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Lo peor no es el terrorismo, sino nuestra reacción a él

Pensemos como el enemigo. Supongamos que soy un terrorista del Estado Islámico. No me encargo de las bombas y las balas, dejo el trabajo sucio para los locos de base. Mi trabajo es lo que pasa después. Es convertir la matanza en consecuencias, los cadáveres en política. Soy terrorista ejecutivo. Llevo traje, no explosivos. Un vestíbulo manchado de sangre es un medio para un fin. El fin es el poder.

Esta semana he tenido otro éxito. He convertido un miserable acto psicopatológico en una acción que evoca a la guerra, aterroriza a la población e influye en la política. He llevado a un continente al shock. Políticos famosos han dejado todo a un lado para rociarme con clichés. Personas con corona me han inundado de odio glorioso.

Mido mi éxito en páginas de periódico y horas de televisión, en subidas de presupuestos de seguridad, recortes de libertades, reformas legales y –mi objetivo final– musulmanes perseguidos y reclutados para nuestra causa. No trafico con acciones, sino con reacciones. Soy un manipulador de la política. Trabajo con las estupideces de mis supuestos enemigos.

Los libros sobre terrorismo definen sus efectos en cuatro fases: primero el horror, después la difusión, luego los grandes discursos políticos y, por último, el cambio político culminante. El acto inicial es banal. Las atrocidades de Bruselas se ven casi a diario en las calles de Bagdad, Alepo y Damasco. Los misiles occidentales y las bombas del ISIS matan a más inocentes en una semana de los que mueren en Europa en un año. La diferencia es la respuesta de los medios. Un musulmán muerto es un perro con mala suerte en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Un europeo muerto es una noticia de portada.

Este martes, los informativos de televisión se comportaron como sargentos de reclutamiento del ISIS. Su exageración no tenía límites, y la de la mayoría de periódicos tampoco en este caso. La BBC envió al presentador Huw Edwards a Bruselas. Mostró el horror de forma continua durante 24 horas, apoyándose en las palabras “pánico”, “amenaza” y “terror”. Los testimonios de la gente se regodeaban en sangre y tripas. Un reportero se montó en las escaleras mecánicas del metro de Londres para mostrar posibles objetivos futuros, para asustar a la gente que salía de los trenes. Era el sueño de cualquier terrorista.

Sobre esa base, los políticos entraron en escena. El presidente francés, Hollande, declaró que “toda Europa ha sido golpeada”, amplificando el crimen del ISIS. Su popularidad aumentó de inmediato.

David Cameron se sumergió en su búnker Cobra y anunció que Reino Unido “afronta una amenaza terrorista muy real”. Ahora un atentado es “altamente probable”, según los servicios de seguridad. Las banderas ondean a media asta. La torre Eiffel está adornada con los colores belgas. El presidente Obama interrumpe su visita a Cuba para manifestar su “solidaridad con Bélgica”. Donald Trump dice que “Bélgica y Francia se están desintegrando literalmente”. Es difícil imaginar qué podría promocionar la causa del ISIS con mayor efectividad.

Osama bin Laden pretendía con el 11-S mostrar los países occidentales como inútiles y paranoicos, y su liberalismo como una farsa superficial fácil de romper. Con unas cuantas explosiones, sus pretensiones se caen y se vuelven tan represivos como cualquier Estado musulmán.

El martes por la noche, esta histeria estaba ya en su máximo esplendor cuando llegó el lobby de la seguridad. El snoopers' charter (decreto espía, apodo que recibe la legislación propuesta por el Gobierno británico para obligar a las empresas de telecomunicaciones a almacenar cierta información de sus usuarios durante un año) fue elogiado como algo vital para la seguridad nacional, a pesar de la oposición que recibe continuamente tanto en el Parlamento como por parte de los expertos en inteligencia.

Este mes, el exdirector técnico de la NSA Bill Binney se burló en The Times del poder “increíblemente intrusivo” de interceptación sin objetivos concretos que otorgaría esa normativa. El historial de navegación de cada ciudadano estará pronto en manos del Gobierno, vulnerable de ser hackeado por cualquier comerciante o extorsionador.

Bajo la estrategia Prevent del Gobierno, las universidades y escuelas deben desarrollar programas para contrarrestar “el extremismo no violento, que puede crear una atmósfera conducente al terrorismo”. La burocracia será impresionante. Se está diciendo que los colegios de educación primaria están pidiendo a los niños que se espíen unos a otros en busca de “comportamientos sospechosos”. Lo mismo deben hacer los pasajeros de los trenes Virgin, como se les pide después de cada estación. Inglaterra se está volviendo la antigua Alemania del Este.

El bando del Brexit, en la persona del líder del UKIP, Nigel Farage, defiende que Bruselas demuestra la necesidad de abandonar Europa. La ministra del Interior, Theresa May, dice lo contrario: que los terroristas se desplazarían con libertad porque se tardaría 143 días en procesar muestras de ADN de terroristas, mientras que en la UE son 15 minutos.

Reaccionar a los actos terroristas de otra manera, de una forma que no beneficie al terrorismo, puede parecer difícil. Un medio libre siente el deber de informar sobre los hechos, del mismo modo que los políticos sienten el deber de demostrar que pueden proteger a la sociedad. Que sea difícil mantener el control no es excusa para promover activamente el terror. Todos los implicados en la reacción de esta semana, de los periodistas a los políticos pasando por los lobistas de la seguridad, tienen intereses en el terrorismo. Se puede hacer dinero, mucho dinero: cuanto más terrorífico se presente, más dinero se hace.

Podemos responder a los hechos de Bruselas con solidaridad tranquila y solemne, con velas y silencios. Minimizar algo no es ignorarlo. Los terroristas tienen objetivos específicos: utilizar sus atrocidades por una causa política. No hay ninguna defensa sensata en una sociedad libre contra la atrocidad. Pero sí hay una defensa contra sus objetivos: evitar la histeria, mostrar precaución y algo de valentía, no la caída de Cameron en el pánico público. No se trata de cambiar leyes, ni de invadir libertades, ni de perseguir musulmanes.

Durante las campañas más peligrosas y constantes de bombardeos del IRA en los años 70 y 80, los gobiernos laboristas y conservadores insistieron en tratar el terrorismo como algo criminal, no político. Confiaron en la Policía y en los servicios de seguridad para proteger frente a una amenaza que nunca podría ser eliminada, solo disminuida. En general funcionó, y sin daños excesivos a las libertades civiles.

Quienes viven en libertad saben que esta tiene un precio, que es un cierto grado de riesgo. Pagamos al Estado para que nos proteja, pero con serenidad, sin fanfarronerías ni espectáculos constantes. Sabemos que, en realidad, la vida en Reino Unido nunca ha sido más segura. Que algunos hagan como si ocurriera lo contrario no cambia ese hecho.

En su admirable manual Terrorism: How to Respond (Terrorismo: cómo responder), el investigador de Belfast Richard English no define la amenaza a la democracia como el “peligro limitado” de muerte y destrucción, sino como el peligro de “provocar respuestas del Estado imprudentes, extravagantes y contraproducentes”.

La amenaza de Bruselas no radica en el terror, sino en la reacción al terror. Es la reacción lo que deberíamos temer. Pero la libertad nunca sale de un búnker Cobra.

Traducido por: Jaime Sevilla