Algunas crisis, como la actual pandemia de COVID-19, dejan al descubierto la fragilidad de nuestros sistemas y la solidez de nuestras promesas. Más allá de los efectos de esta pandemia sobre la salud y la economía, nuestro mundo se enfrenta a una emergencia educativa cada vez mayor, y la respuesta que demos tendrá un impacto sobre generaciones de niños y niñas.
En algún momento de este año, la mayoría de los países del mundo han cerrado sus escuelas en respuesta a la pandemia. Si bien esta interrupción de la educación tiene profundos efectos para todos, el impacto es particularmente grave para los estudiantes más vulnerables y sus familias, especialmente en los países más pobres. Las consecuencias educativas del coronavirus perdurarán más allá del período de cierre de las escuelas y afectarán desproporcionadamente a las niñas que ya estaban en situación de marginación.
Estas niñas corren un mayor riesgo que los niños de abandonar los estudios tras el cierre de las escuelas, y las mujeres y las niñas son más vulnerables a los peores efectos de la pandemia. Tras el brote de ébola de 2014-2015 y el cierre de escuelas en Sierra Leona, Guinea y Liberia, las tasas de matriculación de las niñas disminuyeron. El aumento de las tasas de pobreza, las responsabilidades domésticas, el trabajo infantil, el matrimonio infantil y el embarazo en la adolescencia impidió que muchas niñas volvieran a la escuela.
Malala Fund estima que aproximadamente 20 millones de niñas en edad de asistir a la escuela secundaria tal vez no vuelvan nunca a las aulas después de la pandemia, si el abandono escolar aumenta al mismo ritmo. A más largo plazo, los países más pobres tal vez tengan dificultades para dotar de suficientes recursos a la educación, especialmente para apoyar a las escuelas, los maestros y los estudiantes para luchar contra la reaparición del virus y protegerse de los efectos indirectos de nuevos brotes.
A pesar de algunas medidas para promover la educación a distancia, se estima que más de 450 millones de estudiantes no reciben educación durante el cierre escolar. Las nuevas cifras publicadas por el informe de seguimiento de la educación mundial de la Unesco muestran que la pandemia de COVID-19 podría aumentar el déficit de financiación de la educación mundial a 200.000 millones de dólares (unos 168.000 millones de euros) anuales.
Lo cierto es que la COVID-19 no ha hecho más que exacerbar las desigualdades existentes. Antes de la pandemia, 129 millones de niñas no iban a la escuela, y aunque millones más sí lo hacían, no alcanzaban los objetivos mínimos de aprendizaje. Esta semana, cuando comience la Asamblea General de la ONU, los líderes mundiales tendrán que tomar una decisión: una recuperación que nos permita volver a la “normalidad” o un reajuste que impulse el progreso. En el caso de la educación, la respuesta es evidente.
Volver a la normalidad significa escuelas sin recursos, profesores infravalorados y aulas con demasiados alumnos. Significa sistemas económicos que priorizan el beneficio en detrimento de servicios públicos como la educación; incluso cuando sabemos que educar a todas las niñas durante un periodo de 12 años podría generar un beneficio de 30 billones de dólares (25 billones de euros). Significa también la supervivencia de normas de género perjudiciales que limitan las ambiciones de las niñas y aumentan su exposición a la violencia y la explotación. La normalidad es una educación que reproduce los valores y comportamientos de nuestro mundo actual, en el que la crisis climática se acelera y las desigualdades raciales y de género se perpetúan.
Los líderes pueden dar los primeros pasos hacia un cambio transformador proporcionando un estímulo económico considerable a la educación. Tenemos que proteger los fondos de ayuda, pero también aumentar los recursos nacionales disponibles para invertir en educación. El año pasado, 24 países de bajos ingresos gastaron más en el pago de la deuda externa del gobierno que en educación. En abril, los ministros de economía del G20 acordaron una suspensión temporal de estos pagos para algunos países, pero esta acción no incluyó a entidades no gubernamentales como el Banco Mundial, uno de los mayores acreedores.
Organizaciones dedicadas a la educación piden a los gobiernos donantes que prorroguen la suspensión de los pagos hasta 2022 y que se comprometan a cancelar muchas de esas deudas. Es la forma más rápida de liberar fondos en los países de bajos ingresos y permitirles redirigir los recursos a su respuesta a la pandemia de COVID-19, incluida la educación. Además de la cancelación de la deuda, podemos reducir el flujo de financiación de los países de bajos ingresos mediante la reforma de la política fiscal mundial, permitiendo las inversiones necesarias en educación para que todas las niñas vuelvan a la escuela y puedan seguir aprendiendo.
Nuestro objetivo no debería ser regresar a las cosas como estaban, sino pactar un compromiso para conseguir que el mundo fuera como debería ser, un mundo en el que todas y cada una de las niñas puedan aprender y liderar. Para lograrlo, debemos asegurarnos de que nuestras economías, sociedades y sistemas educativos trabajen para las niñas, no en su contra.
Durante mi infancia, circunstancias fuera de mi control sumieron mi educación y mis sueños de futuro en la incertidumbre. Ahora mismo, una generación de niñas está en la misma situación. Los líderes mundiales se reúnen esta semana, aunque de forma más virtual que en ocasiones anteriores, para debatir las mejores estrategias de futuro. Espero que se unan para dar a todos los niños y niñas la mejor oportunidad de construir un mundo mejor.
Malala Yousafzai es premio Nobel de la paz y cofundadora de Malala Fund.
Traducido por Emma Reverter.