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The Guardian en español

OPINIÓN

Las feministas han cambiado el equilibrio de poder: ya no hay vuelta atrás

Concentración feminista en la Puerta del Sol de Madrid el 8M.

Rebecca Solnit

Este Día Internacional de la Mujer ha llegado cinco meses después de las revelaciones sobre la larga campaña de castigos misóginos contra las mujeres cometida por Harvey Weinstein. Con esas revelaciones llegaron más cosas. Llegó el fin de las excusas. El fin del silencio. El fin la apariencia respetable de muchas instituciones. Se podría decir que las revelaciones rompieron una presa y permitieron que surgiera una avalancha de historias de mujeres. Había sucedido antes pero nunca de la forma en que lo hizo esta vez.

En esta ocasión, las mujeres no sólo contaron las historias de agresión y maltrato sino que dieron nombres. Los abusadores y los agresores perdieron empleos, reputaciones, negocios y carreras. Ellas dieron los nombres y fue crucial. La gente escuchó. Los testimonios tuvieron consecuencias. Hay una gran diferencia entre ser capaz de decir algo y ser escuchado y respetado. A menudo, la diferencia es que haya o no consecuencias.

Algo había cambiado. Lo que muchas veces se pasa por alto es que, para que esto haya podido suceder, hubo un cambio anterior. Algo invisible hizo posible esta agitación y transformación tan visibles. Muchas veces se habla de revolución y de incrementalismo como de conceptos opuestos. Pero a menudo, si una revolución cambia las cosas de repente, es porque el incrementalismo sentó antes las bases que la hizo posible.

Cuando algo sucede repentinamente parece como si hubiera surgido de la nada. Pero esa nada, por lo general, es un montón de cosas que están lejos de lo que la mayoría de la gente estaba mirando, es una o muchas personas trabajando fuera de la atención pública durante meses, años o décadas.

El matrimonio entre personas del mismo sexo llegó repentinamente a Estados Unidos con un fallo del Tribunal Supremo que lo legalizó para todo el país. Solo que muchos Estados ya lo habían legalizado, y eso a su vez había sido fruto del valiente trabajo de incontables personas no heterosexuales y sus aliados. Hicieron visible que no todo el mundo era heterosexual, hicieron que fuera importante asegurar que todos tuvieran derechos, hicieron que las personas con una sexualidad diferente a la norma se sintieran merecedores de esos derechos y que podían adquirirlos.

Sucedió porque el caso de California que luego llegó hasta el Supremo se presentó ante lo que parecía un juez conservador –el juez federal Vaughn Walker, designado por George Herbert Walker Bush– que era gay pero no había salido del armario cuando fue nombrado. La forma en que él vivía su propia orientación sexual debió de haber evolucionado a medida que evolucionaba la cultura alrededor. Falló en favor de la igualdad matrimonial y dejó planteado el caso de una manera clara y exhaustiva para cuando llegara al Tribunal Supremo.

Cuando los fallos de los jueces parecen de sentido común, ya sea el caso de Brown contra el Consejo Escolar (contra la segregación racial en los colegios) o el de la igualdad matrimonial, a menudo es por los lentos cambios progresivos en las normas y creencias sociales. El punto final y público se lo lleva el juez, pero el cambio viene del efecto acumulativo formado por pequeños gestos y alteraciones.

El momento actual del #TimesUp/#MeToo no es diferente. Es una revuelta para la que llevamos décadas preparándonos. O tal vez sea el momento en el que un proceso largo, lento y mayormente silencioso, se convierte repentinamente en rápido y ruidoso. Parte del trabajo es de los últimos cinco años; la mayoría se hizo en los últimos cincuenta.

En los últimos años hemos vivido una agitación tremenda. A finales de 2014, yo escribí en estas páginas: “He estado esperando toda mi vida lo que este año me ha traído”. Me refería al reconocimiento de que cada acto de violencia de género era parte de una epidemia. Se ponía fin (parcialmente) al tratamiento de los casos como incidentes aislados, culpa de la víctima o resultado de una enfermedad mental, entre otras aberraciones.

Significaba que había una voluntad más generalizada de reconocer esa violencia como extraordinariamente común, con un impacto enorme, y surgida de valores, privilegios y actitudes metidos en la cultura.

