Análisis

La próxima guerra civil de EEUU ya está aquí y el país se niega a verla

5 de enero de 2022 22:29 h

0

Como a nadie le gusta lo que viene, nadie quiere verlo.

Las personas más inteligentes, mejor informadas y más comprometidas de Estados Unidos no pudieron ver venir la primera guerra civil cuando estaba a punto de comenzar. Nadie se dio cuenta de que el conflicto era inevitable, ni siquiera cuando los soldados confederados comenzaron el bombardeo de Fort Sumter. El Norte estaba tan poco preparado para la guerra que no tenía armas.

“Ni un solo hombre en Estados Unidos quería la guerra civil, la esperaba o la buscaba”, dijo en el invierno de 1861 Henry Adams (nieto de John Quincy Adams) en Washington. El senador por Carolina del Sur James Chestnut, un hombre que contribuyó a la explosión de la guerra, prometió beberse toda la sangre derramada durante el conflicto. En aquel momento, la opinión generalizada era que no tendría que beberse “ni un dedal”.

El Estados Unidos de hoy se dirige una vez más hacia la guerra civil y, una vez más, no es capaz de afrontarlo. Los problemas políticos son estructurales y urgentes a la vez; con una crisis que viene de hace tiempo y se está acelerando. El sistema político estadounidense está tan sobrecargado de ira que cada vez se hacen más imposibles hasta las tareas más elementales del Gobierno.

El sistema legal pierde legitimidad día tras día. La confianza en el Gobierno, en todos sus niveles, está en caída libre. En el caso del Congreso, con unos índices de aprobación que rondan el 20%, no puede caer más bajo. En este preciso momento hay sheriffs electos que promueven abiertamente la resistencia a la autoridad del Gobierno nacional.

En este preciso momento hay milicias armándose y entrenándose en preparación para la caída de la República. En este preciso momento se propaga por Internet, por radio, por televisión y por los centros comerciales la doctrina de una libertad radical, inalcanzable y mesiánica.

Las consecuencias de la descomposición del sistema estadounidense apenas han comenzado a sentirse. Lo que sucedió el 6 de enero de hace un año no fue una llamada de atención: fue un grito de guerra.

La policía del Capitolio ha registrado un aumento del 107% en las amenazas contra los miembros del Congreso. Fred Upton, congresista republicano por Michigan, difundió hace poco un mensaje que alguien le había enviado [por apoyar el plan de infraestructuras de Biden]: “Espero que te mueras. Espero que se mueran todos los miembros de tu familia”.

Y el objetivo no son solo políticos, sino cualquier persona relacionada con el funcionamiento del sistema electoral. Las amenazas de muerte se han vuelto habituales en la vida laboral de supervisores electorales y miembros de juntas escolares. Después de las elecciones presidenciales de 2020 un tercio de los trabajadores electorales decía sentirse inseguro.

Crisis institucional

En estas condiciones, la política de partidos se ha visto prácticamente reducida a una distracción. Ya no importan mucho los partidos o las personas que los forman, ni en un sentido ni en otro. Culpar a uno o a otro bando es fomentar una especie de perversa esperanza. “Si hubiera más republicanos moderados en el poder, si el bipartidismo volviera a ser lo que era...”. Unas esperanzas tan imprudentes como irresponsables. El problema no está en quién ostenta el poder. El problema está en las estructuras de poder.

No es la primera vez que Estados Unidos está en llamas. La guerra de Vietnam, las protestas por los derechos civiles, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y de Martin Luther King, el escándalo del Watergate... Catástrofes nacionales que permanecen en la memoria viva del país. Pero Estados Unidos nunca se ha enfrentado a una crisis institucional como la que existe en este momento.

La confianza en las instituciones era mucho mayor durante la década de los 60. La Ley de Derechos Civiles contó con un amplio apoyo de los dos grandes partidos. El asesinato de Kennedy fue llorado por todos como una tragedia nacional. En retrospectiva, hasta el escándalo del Watergate es una prueba del buen funcionamiento del sistema: la prensa informó de unos delitos presidenciales; los estadounidenses se tomaron en serio a la prensa y los partidos políticos sintieron que debían reaccionar ante la corrupción denunciada.

Hoy en día no se podría hacer ninguna de esas afirmaciones con seguridad.

