“Éramos muertos vivientes”: el regreso como hombre libre a la infame prisión militar siria de Sednaya
De todos los horrores que Mohammed Ammar Hamami recuerda de su estancia en la tristemente célebre prisión militar de Sednaya, el más vívido es el ruido metálico de las mesas de ejecución cuando los trabajadores de la cárcel las movían para ahorcar a los reos.
Una vez cada 40 días, aproximadamente, los guardias de la prisión retiraban las mesas de debajo de los pies de los condenados. Con la soga al cuello y las manos atadas a la espalda, morían en la horca. La mayoría de los cadáveres eran incinerados en el crematorio de Sednaya, una cárcel situada a unos 30 kilómetros al norte de Damasco y que se ha convertido en uno de los símbolos de las vulneraciones de derechos humanos del brutal régimen de Bashar al-Asad.
“Este es el ruido que solíamos oír”, cuenta el hombre de 31 años, mientras arrastra el borde de una de las mesas y deja que el sonido del metal contra metal resuene en la espaciosa estancia. “Cuando oíamos este ruido sabíamos que un preso había sido ejecutado... Imagínate estar sentado arriba y saber que están ejecutando a prisioneros abajo”, señala.
El 8 de diciembre, las fuerzas rebeldes se hicieron con el control de la cárcel y liberaron a los prisioneros. El dictador sirio Bashar al Asad y su familia abandonaron el país ante la rápida ofensiva de los rebeldes islamistas. Hamami fue liberado tras un infierno de cinco años. Recuerda que estaba en su celda sucia, oscura y sin muebles, junto con los otros 20 hombres, y oyó gritos en el pasillo antes de desplomarse de asombro cuando el rostro de su padre apareció en la pequeña ventana de la puerta de la celda.
Una semana después, el mecánico ha querido volver a la prisión militar de Sednaya con la intención de recuperar la ropa que se había dejado durante su caótica liberación, pero también para intentar comprender que las experiencias vividas en lo que él llama “la máquina de matar” fueron reales. Está muy delgado a causa de complicaciones derivadas de una diabetes que no fue tratada adecuadamente durante su estancia en la cárcel. Además, le faltan dientes debido a las palizas y aún tiene tres costillas rotas.
“Quería ver con otra perspectiva la vida que vivimos aquí”, explica Hamami: “Después de salir y respirar aire fresco, ahora noto la diferencia... Éramos muertos vivientes”. “Ha sido como volver a nacer. No tengo 31 años, tengo siete días”, afirma.
Hamami fue combatiente bajo la bandera del Ejército Sirio Libre, que organizó una oposición armada al régimen tras la brutal represión de las protestas prodemocráticas de la primavera árabe. Fue detenido en 2019 y condenado a muerte. Su empobrecida familia, del barrio de Guta, en Damasco, pagó 76.000 euros en sobornos a varias ramas del aparato de seguridad para conseguir que su condena se redujera a 20 años.
Está entre los más afortunados. Muchas familias siguen buscando cualquier rastro de los 100.000 desaparecidos que se calcula que hay en Siria, la mayoría de los cuales desaparecieron en la vasta red de centros de tortura y detención del régimen. Una semana después de que The Guardian presenciara el extraordinario momento en que se abrieron de par en par las puertas de Sednaya, los familiares seguían removiendo el suelo con la esperanza de encontrar celdas secretas y rebuscando entre libros de contabilidad y archivos esparcidos por oficinas destrozadas.
“Hasta hoy no nos han dejado entrar en la cárcel ni nos han dicho dónde está, y hemos tenido que pagar muchos sobornos. Cuando hace un mes consultamos, mediante otro soborno, nos dijeron que estaba aquí y que se encontraba bien”, explica una mujer que busca a su hijo y que dice llamarse Umm Ali. “Cuando las fuerzas rebeldes liberaron a los prisioneros de la cárcel, no pudimos encontrar a nuestros hijos. Aunque estén muertos, queremos tener a nuestros hijos... A cualquiera que acoja a estos criminales, lo queremos de vuelta aquí”, implora.
