido de aconsejar a las personas de edad avanzada que se quedaran en casa antes de declarar un confinamiento masivo para toda la población, son en gran parte éticas. No podrían haber sido de otra naturaleza. Si los científicos tuvieran todas las respuestas, no estaríamos ante esta tesitura.

Laura Spinney es la autora del libro 'Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World' [El jinete pálido: la gripe española de 1918 y cómo cambió el mundo].Pale Rider: The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World'

Traducido por Emma Reverter

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