Sentid pena por el pobre multimillonario, pues hoy está sintiendo algo nuevo e inquietante: miedo. El orden mundial al que se aferraba se está viniendo abajo más rápido que el valor de la libra esterlina. Teme que sobrevenga el caos. Recordad esto cuando esta semana veáis a los plutócratas reunirse en una esfera muy por encima de la nuestra, en un complejo de esquí en Davos: están aterrorizados.
Al margen de los típicos clichés que mencionen frente a las cámaras de televisión, lo que los preocupa es el lío de abajo. Basta con leer el nuevo informe de los organizadores de la cumbre, en el que se preguntan entre lamentaciones si “el mundo camina sonámbulo hacia una crisis”. En una encuesta complementaria, nueve de cada diez empresarios aseguran que temen una guerra comercial u otro tipo de “confrontación económica entre potencias”. La muestra está compuesta por mil directivos y agentes masculinos; el mundo de las finanzas, igual que el de la riqueza, sigue asociándose a ellos.
La mayoría de ellos confiesa sentir ansiedad por “la agenda de los populismos y los nacionalismos” y por la “furia de la gente contra las élites”. Cuando tienen que identificar la causa de este terremoto político, mencionan dos placas tectónicas en movimiento: el cambio climático y “una creciente polarización en las sociedades”.
Esta falsa inocencia y esta forma descarada de echarle la culpa al de al lado se asemeja a los pirómanos que se escandalizan de las llamas que ellos mismos provocan. Puede que el populismo, cualquiera sea su color, sea la antítesis de la clase multimillonaria, pero ellos ayudaron a crearlo. Durante décadas, nos hicieron sufrir inseguridades al resto y nos decían que era por nuestro propio bien. Amañaron el sistema económico para obtener beneficios y que a los demás nos ahogase. Han financiado a la clase política para que se los ponga todo aún más fácil.
Sea con gorras rojas de Make America Great Again (el lema de la campaña de Donald Trump) o con chalecos amarillos, este contragolpe es más feo y más violento que cualquier cosa que se pueda llegar a ver en los nevados Alpes. No obstante, los derrochadores que se reúnen allí pueden atribuirse el haber sido productores ejecutivos de toda esta podredumbre. Es una pena que los beneficios vayan a ser tan escasos.
El abismo económico no surgió de un día para el otro
El informe de Oxfam de esta semana es el más reciente en poner en cifras esta acumulación de capital y poder. En un solo minibus cabe el equivalente a la riqueza de la mitad de la población del planeta: es la que reúnen los 26 peces gordos que participan en Davos, cuya fortuna aumenta cada día en 2.200 millones de euros. Esta polarización económica es mucho más obscena que cualquier cosa que pueda detestar un hombre de Davos, y es la raíz de la grieta política y social que hace que ahora el mundo sea tan inestable.
Ninguna fuerza natural generó esta profunda injusticia. El abismo entre los súper ricos y el resto de nosotros no se abrió de la noche a la mañana: han sido décadas de trabajo y todo se hizo deliberadamente. El Reino Unido ha estado en primera línea en la guerra desencadenante de tal desigualdad: en sus primeros dos mandatos como primera ministra, Margaret Thatcher redujo a menos de la mitad la cantidad de impuestos a la renta que pagaban los millonarios. Destruyó a los sindicatos. A lo largo de sus 16 años en el poder, Thatcher y John Major vendieron más bienes públicos que Francia, Italia, España, Alemania, Australia y Canadá juntos.
Ah, pero los hombres de Davos dicen que esto es agua pasada, y que no fue tan así. Puede que Thatcher ya no esté, pero su ideología sigue llevándose dinero de cada remuneración. Si hoy los trabajadores recibieran la misma proporción de la renta nacional que en los años 70, estaríamos mucho mejor. Según cálculos del colectivo de investigadores de Economía Fundacional, un empleado de jornada completa con un salario medio de casi 34.000 euros al año, vería aumentar ese sueldo en 6.275 euros.
Mientras tanto, los jefes del FTSE reciben beneficios que se disparan por las nubes, precisamente porque los esquemas de sus primas les permiten ir comprando partes de las grandes empresas que manejan. Así, Jeff Fairburn, de la empresa constructora Persimmon, se llevó 54 millones de euros cuando lo echaron en 2018, lo que equivale a 1.000 euros por cada euro ganado por un empleado promedio de la empresa.
Y el resto de Occidente siguió por el camino que marcaron las tropas del shock de Thatcher. Líderes de todo el espectro político les dieron a los ricos lo que pedían. No importaba si habías votado por Tony Blair o por David Cameron, Bill Clinton o por George W Bush, de cualquier forma ganaba el hombre de Davos. Recortaron los impuestos de las empresas privadas y negociaron acuerdos comerciales en secreto para darles a las grandes corporaciones todo aquello que podrían soñar.
Por fin, casi una década después del colapso bancario, al régimen se la está acabando la carretera. Y de ahí surge la furia popular, tan feroz que las élites política y financiera no pueden comprenderla ni controlarla. No se me ocurre mejor metáfora para el desbarajuste actual que generó el grupo de Davos que el hecho de que Emmanuel Macron – que representa el ideal platónico de la élite, con sus ojos brillantes, su pasado como banquero de inversiones y su partido recién nacido- no pueda unirse al jolgorio de esta semana porque se tiene que quedar en su país a lidiar con los chalecos amarillos. Qué lata cuando los trabajadores pobres te arruinan tus planes de vacaciones.
Con esto no quiero decir que a ese 1% que se recluye en su centro de esquí, protegidos del resto del mundo por barricadas y francotiradores, no le importe la pobreza mundial. Hace un par de años en Davos, el diario The New York Times informó que entre las atracciones de la cumbre había “un simulador de la experiencia de un refugiado, donde los participantes tenían que gatear en cuatro patas y fingir que huían de un ejército que avanzaba hacia ellos”. El artículo remarcaba que “es una de los eventos más populares”.
Sí que les importan los problemas de los demás, siempre que puedan definirlos y nunca reconozcan que ellos son gran parte del problema. Y sí lo son. Si quieren que siga existiendo el capitalismo, los ricos van a tener que sacrificar parte de sus beneficios y ceder un poco. Pero esto no lo ven. El año pasado, al darle la bienvenida a Donald Trump, Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico Mundial, elogió la reducción de impuestos a los ricos que había llevado a cabo el presidente de la intolerancia, y dijo: “Sé que su potente liderazgo se presta a ideas equivocadas e interpretaciones tendenciosas”. Los súper ricos no odian a todos los populistas; solo a aquellos que se niegan a hacerlos más ricos.
Cuando cortó el lazo de este nuevo orden económico, allá por los años 80, Ronald Reagan afirmó que las nueve palabras más aterradoras que existen son “Soy del gobierno y he venido aquí para ayudaros”. Quizás fue una broma, pero la intención era verdadera. Las últimas tres décadas hemos visto a las élites políticas y económicas derribar nuestros andamios sociales: derechos, impuestos e instituciones. Durante un tiempo les fue beneficioso, pero ahora la amenaza ha llegado a su propia puerta, y aún así le cierran el paso a las alternativas razonables de subirles los impuestos a los ricos, darles más poder a los trabajadores o que las empresas no funcionen solamente para enriquecer a sus dueños.
Las soluciones a esta crisis no les van a caer del cielo a las masas agradecidas: ellos confían en que el poder lo consigamos nosotros mismos. Tres décadas después de Reagan, las nueve palabras más rídiculas que existen son: “Soy de la élite y estoy aquí para ayudaros”.