Después de la caída del brutal gobierno dinástico, el mundo conoce ahora el alcance de los crímenes que Bashar al Asad y su padre, Hafez, cometieron contra su propio pueblo: ataques químicos, bombas de barril, reclutamiento forzoso, ingeniería demográfica. A pesar de todas las atrocidades cometidas es difícil comprender la crueldad que soportaban los presos en la cárcel militar de Sednaya, el más temido de todos los centros de detención del régimen.
Cuando Hamami llegó al “ala roja” de la prisión en 2019, que albergaba a personas acusadas de delitos contra la seguridad, fue ubicado en la planta baja, en el peor bloque de celdas. Durante los primeros cuatro días no le permitieron comer; durante los cuatro siguientes, no le dieron ni agua.
El olor de las húmedas e inmundas celdas de un metro cuadrado, que a veces albergaban a dos hombres a la vez, es insoportable. Un mono naranja utilizado para las ejecuciones yace en el suelo. De una tubería con fugas gotea agua marrón. La temperatura en el interior de la cárcel durante la visita de The Guardian es de 8 grados.
Hamami fue devuelto al bloque varias veces durante su encarcelamiento, a veces por delitos como hacer un tasbih, una sarta de cuentas de oración, con huesos de dátil.
“Nunca había visto este lugar con luz. Lo conocía por el tacto”, explica Hamami, explorando con la luz de su teléfono. En una celda se puede leer un nombre escrito en la pared, junto con una fecha. “Es un amigo mío de Alepo”, cuenta: “No sabía qué le había pasado... parece ser que lo ejecutaron”.
Al cabo de ocho días, Hamami fue llevado a la planta de arriba, desnudo. Le ordenaron que se pusiera de cara a la pared antes de que una docena de guardias le azotaran la espalda unas 100 veces, según sus cálculos. Las paredes de la zona de recepción están cubiertas de marcas negras, que según Hamami eran de látigos y cinturones.
La celda cuatro, al final del pasillo, se convirtió en su hogar durante los siguientes cinco años: una habitación de cinco por cinco, sin luz, sin muebles y con un rudimentario aseo, compartida con otros 20 hombres. Algunos habían luchado en la guerra, como él; unos pocos eran alauitas, secta que tradicionalmente apoyaba al Gobierno.
Cuando Hamami vuelve a la cárcel para visitarla como un hombre libre, en el suelo de la celda cuatro todavía hay mantas y ropa húmedas. Su antiguo sitio estaba en la esquina izquierda más cercana a la puerta. Hamami coge dos sudaderas rojas para llevárselas a casa. Busca sin éxito un costurero casero que había escondido en el interior de una manta.
Gracias a las extorsiones que la familia de Hamami pagaba cada pocos meses para reducir su condena, sus padres, su esposa y sus dos hijos podían visitarlo, separados unos metros por jaulas metálicas en la sala de visitas. Explica que le llevaban medicinas, comida y ropa, aunque los guardias se servían primero de todo lo que entraba por las puertas de la prisión. Reconoce que adaptarse a una nueva vida fuera de la cárcel le ha resultado difícil. En un primer momento no reconoció a sus hijos, que le esperaban en el recinto penitenciario.
“Mis hijos corrieron hacia mí, abrí los brazos y luego los cerré”, recuerda. Aturdido por los acontecimientos de la mañana, al principio ni siquiera estaba seguro de que fueran reales.
Una nueva Siria, liberada de más de 50 años de una dictadura dinástica y 13 de guerra civil, sigue siendo una perspectiva abrumadora. Los enfrentamientos de esta semana en la provincia costera de Tartús entre Hayat Tahrir al-Sham, el grupo islamista que ahora controla el país, y los restos del régimen de Bashar al Asad, podrían ser una señal de tiempos aún más peligrosos en el futuro.
“Los presos solíamos charlar y decir: 'Aunque nos liberaran, mientras el régimen siguiera en el poder, seguiríamos viviendo aterrorizados'. Lo primero que pensaba si salía era en llevarme a mi familia y abandonar el país”, explica Hamami: “Pero ahora, el país es nuestro, lo reconstruiremos, y empezaremos una nueva vida”.
Traducción de Emma Reverter
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