Dos cosas están ocurriendo a la vez. La mayoría de la derecha estadounidense ha abandonado la fe en el Gobierno como tal. Cada vez más, su política es la política de las armas. La izquierda estadounidense es más lenta, pero está empezando a darse cuenta de que cada año que pasa ese sistema al que llaman democracia es menos merecedor de su nombre.

Gane quien gane las elecciones de 2022, o las de 2024, ya hay una incipiente crisis de legitimidad en marcha. Según un análisis de la Universidad de Virginia sobre las proyecciones del censo, el 30% de la población controlará el 68% del Senado para 2040. La mitad de la población vivirá en ocho estados. El mal reparto del Senado da una ventaja abrumadora a los votantes blancos y sin estudios universitarios. En un futuro cercano, un candidato demócrata podría ganar el voto popular por muchos millones de votos y, aun así, perder las elecciones. Hagan las cuentas: el sistema federal ya no representa la voluntad del pueblo estadounidense.

Infiltrados de ultraderecha

La derecha se está preparando para una ruptura de la ley y el orden, pero también está copando las fuerzas encargadas de garantizar la ley y el orden. Las organizaciones de ultraderecha se han infiltrado en tantas fuerzas policiales que se han vuelto socios poco fiables en la lucha contra el terrorismo nacional.

Esto lo cuenta Michael German, que trabajó como agente encubierto del FBI en los años 90 en la lucha contra el terrorismo doméstico. Así entendió cómo la afinidad de los departamentos de policía con el movimiento racista obstaculizaba las investigaciones.

“En los casos de supremacismo blanco, la guía antiterrorista del FBI de 2015 instruye a los agentes que no pongan [a los sospechosos] en la lista de vigilancia de terroristas, tal y como harían normalmente”, explica. El motivo de dejarlos fuera es evitar que la policía pueda revisar esa lista y determinar que los sospechosos son sus amigos, dice. Las listas de vigilancia son una de las técnicas más eficaces de la lucha antiterrorista, pero el FBI no puede usarlas. Los supremacistas blancos de Estados Unidos no son una fuerza marginal: están dentro de sus instituciones.

Las últimas demandas para reformar la policía o quitarle financiación se han centrado en las técnicas policiales o en los prejuicios de los agentes. En cierto sentido, los manifestantes son demasiado optimistas. En Estados Unidos, la verdadera amenaza para el orden y la seguridad es la que representan los supremacistas que ocupan cargos de responsabilidad.

“Si uno se fija en cómo llegan al poder los regímenes autoritarios, es mediante la autorización tácita a un grupo de matones políticos para que utilicen la violencia contra sus enemigos”, dice German. “Eso termina con mucha violencia callejera, la ciudadanía general se molesta y exige al Gobierno que haga algo. Entonces el Gobierno responde: 'mis manos están atadas, denme un poder general que me habilite y entonces iré a por esos matones'. Por supuesto, una vez que se concede ese poder general, no se utiliza para perseguir a los matones, que se convierten en una fuerza auxiliar o en parte del aparato de seguridad oficial”.

Los “patriotas” contrarios al Gobierno han sabido utilizar la reacción contra el movimiento antirracista Black Lives Matter para construir una base de apoyo dentro de las fuerzas del orden. “Una de sus mejores tácticas fue adoptar el eslogan Blue Lives Matter [las vidas azules importan, en referencia al color de los uniformes policiales]. Me sorprendió que la policía cayera en eso y que realmente esté apoyando a estos grupos”, dice German. “Sería diferente si el grupo de los patriotas antigobierno hubiera decidido no atacar más a la policía, pero no lo ha hecho, siguen matando a policías. La policía no parece entender que esa gente a la que miman, con la que se sacan fotos, es la misma que mata en otros lugares”. dice.

La composición actual de las fuerzas del orden en Estados Unidos revela una contradicción extrema: imponen un orden plagado de organizaciones que provocan el terrorismo doméstico. Basta una cifra para entenderlo: en 2019, el 36% de los soldados en servicio afirmó haber presenciado “ideologías supremacistas y racistas dentro del ejército”, según el medio especializado Military Times.

La izquierda y sus peleas

En este punto de crisis suprema, la izquierda se ha dividido en facciones beligerantes y completamente incapaces de entender la gravedad del momento.

Por un lado hay progresistas que tienen una fe injustificable en que sus instituciones los salvarán, cuando ya está absolutamente claro que no son capaces de hacerlo.

