Hace cinco años, se produjo en Túnez la primera de varias victorias de la Primavera Árabe. Las manifestaciones populares y en general no violentas habían comenzado sólo cuatro semanas antes en el sur del país, un zona con un largo historial de resistencia contra el Gobierno central.
Tras la inmolación del vendedor callejero Mohamed Buazizi el 17 de diciembre de 2010, las manifestaciones se extendieron rápidamente, culminando en una concentración masiva frente el Ministerio de Interior en Túnez, el 14 de enero. Ese día, al tener que enfrentarse a una gran oposición y al anuncio de una huelga general, el presidente de Túnez, Zine al-Abidine Ben Alí, huyó del país. Desde entonces, se encuentra escondido en Arabia Saudí.
¿Por qué al evidente éxito de la revolución tunecina le han seguido tantos desastres? ¿Se puede decir que una movilización pacífica, que inspiró a millones de personas por todo el mundo, contribuyó a la situación que tenemos hoy: guerras civiles con implicación internacional en Siria y Yemen, el ascenso de Estado Islámico, el Gobierno autoritario de Egipto, el colapso del Gobierno central en Libia y la huida de las personas que lo arriesgan todo para escapar de estos horrores?
Una respuesta rápida consiste en decir que desembarazarse de un gobernante dictatorial y corrupto no es suficiente. Construir instituciones democráticas y restaurar la confianza en un pésimo Estado son tareas mucho más difíciles. El error en comprender esto es lo que llevó a EEUU y Gran Bretaña a la desastrosa aventura de Irak en 2003. Sin embargo, no son sólo los neoconservadores y sus aliados los que tienen que aprender esta lección. También los partidarios y protagonistas de la resistencia civil no violenta, que han concentrado su atención en deshacerse de los dictadores, sin pensar lo suficiente en planificar lo que vendrá después.
Las razones del éxito de Túnez
La misma Túnez continúa siendo, de forma precaria, el país que ha conseguido el mayor cambio político desde el inicio de la Primavera Árabe con el menor coste humano. El régimen no cayó sólo por la salida del poder de Ben Alí. Eso fue el principio. Comenzó entonces una larga lucha, no sólo para eliminar a los partidarios más corruptos e incompetentes del viejo régimen, sino para diseñar el nuevo orden constitucional. Llevó dos años y sólo tuvo éxito porque había una cierta confianza entre las diferentes partes implicadas en el proceso.
¿Qué factores hicieron posible que Túnez tuviera una transición a una democracia multipartidista? Los dos que han sido citados con frecuencia son el carácter tradicionalmente apolítico del Ejército tunecino y la afinidad cultural de Túnez con Europa. Pero hay además un tercer factor, relacionado con esos dos, que es el papel destacado del partido Ennahda.
Mucho antes de 2011, este grupo islamista –muy diferente a los islamistas de otros países– había desarrollado una tendencia claramente democrática. Bajo la presidencia de Ben Alí, la experiencia de sufrir una represión extrema le llevó a actuar en colaboración con otros partidos. Después de la revolución, reconoció de forma explícita la condición previa necesaria en cualquier democracia: los partidos deben estar dispuestos a aceptar la derrota electoral. En 2014, Ennahda cumplió su palabra. Perdió las elecciones y de inmediato aceptó la derrota.
Al éxito tunecino en deshacerse de Ben Alí le siguió la dimisión del presidente egipcio, Hosni Mubarak en febrero de 2011, la muerte del coronel Muamar Gadafi en Libia en octubre, y la salida del poder del presidente de Yemen, Alí Abdulá Salé en febrero de 2012. Cuatro autócratas habían desaparecido en poco más de un año.
Con la excepción de Libia, donde hubo violencia desde un primer momento, se podía considerar a estas revoluciones como triunfos de la resistencia civil. Sin embargo, ninguno de los casos posteriores a Túnez pueden definirse en absoluto como un éxito.
