En el año 2002, Jacques Chirac, el líder conservador francés, se enfrentó a Jean-Marie Le Pen, el líder del racista Frente Nacional, durante la segunda ronda de las elecciones presidenciales francesas. La izquierda francesa se unió para apoyar al conservador y gaullista Chirac para oponerse al heredero xenófobo del colaboracionismo de Vichy. Quince años después, sin embargo, amplias secciones de la izquierda francesa rechazan apoyar a Emmanuel Macron contra Marine Le Pen, la hija de Jean-Marie.
Los progresistas tienen buenas razones para estar cabreados con la élite liberal que se siente a gusto con Macron, un antiguo banquero sin experiencia en política antes de su breve nombramiento como ministro de Economía, Industria y Asuntos Digitales por el presidente Hollande. Lo ven, y tienen razón, como el ministro que despojó a los trabajadores a tiempo completo de unos derechos laborales ganados duramente y como la última baza de la élite contra Le Pen.
Asimismo, no es difícil identificarse con el sentimiento de la izquierda francesa de que la élite liberal tiene su merecido con el ascenso de Le Pen. En el año 2015, la misma élite que ahora apoya a Macron y clama contra los “hechos alternativos” y el autoritarismo de Le Pen, Donald Trump, el Ukip y otros tantos, lanzó una feroz y efectiva campaña de falsedad y de difamación para socavar al Gobierno griego elegido democráticamente para el que serví.
La izquierda francesa no puede, y no debería, olvidar este triste episodio. Pero la decisión de muchos izquierdistas de guardar la misma distancia entre Macron y Le Pen no tiene perdón. La necesidad de oponerse al racismo debe sobreponerse al rechazo de las políticas neoliberales.
Una izquierda más segura de sí misma solía entender que nuestro humanismo nos obliga a impedir que los xenófobos pongan las manos encima de los niveles más altos del poder estatal, particularmente de la policía y de las fuerzas de seguridad del estado. Al igual que en los años 40, tenemos el deber de asegurarnos de que el monopolio estatal sobre el uso legítimo de la violencia no lo controlan aquellos que albergan sentimientos violentos hacia los extranjeros, hacia los miembros de minorías culturales y sexuales, hacia los “otros”.
La creencia en los controles y equilibrios estatales, y en la idea de que el estado de derecho prevendría a Le Pen de virar el poder estatal contra los vulnerables, no es algo a lo que la izquierda pueda arriesgarse a comprobar. Los primeros 100 días de Trump, con sus duras medidas contra los extranjeros indocumentados, lo confirman.
Pero hay una segunda razón para apoyar a Macron: durante la asfixiante primavera griega de 2015, los socialdemócratas en el poder en Francia (bajo el mandato de Hollande) y en Alemania (en coalición en el gobierno con la Unión Demócrata Cristiana) adoptaron los mismo estándares brutales que la derecha conservadora.
Recuerdo cómo me di de bruces con la realidad durante mi primer encuentro con el ministro socialista de Finanzas francés, Michael Sapin. Cuando hablé con él en privado rebosaba jovial camaradería. Durante nuestra rueda de prensa, sin embargo, habló con la misma dureza “austera” que Wolfgang Schauble, el ministro alemán de Finanzas. Cuando salimos de la sala de prensa, Sapin volvió a ser afable conmigo. Decidido a mantener la compostura, me giré hacia él y le dije medio en serio medio en broma: “¿Quién eres tú y que has hecho con mi Michael?”, y él me respondió: “Yanis, tienes que entender que Francia ya no es lo que era”.
El servilismo de Sapin hacia la élite autoritaria de Europa se reflejó también en Berlín de la mano de Sigmar Gabriel, el entonces líder de los socialdemócratas alemanes. El también era un camarada en privado y emulaba a Schauble en público. Cuando la trifulca entre nuestro gobierno y la Troika (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI) llegó a un punto crítico, tanto Sapin como Gabriel utilizaron los elementos más agresivos de la propaganda de nuestros acreedores contra nuestro gobierno.
Quizá porque Macron no emergió de los tubos de ensayo de los partidos políticos socialdemócratas, fue el único político del eje franco-alemán en arriesgar su propio capital político para acudir en ayuda de Grecia en 2015. Como cuento en mi nuevo libro (y en un artículo reciente en Le Monde), Macron entendió que lo que lo que estaban haciendo los ministros de finanzas de la Eurozona y la Troika a nuestro gobierno –y, más importante, a nuestra gente– era perjudicial para los intereses de Francia y de la UE.
En un mensaje de texto, con el que anunció su disposición a intervenir y a intentar poner fin a nuestra asfixia, me dijo que luchó por convencer a Hollande y a Gabriel para buscar una solución. Su mensaje terminó así: “No quiero que mi generación sea responsable de la salida de Grecia de Europa”.
Por supuesto, los esfuerzos de Macron fueron en vano, porque la cúspide socialdemócrata europea, con Hollande y Gabriel a la cabeza, se unieron a favor de la determinación de la élite para apagar nuestra resistencia a más préstamos abusivos y a la austeridad que acentúa la recesión. El resultado es que, desde entonces, ambos políticos han perdido toda credibilidad entre una población impaciente. Obviamente, Macron no. Mi gran miedo es que, incluso si él gana, Le Pen siga consiguiendo controlar las dinámicas de las políticas francesas, especialmente si Macron fracasa a la hora de apoyar y promover el Progresismo Internacional que Europa necesita.
Mis desacuerdos con Macron son numerosos; pero nuestros puntos en común también son importantes. Estamos de acuerdo con que la Eurozona es insostenible, pero no estamos de acuerdo sobre lo que se debería hacer antes de que la Unión Europea pueda poner la unión política sobre la mesa. Estamos de acuerdo con que la persecución decidida de la competitividad está llevando a Europa a un juego de suma cero, un juego que consiste en empobrecer al vecino, pero no nos ponemos de acuerdo sobre cómo lograr la inversión a gran escala que se necesita para mejorar la productividad.
Estamos de acuerdo en que la precariedad, en que la mano de obra de la economía de los pequeños trabajos es una gangrena para el bienestar social, pero chocamos completamente sobre cómo extender la protección a los trabajadores ocasionales sin perjudicar a los trabajadores protegidos. Estamos de acuerdo en forjar una unión bancaria europea apropiada pero no en la necesidad de volver a meter al genio financiero de nuevo dentro de la lámpara. Por encima de todo, carezco de pruebas para convencer a mis camaradas del DiEM25, el movimiento democrático europeo, para que confíen en la capacidad y disposición de Macron para enfrentarse a la élite europea que persigue las políticas fallidas que han alimentado los apoyos de Le Pen.
A pesar de estas advertencias, apoyo a Macron. Del mismo modo que me escribió para decirme que no quiere que su generación sea responsable de estrangular a Grecia, yo no quiero ser parte de una generación de izquierdistas que permitió a una racista y fascista obtener una presidencia. Naturalmente, si Macron gana y se convierte sin más en otro funcionario de la oscura élite europea, mis camaradas y yo nos opondremos a él con todas nuestras fuerzas, con las mismas fuerzas con las que ahora nos oponemos a Le Pen.
Traducido por Cristina Armunia Berges