El choque de dos insurrecciones distintas está sacudiendo Occidente. Los progresistas de ambos lados del Atlántico se sitúan al margen; incapaces de procesar lo que están viviendo. La toma de posesión de Donald Trump fue la muestra más evidente de esta situación. De los dos movimientos de insurrección mencionados, uno ha sido analizado hasta la saciedad. Se ha prestado mucha atención a Donald Trump, Nigel Farage y Marine Le Pen, entre otros políticos, ya que parecen pertenecer a un movimiento de “Internacional Nacionalismo” y han conseguido convencer a las masas de que para ellos las naciones-Estado, las fronteras, los ciudadanos y las comunidades son una prioridad.
Sin embargo, otra insurgencia, que de hecho es la que ha provocado el auge del Internacional Nacionalismo, ha permanecido en la sombra: el levantamiento de la casta de tecnócratas del mundo cuyo objetivo final es conservar el poder a toda costa. El “Proyecto Miedo” en el Reino Unido, la troika en la Europa continental y la nefasta alianza entre los banqueros de Wall Street, los empresarios de Silicon Valley y las agencias de inteligencia de los Estados Unidos son la máxima expresión de este movimiento.
La era de neoliberalismo terminó en el otoño de 2008, destruida por una hoguera de ilusiones de financialización. La admiración por los mercados sin restricciones auspiciada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan a finales de la década de los setenta del siglo pasado no fue más que una tapadera ideológica para que el sector financiero pudiera desviar los flujos de capitales y construir las bases de una nueva fase de la globalización en la que las carencias de Estados Unidos alimentaron las fábricas del mundo (cuyos beneficios terminaron en Wall Street, dando lugar a un circuito cerrado perfecto).
Al mismo tiempo, miles de millones de personas del “tercer mundo” salieron de la pobreza mientras que cientos de millones de trabajadores en Occidente vieron cómo poco a poco eran marginados, sus contratos de trabajo eran cada vez más precarios y se veían obligadas a llenarse de deudas (fondos de pensiones, hipotecas...). Cuando este circuito cerrado insostenible tocó fondo, la ilusión creada por el neoliberalismo se hizo cenizas y la clase trabajadora de Occidente pasó a ser demasiado cara y a estar demasiado endeudada como para interesar a una casta mundial presa de pánico.
El neoliberalismo de Thatcher y Reagan quería convencernos de que privatizar todo lo que fuera susceptible de ser privatizado daría lugar a una sociedad justa, eficiente y a salvo de intereses ocultos o decretos.
Obviamente, con este razonamiento querían evitar que saliera a la luz pública lo que realmente estaba pasando: se estaban construyendo burocracias supra-estatales de enormes proporciones y que no rendían cuenta a nadie (la Organización Mundial del Comercio, Nafta, el Banco Central Europeo), empresas gigantescas y un sector financiero mundial que se dirigía al abismo.
Conservar, no convencer
Tras la crisis financiera de 2008, pasó algo asombroso. Por primera vez en la era moderna, la élite ni se molestó en intentar convencer a las masas de que su modo de hacer las cosas era el mejor para la sociedad. Abrumada por el derrumbe de las pirámides financieras y el inevitable aumento de una deuda insostenible, una eurozona en avanzado estado de desintegración y una China cada vez más dependiente de un auge crediticio imposible, los funcionarios de esta nueva casta decidieron que ya no querían convencer ni disimular; había llegado la hora de centrar los esfuerzos en conservar lo conseguido.
En el Reino Unido, más de un millón de solicitantes de ayudas públicas podrían tener que hacer frente a sanciones. En la Eurozona, la troika ha intentado por todos los medios reducir las pensiones de los más pobres entre los pobres. En Estados Unidos, tanto el Partido Demócrata como el Republicano prometieron recortar gastos en la seguridad social.
En un contexto de deflación como el actual, ninguna de estas políticas permite que el capitalismo se estabilice en un país o en el mundo. Entonces ¿por qué las han defendido? Lo hacían para lograr la aprobación de una élite que no solo ha perdido el rumbo sino que ya no ambiciona defender su legitimidad.
Cuando el Reino Unido obligó a los solicitantes de prestaciones a declarar por escrito que “mis únicos límites son los que me autoimpongo”, o cuando la troika obligó a los gobiernos de Grecia e Irlanda a escribir cartas en las que solicitaban préstamos usureros del Banco Central Europeo que beneficiaban a los banqueros de Frankfurt en detrimento de la población de estos países, el objetivo final era una humillación pública y premeditada que les permitiera mantener el poder. En Estados Unidos, la casta no dudó en señalar con el dedo a las víctimas de créditos usureros y de un sistema sanitario que no funciona.
El movimiento de insurrección populista de Donald Trump y de sus aliados europeos no es más que una reacción en contra de estas castas. Han demostrado que se puede ir en contra de la élite y ganar. Lamentablemente, su victoria pírrica terminará perjudicando a los que los votaron. La respuesta al neoliberalismo de Waterloo no puede ser el regreso a una nación-estado o la defensa de “nuestros conciudadanos” en detrimento de “los otros”, de los que nos protegemos con muros y vallas electrificadas.
Un nuevo discurso
La única solución es avanzar hacia un Internacional Progresismo que funcione en ambos lados del Atlántico. Para que esto suceda necesitaremos más que una mera declaración de intenciones.
Para recuperar el poder, debemos crear un nuevo discurso que sea capaz de infundir esperanza en Europa y en Estados Unidos, y que transmita que se pueden volver a crear puestos de trabajo con salarios dignos, viviendas sociales, asistencia sanitaria y acceso a una buena educación.
Debemos impulsar un tercer movimiento de insurrección que promueva un nuevo contrato social que responda a las necesidades de los estadounidenses y de los europeos. Solo así miles de millones de personas en Occidente podrán recuperar el control sobre sus vidas y su comunidad.
Traducción de Emma Reverter