Egipto vio cómo el Gobierno electo de los Hermanos Musulmanes fue derrocado por el Ejército en un golpe de Estado que tuvo mucho apoyo popular, pero que ha resultado en un régimen no menos autoritario que el de Mubarak. Las guerras de Libia y Yemen demuestran lo que puede ocurrir cuando desaparece el control desde arriba en una sociedad fuertemente dividida.
Mientras tanto, en dos países donde había fuertes movimientos de oposición, pero no una revolución, Bahréin y Siria, se produjeron dos resultados opuestos, ninguno buscado por los primeros manifestantes; en Bahréin el reforzamiento del poder del Gobierno gracias a la intervención militar saudí; en Siria un completo desastre. Las potencias del exterior no han jugado un papel glorioso en ninguno de los dos casos.
Los problemas no acaban ahí. En su Mensaje de esperanza y buenas noticias para nuestro pueblo en Egipto, el egipcio Aymán al-Zawahiri, que se convirtió en líder de Al Qaeda tras el asesinato de Osama bin Laden en mayo de 2011, pareció quedar impresionado por las revueltas de Túnez y Egipto.
Sin embargo, como era de esperar, sus palabras no suponían un reconocimiento de que la lucha pacífica puede conseguir más cosas que toda la destrucción criminal de Al Qaeda. Además, el crecimiento de ISIS y sus grupos asociados desde 2014 han revelado que los movimientos islamistas extremistas pueden aprovecharse del vacío creado por la desaparición de los gobiernos. De hecho, el énfasis del ISIS en el control físico del territorio, lo que le distingue de Al Qaeda, es una consecuencia lógica del vacío de poder a resultas de la Primavera Árabe.
Tres lecciones que explican el fracaso
¿Qué nos cuenta toda esta tragedia acerca de la capacidad de la resistencia civil para liberar a un pueblo de la autocracia? Hay tres claras lecciones.
La primera es que la resistencia civil puede tener poder, y quizá a veces demasiado. Puede socavar los pilares sobre los que se asienta la autocracia. Sin embargo, la resistencia civil puede no funcionar contra un gobernante, como Bashar Al-Asad en Siria, capaz de conservar el apoyo de sectores significativos de la sociedad. Y, en el caso de acabar con los pilares de la autocracia, sus partidarios tienen que reconocer la existencia del vacío de poder, y de sus graves consecuencias.
La segunda lección es que resulta discutible creer que la resistencia civil es un factor más importante que los triviales asuntos de gobierno. Siempre que se utiliza contra un régimen, es necesario que haya un plan fiable para gobernar después el país. En ausencia de tal plan, la resistencia civil se convierte en parte del problema, no de la solución. Muchos de los movimientos espontáneos y en muchos casos sin líderes en la Primavera Árabe no estaban preparados para asumir los aburridos roles de crear partidos políticos y contar con abogados constitucionalistas.
La tercera lección es que en muchas situaciones tiene sentido que haya movimientos que reclamen demandas más moderadas que la caída de un régimen. En Jordania y Marruecos, por ejemplo, las campañas de la Primavera Árabe tenían un carácter esencialmente reformista. Es demasiado pronto para saber si tendrán éxito, pero han evitado algunas de las catástrofes de los últimos cinco años.
Los sucesos extraordinarios que siguieron a la muerte de Buazizi en una zona remota de Túnez parecían en ese momento un ejemplo clásico del efecto dominó: un movimiento popular masivo que derroca a los tiranos por todo el mundo árabe. Pero la tragedias posteriores confirman que cada país es diferente, a causa de su historia, economía, geografía y creencias. Las revoluciones superan a menudo las fronteras. Véase 1848, 1989 y 2011. Pero eso no quiere decir que se adapten bien a todos los lugares.
Adam Roberts forma parte del departamento de relaciones internacionales de la Universidad de Oxford y es coeditor del libro Civil Resistance in the Arab spring.Civil Resistance in the Arab spring