De otro lado, está la élite woke, más a la izquierda y que está educativa y políticamente entregada a un discurso de impotencia voluntaria. Cualquier institución fundada por este grupo termina devorándose a sí misma, como ocurrió con movimientos como TimesUp o con la Marcha de las Mujeres, que se han vuelto irrelevantes para cualquiera que no sea un grupo cada vez más reducido de iniciados que dedican la mayor parte de su tiempo a pensar cómo destrozar a todo aquel que quede dentro. Se las arreglan para quedarse sin poder antes de que sus enemigos lo intenten.

Ahora mismo, la izquierda estadounidense no necesita alianzas, sino lealtad. Debe abandonar toda fantasía sobre la santidad de unas instituciones gubernamentales que desde hace tiempo renunciaron a cualquier pretensión de legitimidad. La izquierda debería ampliar el Tribunal Supremo para controlarlo nombrando más jueces progresistas, acabar con el filibusterismo, convertir la ciudad de Washington en un estado y dejar que los demás se quejen. Y debería hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde.

En cuanto la derecha se haga con el control de las instituciones las utilizará para acabar con la democracia en sus formas más básicas. Ya están apresurándose para terminar con cualquier norma que se interponga en su camino hacia el poder total.

La derecha ya ha reconocido lo que la izquierda no reconoce: que el sistema está derrumbándose. La derecha tiene un plan: implica violencia y colaboración entre ellos. No ha renegado ni siquiera de los Oath Keepers [un grupo paramilitar y antigubernamental de extrema derecha]. La izquierda, por su parte, ha elegido como pasatiempo las peleas internas.

La realidad supera a la ficción

Habrá quien diga que alertar de una nueva guerra civil es alarmista. Todo lo que puedo decir es que la realidad ha superado incluso a los vaticinios más alarmistas. Imagínense que retroceden solo 10 años y le dicen a la gente que un presidente republicano apoyará abiertamente la dictadura de Corea del Norte. Ningún teórico de la conspiración se habría atrevido a soñar algo así. Si alguien lo vio venir, sería de manera tímida. Las tendencias eran evidentes. La forma que finalmente tomarían, no.

Es totalmente posible que Estados Unidos implante un sistema electoral moderno, devuelva la legitimidad a los tribunales, reforme su fuerza policial, termine con el terrorismo doméstico, modifique su sistema tributario para reducir la desigualdad, prepare sus ciudades y su agricultura para los efectos del cambio climático y que regule y controle los mecanismos de la violencia. Todos esos futuros son posibles.

Pero hay una esperanza que hay que rechazar de antemano: la esperanza de que todo se solucionará por sí solo, de que Estados Unidos irá dando tumbos hacia tiempos mejores. No será así. Los estadounidenses han creído que su país es una excepción, una nación necesaria. Si la historia nos ha demostrado algo, es que no hay naciones necesarias en el mundo.

Estados Unidos necesita recuperar su espíritu revolucionario, y no lo digo como una cita inspiradora. Lo que quiero decir es que Estados Unidos tendrá que recuperar su espíritu revolucionario si quiere sobrevivir. La crisis a la que se enfrenta ahora el país en sus funciones gubernamentales básicas es tan profunda que requiere volver a empezar.

Los fundadores entendieron que el Gobierno debía trabajar para la gente que estaba viva en ese momento y no para un montón de viejos fantasmas. Su fantasmagórica Constitución, venerada hoy como un documento religioso, está estrangulando el mismo espíritu que les animaba: la idea de que uno moldea la política para adaptarla a la gente. No al revés.

¿Tiene el país la humildad de reconocer que sus antiguos órdenes ya no funcionan? ¿Tiene el valor de empezar de nuevo? Como consiguió de forma tan espectacular en su nacimiento como nación, Estados Unidos necesita la audacia de inventar una política nueva para una era nueva. Es totalmente posible que lo haga. Al fin y al cabo, Estados Unidos es un país dedicado a la reinvención.

Una vez más, como antaño, la esperanza de Estados Unidos está en los estadounidenses. Pero ha llegado el momento de afrontar lo que los ciudadanos de la década de 1850 tuvieron tantas dificultades en afrontar: el sistema hace aguas por todos lados. La situación es clara y la elección es fundamental: reinvención o caída.

Stephen Marche es autor del libro 'How Shakespeare changed everything', 'Shinning at the bottom of the sea' y su próximo libro se titula 'The hunger of the wolf'.Escribe para Esquire, the Atlantic y New York Times, entre otros.

Traducido por Francisco de Zárate