Es un cambio que ha ocurrido antes muchas veces para otros derechos: cosas que se toleraron durante mucho tiempo finalmente eran reconocidas como intolerables. Implica que las personas para las que no era un problema finalmente reconocen el sufrimiento de aquellas para los que sí lo era. El cambio de lo tolerado a lo intolerable surge a menudo por un cambio de poder entre las personas que toman las decisiones, o por un cambio en las historias dominantes, o en las personas en torno a las que giran las historias que se cuentan, o se creen. El cambio sutil en la importancia de ciertas personas precede al cambio dramático.

En 2012, la nueva generación de jóvenes mujeres no iba a dejarse intimidar por la vergüenza o la burocracia. Hablaron sobre las violaciones en los campus y, más aún, se organizaron contra ella. Las redes sociales les dieron la capacidad de formar una especie de coro griego cada vez que surgía una historia de violencia de género.

Terminamos con muchas de las excusas que se usaban para reducir el impacto de la violencia de género, como al parecer estamos finalmente haciendo con la violencia de las armas en Estados Unidos. Seguimos trabajando para que a los que aún les cuesta enterarse reconozcan que el acoso en el lugar de trabajo no es un problema de “algunas manzanas podridas”; que sacar a algunos maltratadores particularmente atroces de los lugares donde agredían a las mujeres no resuelve un problema surgido de creencias profundamente arraigadas sobre quién tiene derecho a qué y quién no tiene más remedio que soportarlo.

Pero incluso el “nosotros” ha cambiado y en mi opinión eso es fundamental para entender por qué el movimiento es tan grande. Ha cambiado quién decide qué historias se cuentan, a quién se cree, qué palabras cuentan y quién está al mando (Black Lives Matter fue otro movimiento que cambió lo que se volvía visible, qué versión se escuchaba, quién importaba).

No nos hemos librado de los defensores de la antigua visión, esa en la que las vidas de los hombres importan más y donde sus palabras tienen más credibilidad, pero hemos ganado a gente que no sigue esas reglas. Las feministas han ido ganando poder lenta y constantemente, y por feministas me refiero a todas las personas de cualquier sexo que piensen, en primer lugar, que las mujeres merecen la plena igualdad. En segundo, que la misoginia sistemática sigue siendo un problema grave.

Ahí es donde podemos admirar el largo y lento trabajo del feminismo para llevar a las mujeres a posiciones de poder, paralelo al trabajo para cambiar la composición racial de los centros de poder.

¿Quién decidía qué historias importaban? La periodista Sharon Waxman dice que cuando estuvo en The New York Times trató de contar la verdad sobre Weinstein. Era 2004 y fue rechazada por su jefe, un hombre, que no entendió por qué importaba ese aspecto de la historia. Sabemos que Ronan Farrow comenzó su propia investigación de Weinstein con el apoyo de la cadena NBC, que se negó a continuar con ella (algunos sospecharon que porque arrojaba demasiada luz sobre Matt Lauer, el copresentador del programa Today y su gran acosador en la empresa), por lo que llevó su historia a la revista The New Yorker.

Por supuesto, Farrow no es una mujer. El cambio no es sólo mujeres en los puestos de poder, sino cualquier persona que crea que las mujeres merecen igualdad en el acceso al poder, la credibilidad y la justicia. Tenemos que seguir haciendo que los responsables de los tribunales, medios de comunicación, leyes, economía, o escuelas sean personas que comprendan y sientan empatía por los no blancos, los no heterosexuales, los no ricos o aventajadas por otros motivos, los no nativos y los no varones. Personas que crean que la justicia debe ser igual para todos y que todos valemos lo mismo.

Este momento de insurrección ya está terminando pero las cosas no volverán a ser lo que eran. Hace poco, una amiga me hablaba de un importante medio de comunicación en el que las mujeres dicen que la gente se siente más confiada, inspirada y creativa después de que despidieran a algunos acosadores. Basta ya de historias en las que los hombres se sienten incómodos por el cambio que están dando las cosas, en lugar de historias de mujeres que, por el mismo motivo, se sienten más cómodas que nunca.

Vamos a volver a una fase en la que el cambio ocurrirá lenta y sutilmente, invisible para la mayoría, aunque no para las personas con visión a largo plazo ni para las que impulsan el cambio o para las que se benefician de un pequeño cambio en su hogar, en su lugar de trabajo o en su relación. Entonces los cambios lentos llegarán a un nuevo punto de ruptura.

Rebecca Solnit es autora del libro 'Los hombres me explican cosas'.

Traducido por Francisco de Zárate

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