Cambiar Facebook, WhatsApp e Instagram por la vida real

Marcus Gilroy-Ware

Quedo con una amiga para tomar unas copas. Tan pronto como se levanta para ir al baño, tengo el reflejo de buscar mi teléfono móvil. Sin embargo, en vez de sacarlo y perder el tiempo durante los dos minutos que ella no está, lo silencio y me dedico a observar. He empezado a poner en práctica mi propósito para 2017.

En principio, los teléfonos móviles no parecen un objeto odioso. De media, los utilizamos durante unas tres horas diarias. Si los comparamos con los dispositivos que teníamos cinco años atrás, los actuales tienen una tecnología puntera y muchas utilidades. Nos podemos comunicar con los demás tan solo con emojis, pilotar un dron o navegar por Google mientras estamos en el baño. Probablemente nuestros antepasados se quedarían asombrados o aterrados, si vieran todo lo que podemos hacer con estos dispositivos.

Sin embargo, detrás de todo este universo de ventajas, el objeto que llevamos a todas partes esconde algunos elementos inquietantes. Se han publicado estudios con conclusiones preocupantes que constatan que este dispositivo genera adicción. Siete de cada diez estadounidenses utilizan su teléfono móvil mientras conducen. Uno de cada diez lo consulta mientras tiene relaciones sexuales. También ha dado lugar a un neologismo, el “phubbing”, que consiste en humillar a nuestro acompañante al prestar más atención a nuestro teléfono que a él.

Por todo ello, no podemos seguir afirmando que nuestros teléfonos son inofensivos. El hecho de que nuestro gobierno pueda hackearlos tampoco ayuda. Tampoco el hecho de saber que su proceso de fabricación vulnera los derechos humanos.

Todos estos posibles usos pueden resultar sorprendentes o extremos pero lo cierto es que son más frecuentes de lo que parece. Para entender la situación, es necesario analizarla en su conjunto y plantear las preguntas más relevantes. ¿Por qué permitimos que estos dispositivos nos generen tanta dependencia? ¿Qué tipo de vida tenemos que nos sentimos tan atraídos por este objeto y somos incapaces de prescindir de él?

Como ha señalado otro columnista de este periódico, George Monbiot, nos ha tocado vivir en una época que no nos llena ni nos hace felices. Son muchos los que han descrito el 2016 como un año particularmente difícil, ya sea por la sorprendente victoria del Brexit en el Reino Unido, el triunfo electoral de Donald Trump en Estados Unidos o la muerte de personajes públicos muy populares, como David Bowie, Prince, George Michael y Carrie Fisher.

Los acontecimientos más importantes del 2016 no son más que la punta de un iceberg (que se deshiela a pasos agigantados) en un mar de estrés emocional cotidiano que no hace más que empeorar con el paso de los años. Constantemente nos presionan para que superemos a los demás y tenemos unas expectativas poco realistas en torno a la riqueza que deberíamos acumular o lo atractivos que deberíamos ser. Esto, unido a un futuro incierto, el aburrimiento, el cada vez más elevado coste de vida y el aislamiento social, tiene unos efectos desastrosos, que en el caso del Reino Unido van acompañados de depresión y ansiedad.

Anualmente, una de cada cuatro personas en el Reino Unido tiene algún problema de salud mental. De hecho, la cifra es mucho más elevada, ya que muchas personas no están diagnosticadas. Lo cierto es que muchos de nosotros tenemos problemas similares, aunque no sean tan graves. Lidiamos con un vacío emocional que no ha sido catalogado y lo sentimos cuando no estamos ocupados y tenemos un momento para nosotros.

Es en este contexto en el que deberíamos analizar por qué los teléfonos móviles son perjudiciales. La siguiente vez que entre en un vagón de tren y el número de personas que están pendientes de sus teléfonos tenga dos cifras, recuerde que estos dispositivos son un instrumento de distracción. El filósofo y crítico alemán Walter Benjamin, que escribió que en las sociedades capitalistas la contemplación ha sido sustituida por la distracción, podría haber exclamado: '¡Lo ves! Ya lo dije'.

Sea porque los teléfonos móviles nos permiten estar permanentemente conectados a redes sociales como Facebook o Instagram, o mandar mensajes a través de WhatsApp o Snapchat, el caso es que hacen que podamos escapar del inmenso y doloroso vacío de la vida moderna.

Este hábito es una trampa de la que deberíamos escapar en 2017. Si bien es cierto que las redes sociales pueden ser divertidas y también lo es que mandar mensajes a nuestros amigos no tiene nada de malo, utilizar un teléfono móvil para llenar el vacío de nuestra existencia y no tener que pensar no es la solución a nuestros problemas. Los chats y las redes sociales no nos ayudarán a sentirnos mejor ni mejorarán nuestro futuro. Solo mejoran la vida de Mark Zuckerberg y de sus amigos, que son más ricos cada día que pasa. De hecho, las aplicaciones para telefonía móvil podrían hacernos sentir peor. Por ejemplo, seguir a desconocidos en Instagram tiene una relación más que demostrada con la depresión.

Al hacer estas afirmaciones corro el peligro de parecer un moralista, pero mi propósito es utilizar el tiempo que me roba mi teléfono móvil para reflexionar. Podemos utilizar cada segundo que no nos roba este dispositivo para actividades que tienen mucho más sentido. No es necesario que haga trabajo social o lea literatura clásica pero, al menos, disponga de tiempo para hacer lo que desee. Lo que haga con ese tiempo solo depende de usted.

Marcus Gilroy-Ware escribe sobre capitalismo, tecnología y sociedad. Enseña cultura digital en la Universidad de West of England, y es asesor sobre comunicación digital. 

Traducido por Emma Reverter