Ahora que Angela Merkel deja su puesto de canciller, las semblanzas están centradas en su papel como representante del liberalismo occidental. Una isla de estabilidad, precaución y apertura en una era marcada por la turbulencia y las reacciones de la extrema derecha.
Merkel será recordada por su “trabajo serio, su liderazgo estable y por tener un don para los compromisos políticos”, escribió Ishaan Tharoor en el Washington Post la semana pasada. Ya en 2017, cuando se enfrentó a Donald Trump, pasó a ser declarada por algunos periódicos como la nueva “líder del mundo libre”.
Una parte fundamental de esa imagen la ha construido con la intervención que hizo, en el verano de 2015, en el pico de la crisis de refugiados en Europa. Wir schaffen das (“lo lograremos”) fue la declaración pública de Merkel mientras miles de personas, la mayoría de Siria, Irak y Afganistán, atravesaban Turquía, Grecia y los Balcanes para llegar a Europa occidental. Al declarar a Alemania, y por extensión a Europa, abierta a los refugiados estaba haciendo una declaración de intenciones audaz y pragmática.
Los dos mitos
Pero dos mitos contradictorios han surgido alrededor de este momento y ambos sobreestiman la importancia de su intervención y confunden sus efectos.
Por un lado, la derecha populista culpa a Merkel por promover una de las mayores migraciones masivas en la historia reciente del continente. Un “error catastrófico”, según Trump, que socavaría la seguridad e identidad europeas a consecuencia de la intrusión extranjera abrumadora.
Por el otro, los progresistas lo tratan como un triunfo. Según esta versión, la toma de posición de Merkel fue fiel a los valores que supuestamente sostienen al proyecto europeo. La UE es, después de todo, el único bloque geopolítico que recibió el premio Nobel de la paz y demostró que se puede afrontar las crisis con compasión.
En realidad, el aporte de Merkel a la política migratoria europea fue mucho más allá del “wir schaffen das” y su legado es mucho más complejo.
Tal como ha demostrado una investigación de Die Zeit, el discurso de Merkel no alentó de manera significativa la migración: reconoció una realidad que ya existía.
La crisis de los refugiados ya llevaba varios meses antes del verano de 2015. Los migrantes se movieron más por lo que los empujaba a abandonar sus hogares que por la bienvenida que les esperaba en Europa.
Por ejemplo, los sirios se enfrentaban en 2015 a un conflicto que empeoraba, a la reducción de las raciones de comida de las agencias de asistencia humanitaria y a la prohibición de ser empleados en el Líbano y en Turquía, donde se asentaron la mayoría de los refugiados sirios. Cuando Alemania anunció en septiembre de 2015 que mantendría sus fronteras abiertas a los refugiados que se dirigieran al oeste desde la estación de tren Keleti en Budapest, ellos ya llevaban meses viajando.
Además, la “crisis” de Europa, desatada por la llegada caótica y letal de personas que pasaban no solamente por Grecia sino a través del Mediterráneo desde África, fue en mayor medida el producto de las políticas fronterizas del continente. La estrategia ha sido clausurar las rutas más seguras y empujar a que las personas terminen en peligrosos cuellos de botella.
Con el Gobierno de Merkel, Alemania tuvo un papel central en la creación de ese problema: ayudó a mantener un sistema donde la seguridad fronteriza estaba por encima de la recepción de los refugiados. Entre 2007 y 2013, la UE gastó 2.000 millones de euros en seguridad fronteriza mientras que solamente 700 millones fueron destinados a la recepción de migrantes, según datos de Amnistía Internacional.
Por otro lado, la insistencia de Merkel en la austeridad como solución a la anterior crisis económica de Europa debilitó fatalmente la capacidad de los estados que estaban en primera línea para responder al incremento en la cantidad de refugiados en un momento crucial. Incluso el momento de apertura expresado por aquel discurso de Merkel fue breve ya que Alemania pronto volvió a trabajar en la reconstrucción de la “fortaleza Europa”.
Nuevos controles
Hacia mediados de septiembre de 2015, Alemania desplegó controles temporales en su frontera con Austria y así comenzó un proceso que eventualmente terminaría por cerrar las rutas migratorias en el sudeste europeo. Pocos meses después, fue Merkel quien lideró la propuesta que en 2016 dejó atrapados a muchos refugiados en Turquía. Alemania no ha hecho nada para parar el giro autoritario de la UE que ha vuelto casi imposibles las operaciones de búsqueda y rescate en el Mediterráneo.
Y aunque Merkel no haya alterado radicalmente el curso de la crisis europea, sí cambió el tono del debate en un momento crucial que, aunque fugaz, fue importante. Sus efectos pueden verse en la recepción alemana para los 1,7 millones solicitantes de asilo entre 2015 y 2019.
A pesar de las duras predicciones de la derecha, la decisión fue un éxito indiscutible. Más de la mitad de los refugiados están trabajando y pagan impuestos, mientras que más del 80% de los niños refugiados dicen sentirse bienvenidos en Alemania y estar a gusto. La reacción xenófoba que articula el temor a la criminalidad y al terrorismo es real pero es algo que puede ser y está siendo cuestionado.
La comparación con el Gobierno británico, por ejemplo, resulta iluminadora: incluso cuando el Gobierno de Boris Johnson proclama su generosidad hacia una pequeña fracción de las personas que actualmente intentan huir de Afganistán (el plan oficial promete acoger a 20.000 personas en cinco años), esto se ve minimizado por otras posturas.
Por ejemplo, la promesa de “devolver” los barcos migrantes que crucen el Canal de la Mancha, una de las vías marítimas más transitadas del mundo. Esta medida puede llegar a tener consecuencias mortales si llega a aplicarse.
La respuesta a la llegada reciente de afganos, sostenida por un enorme esfuerzo voluntario, muestra la precariedad del sistema de asilo de Reino Unido: ¿por qué son los voluntarios y las entidades caritativas quienes tienen que dar asistencia esencial?
En última instancia, el legado de Merkel habla menos de las acciones de una mandataria que de lo que puede hacerse si una sociedad tiene la voluntad de ayudar a quienes lo necesitan. Es un esfuerzo colectivo. Pero los mitos y los símbolos que son la moneda de cambio para los políticos tienen la capacidad de potenciar esos esfuerzos, o de destruirlos.
En Reino Unido, el debate sobre el asilo suele estar dominado por una competencia para ver quién suena más duro: entre los políticos que avanzan entusiastas con programas de derecha dura, y los que se declaran progresistas pero adoptan posturas firmes porque creen que es lo que el público quiere.
Esto va más allá de las crueldades peculiares del Gobierno británico actual: es el producto de años de xenofobia alimentada por la prensa del ala derecha, que requerirá un enorme esfuerzo combatir.
Pero el caso de Merkel debería recordarnos, a pesar de la inconsistencia real de sus acciones, que siempre hay una alternativa.
Daniel Trilling es autor de Lights at a Distance: Exile and Refuge at the Borders of Europe y Bloody Nasty People: the Rise of Britain’s Far Right.
Traducción de Ignacio Rial-Schies