A 8.000 kilómetros de las costas del sur de Francia, se puede ver un pequeño letrero en una playa de Mississippi. Bajo el título “chapuzones por los derechos civiles” hay una descripción dulcificada de episodios de violencia sobre la arena. “El 24 de abril de 1960, varios ciudadanos, tanto blancos como negros, fueron heridos y arrestados, incluido el líder de las protestas, Gilbert Mason”, se puede leer.
Fue el enfrentamiento por asuntos raciales más violento en la historia de Mississippi, una protesta para acabar con la segregación en las playas de Biloxi. Pero salvo por el pequeño letrero, ahora está casi olvidada. Los pocos supervivientes sintieron una ráfaga de comprensión hace poco, cuando supieron de la ofensiva de Francia contra las mujeres musulmanas que llevan ropa recatada en sus playas.
“He oído algo sobre eso”, dice Gwendolyn Mason, de 75 años, que era una adolescente en el momento de las protestas de Biloxi. Chasquea la lengua y opina: “Esas mujeres francesas tienen derecho a estar ahí como cualquier otra persona. La playa es un derecho humano. Es un lugar humano”. Pero la batalla en Francia no ha hecho más que empezar, reflexiona.
“En la playa, miramos hacia fuera y hacia dentro”
El enfrentamiento en la costa francesa llega después de décadas de tensiones culturales. Estalló la semana pasada, cuando varios policías armados intentaron hacer cumplir una prohibición local del llamado burkini obligando a una mujer musulmana en Niza a quitarse la ropa mientras otros bañistas observaban.
Decenas de ciudades a lo largo de la costa han prohibido el burkini, que es similar a un traje de neopreno con una larga túnica y la cabeza cubierta, diseñado por una mujer musulmana australiana. La prenda se había mantenido relativamente sin polémicas, hasta las recientes disputas en Francia.
Este viernes, el tribunal administrativo de mayor rango de Francia anuló la prohibición en uno de los municipios. Pero los principales políticos del país han prometido restablecerla, incluso si para eso hiciera falta modificar la Constitución.
Las playas, en Francia o en Mississippi, ponen a la gente al borde de la existencia humana. Ahí ves el inmenso e inhabitable mar, que convierte a las especies en pequeñas y temporales. No hay ningún espacio más allá hacia el que correr, y por eso, en todos los continentes, la gente se congrega en la costa y contempla el horizonte.
“Es como la cima de una montaña, de alguna manera”, explica el profesor James Patterson Smith, que investiga la costa en la Universidad de Mississippi Sur. “Es un lugar que aporta perspectiva”.
También hay vulnerabilidad en llevar ropa que parezca fuera de lugar en un restaurante, una biblioteca o una iglesia. La historia de la ropa de baño muestra que es algo variable, en función de dónde entre el bañista al agua y en qué época.
En la Sicilia del siglo IV, las mujeres llevaban bikinis, según los mosaicos antiguos. En el siglo XIX, las mujeres occidentales llevaban “trajes de natación” de tela que les llegaban a los tobillos y se hinchaban de aire cuando entraban al agua, así que se movían sobre las olas como zepelines impulsados por la corriente, ocultando toda su feminidad.
Los trajes de baño alcanzaron probablemente la máxima exposición de piel en los años 80, cuando el diseñador austriaco-estadounidense Rudi Gernreich creó el “monokini”, sin parte de arriba, y el incluso menor “pubikini”. Diseñó estas prendas como reacción contra las expectativas de Occidente de que las mujeres se cubrieran. Respondió con la idea de que deberían ser libres de elegir.
Su manifiesto de 1985 aún subvierte la norma en Francia: “No podía evitar sentir la hipocresía implícita que hace que algo sea inmoral en una cultura y perfectamente aceptable en otra”.
Todo este vestir y desvestir, según Smith, lleva a los bañistas a sentirse estimulados y perturbados. “Sexualiza la playa”, analiza. “Y eso nos ha vuelto muy sensibles a 'lo otro”. En la playa, explica, miramos tanto hacia fuera como hacia dentro.
“Qué cuerpos se pueden esclavizar”
En el sur de Estados Unidos, las personas de piel oscura en la playa representaban el caos racial, en el que los negros podían diluir un orden social basado en el color. “La entonces era qué cuerpos se podían esclavizar”, apunta Smith. “Así que una persona de origen mestizo amenazaba todo ese sistema”.
Hay grandes diferencias entre la Francia moderna y el Mississippi de mediados de siglo. Pero también hay algo en común: una crisis de identidad. Y por eso en Mississippi murió gente.
Gwendolyn Mason recuerda los días en Biloxi en los que su vecino las llevaba a ella y a sus amigas a la playa. Eran pequeñas. “Era un hombre negro, pero parecía blanco”, cuenta.
En la playa, colocaba una silla y leía el periódico mientras vigilaba a las niñas. Cuando los coches pasaban por la playa, los conductores apretaban el claxon, a todo volumen. El vecino decía con calma: “No os preocupéis por eso. Solo mirad adelante y jugad”.
De adolescente, Gwendolyn veía a un joven médico, Gilbert Mason –con quien luego se casaría– liderar una serie de protestas en las playas segregadas de Biloxi. Era un hombre instruido, un visionario y amigo íntimo del que pronto sería martirizado Medgar Evers. Solo algunos años después, Martin Luther King y otros líderes del activismo por los derechos civiles se manifestaron en Alabama.
La primera protesta en la arena solo atrajo a unos cuantos asistentes. La Policía los empujó por la playa, hacia la estrecha franja para personas negras. Los agentes les decían que los otros 42 kilómetros eran “solo para la gente”. En el segundo, Gilbert fue solo. Esta vez, la Policía lo detuvo.
Gilbert tenía prestigio por ser el único médico negro de Biloxi, que trabajaba desde casa. Sacaba muelas, atendía partos y practicaba operaciones en la comunidad negra. Así que, cuando la Policía lo detuvo, sus amigos entraron en acción.
El 24 de abril de 1960, 125 personas negras caminaron hacia la arena blanca y se pusieron a jugar, a tomar el sol y a contemplar –como todos los humanos– la inmensidad del mar.
No tardaron mucho en aparecer vigilantes con porras, cadenas y palancas metálicas. La Policía se quedó a un lado y observaba mientras el grupo atacaba y golpeaba a los manifestantes, dejándolos sangrando y destrozados. El tumulto siguió durante el fin de semana y dos personas negras murieron cuando la multitud blanca se adentró en los barrios negros.
Finalmente, en 1968, las personas negras obtuvieron el derecho a visitar las playas públicas.
A Gilbert Mason también le dieron el derecho a practicar medicina en el hospital local, después de 15 años.
Pero hicieron falta todos esos años para que la gente aceptara el cambio, lamenta su viuda. “Hay que seguir luchando. Y seguir luchando. Y seguir luchando”, anima.
Una joven negra llamada Erin Brewer visita la playa de Biloxi en el lugar de las protestas. No había oído antes hablar de eso. Camina hasta el letrero histórico, con su breve resumen, y lo lee. Después lo vuelve a leer. Y una vez más. “Es un sentimiento extraño. Me siento agradecida”, expresa.
Había oído algo del tema de las mujeres musulmanas francesas y su ropa. Sujeta su propia falda larga, que ondea con la brisa. “Soy cristiana”, declara, “pero deberían dejar a la gente creer en lo que crean. ¿Cómo puedes cambiar las creencias de una persona obligándola a quitarse la ropa? Es imposible”.
Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo