Italia es el destino turístico por antonomasia, un museo al aire libre para peregrinos, habituales del Grand Tour, amantes de la gastronomía, perezosos de playa y cazadores de iglesias. El país -el quinto más visitado del mundo, con casi 47 millones de turistas que generan unos 32.000 millones de euros al año- es diligente a la hora de promocionar el turismo. Se necesita ser valiente para cerrar un grifo como este. Pero en algunas zonas desbordadas del país está ocurriendo.
Las autoridades italianas han declarado esta semana que van a limitar el número de visitantes al Cinque Terre, un territorio compuesto por cinco pueblos de pescadores en Liguria. La cantidad de turistas va a ser reducida a un millón y medio (un millón menos que el pasado año) porque estas diminutas localidades son incapaces de asumir la afluencia. El anuncio llega después de que el año pasado se prohibiera a un enorme crucero acceder a la Laguna de Venecia.
Este movimiento va contra la tendencia habitual, ya que la mayoría de destinos turísticos persigue conseguir todos los visitantes que les sea posible. Y esto convierte al turismo en agente de un pacto con el diablo: cuantos más visitantes atraes, más dinero produces, pero pierdes el toque inocente, tradicional, auténtico y virgen que alimenta la imaginación del turista.
Siempre se ha defendido que el turismo “abre la mente”. Creemos que relacionarnos con comunidades exóticas en lugares poco comunes nos desproveerá de cualquier resquicio provinciano. Pero en una época de turismo en masa, la interacción con esas comunidades y lugares ha perdido su razón de ser. Nuestro intercambio se ha convertido en un acto meramente comercial.
Recuerdo cómo hace años pedía indicaciones en un viaje organizado por Jamaica. Un señor me señaló la dirección correcta y, justo cuando pensaba que habíamos roto algún tipo de barrera cultural o racial, me pidió un dólar en un gesto ligeramente amenazador. El turismo se ha convertido en el equivalente al sexo de una noche, con cada una de las partes cogiendo lo que quieren: los turistas consiguen su selfie frente a algún edificio emblemático y los locales vacían los bolsillos de los extranjeros todo lo que puedan.
El espectador, por supuesto, siempre causa un efecto en lo que observa, y nuestros viajes pueden destrozar los sitios a los que vamos. La atracción turística más cercana a donde vivo es Gastonbury Tor en Somerset. Una encantadora y pequeña colina con vistas que se extienden sobre el condado más hermoso de Inglaterra. Sin embargo, tanta gente caminaba por ella que ahora el camino es de hormigón y un cartel colgado de la valla nos advierte que no podemos desviarnos. No es exactamente un paseo por la naturaleza.
Es por eso que muchos destinos turísticos se muestran displicentes con aquellos que los visitan. Cada país tiene un término parecido al grockle del West Country (el suroeste inglés) o el guiri español para referirse con desprecio a esos fastidiosos y torpes turistas. El ejemplo reciente más sangrante lo protagoniza la enrevesada historia de la pareja que fue a las Maldivas para renovar sus votos matrimoniales. El hotel les cobró 1.050 euros por una ceremonia oficiada por el personal del hotel en la que les insultaban con maldad en dhivehi, el idioma local. Esta terrible historia simboliza un extraño mundo de occidentales anhelando tierras paradisíacas y virginales; y locales que les estafan y desprecian.
Algunos países se han enfrentado al dilema con la innovación. Bhutan no limita su número de turistas, pero les fuerza por medio de viajes organizados a gastarse 220 euros por una noche en temporada alta (180 como mínimo), que aparentemente van destinados a la educación, sanidad y demás. Otros lugares, como Venecia, tienen enormes diferencias en los precios de las atracciones turísticas dependiendo de si eres residente o no. Pero estas medidas solo sirven para destacar que las relaciones contigo son, ante todo, comerciales. Otros destinos (como Costa Rica o las Galápagos) animan a los turistas a contribuir como filántropos ecológicos o testigos de las sostenibilidad. Pero el ecoturismo es una descarada contradicción en sí mismo.
Una parte del problema reside en que nuestro escapismo a menudo subraya la inmensa desigualdad de nuestro planeta. Es totalmente comprensible (en especial si eres del norte de Europa) que persigas el sol y las playas de arena. Pero después tenemos que ver esas desgarradoras imágenes de refugiados ahogándose en las orillas de Lampedusa mientras los europeos se ponen crema solar. Nosotros representamos a esos europeos privilegiados, tanto si aparecemos en la foto como si no.
Vamos a continuar viajando como locos porque somos nómadas por instinto. La curiosidad es una buena virtud, y abre tanto las mentes y el corazón como la cartera. Nadie quiere que se acabe. Si la industria turística desapareciese mañana, la economía sufriría las consecuencias a escala global. No en vano, el turismo representa casi la tercera parte del sector servicios del mundo.
Pero quizá deberíamos observar el asunto desde la otra perspectiva. Si queremos tener el derecho a ir a cualquier parte, debemos permitir que otras personas cuenten con ese derecho también. No puede ser que solo permitamos a los ricos viajar, comprar propiedades y echar raíces. Si invertimos nuestro dinero en sus países, nuestro deber es permitir a su vez que los extranjeros se ganen la vida en el nuestro. Porque hasta que no haya un sentimiento de igualdad hacia este movimiento humano alrededor del globo, hasta que el turismo no imprima una sensación de convivencia con otras culturas, continuará siendo como el sexo de una noche.
Traducción de Mónica Zas