EN PRIMERA PERSONA

El milagro de sobrevivir en Mariúpol

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El sábado por la mañana desperté en mi casa de Polonia con una llamada de un número desconocido. La mujer del otro lado de la línea dijo que tenía un mensaje de mi madre en Mariúpol. Por un momento, mi corazón dejó de latir: mi madre está viva. Saber esto es mi nueva definición de felicidad.

Desde hace siete años me aseguro de que el sonido de mi móvil esté encendido antes de ir a dormir, una simple regla que sigo por si acaso mi madre llama. Pero desde principios de marzo no hay electricidad en Mariúpol y no he oído su voz desde entonces.

Esta llamada fue un verdadero milagro: tras 10 largos días, recibí la confirmación de que mi madre sigue viva. La mujer leyó una carta suya en la que describía la situación en la que se encuentra la ciudad. Un minuto bastó para comprender que allí ya hay un desastre humanitario y que cada hora cuenta.

El apagón informativo en Mariúpol les quita toda esperanza. Mi madre me rogaba que le hiciera saber al mundo que no tienen nada. En ese momento me di cuenta de lo desesperante que es pasar cada noche sentados en la oscuridad total, donde la única fuente de luz es el destello de una bomba o de un proyectil, y todo el tiempo pensando que han sido abandonados y olvidados por el mundo.

La última vez que supe de ella y de otros fue al principio de la invasión. Pocos querían arriesgarse a salir de la ciudad. Se tarda unas 28 horas en ir de Mariúpol a Leópolis en tren. La gente pensaba que todo el país estaba en llamas y que el tren era demasiado peligroso. El 3 de marzo se anunció que la ciudad estaba aislada del resto del mundo: la vía férrea había sido destruida durante la noche. El 5 de marzo se anunciaron los planes oficiales de evacuación, pero en el tiempo transcurrido desde entonces unos pocos coches particulares han conseguido salir de la ciudad. Probablemente se trate de apenas unos miles de ciudadanos (se estima que 20.000), de una ciudad de más de 400.000 personas.

Nuevos temores

Ahora que la ciudad está aislada, las carencias son espantosas: la electricidad, el agua, el gas, la red de telefonía móvil. Cada día algo deja de estar disponible. Los supermercados pasaron a operar solo con efectivo, pero aun así las existencias se agotaron rápidamente. Como en toda guerra, hay saqueadores. Personas desesperadas y hambrientas que han perdido su lado humano a causa del miedo están vaciando y destruyendo tiendas por toda la ciudad. Se oye hablar de gente que se lleva muebles de madera para hacer fuego.

Es verdad que ha habido gente cocinando con estos fuegos o derritiendo la nieve para conseguir agua. Pero esto no ha sido generalizado ni ha durado mucho. En primer lugar, es demasiado arriesgado estar fuera. Los ataques aéreos son constantes: la ciudad no tiene las mismas defensas aéreas que Kiev. Los pocos refugios antiaéreos disponibles están repletos de gente. Hay tiroteos en la calle. Puede hacer frío por la noche, hasta ocho grados bajo cero, y sin calefacción ni atención médica, cualquier cosa que le ocurra a una persona puede matarla. Más lento que las bombas, pero con la misma seguridad.

El cementerio principal se encuentra a las afueras de la ciudad, en un pequeño pueblo al que hoy es imposible llegar. Por eso la gente es enterrada en sus propios jardines o en fosas comunes. El Gobierno de la ciudad ha informado que no se identificará a los cuerpos en estas fosas. Ese es mi nuevo temor: no solo perder a alguien que quiero, sino ni siquiera poder llorar ante su tumba.

El presidente ha dicho que un convoy de ayuda llegaría este miércoles a la ciudad. Pero las más simples matemáticas demuestran que 100 toneladas de ayuda equivalen a unos 300 gramos por persona. ¿Será suficiente? ¿Llegará a la gente aterrorizada en los sótanos, que hace días no ve la luz del sol?

La gente sigue rezando para que el convoy llegue a la ciudad y puedan ser evacuados por sus autobuses. Todos los que conozco sueñan con ese milagro. Me da miedo ver una foto de las miles de personas que quedan: evacuar apenas un tercio de la ciudad llevaría semanas. Y para miles de personas, la cuestión es si pueden irse o no. Muchos han perdido sus casas y pertenencias; muchos no tienen ningún lugar adonde ir.

[Según informa el medio ucraniano Interfax, la viceprimera ministra de Ucrania, Iryna Vereschuk, dijo este jueves que no se permitió la entrada del convoy con alimentos a Mariúpol ni la entrada de buses para la evacuación de personas. Pero el Ayuntamiento de Mariúpol informó de que este miércoles alrededor de 11.000 personas se dirigieron a la ciudad de Zaporiyia conduciendo sus propios coches].

El muelle de Mariúpol

Desde 2014, Mariúpol, que está en el este de Ucrania, en la región de Donetsk, ha sido la ciudad que resiste. Estableció conexiones con el resto del mundo y floreció: nuevas carreteras, un centro urbano restaurado, hospitales modernizados, grandes festivales. Parecía un nuevo capítulo de nuestra historia.

La última vez que estuve allí, en octubre de 2021, era moderna y limpia. Fui al muelle y vi cómo las gaviotas volaban igual que muchas cometas al viento. Me recordó a lo que les contaba a mis amigos en Polonia sobre la ciudad: un lugar donde el trolebús puede llevarte a la playa y el agua es cálida como la leche tibia.

Después de todas las historias desgarradoras y todo el dolor que está sufriendo la ciudad, mi mayor sueño es ser testigo del día en que Mariúpol pueda volver a ser esa otra ciudad. Esperaba ver a mi madre allí en mayo de este año y llevarla al muelle. Todavía espero que eso ocurra.

* Gordana Krutii es originaria de Mariúpol. Vive en Varsovia, Polonia.

Traducción de Julián Cnochaert.

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