“Se reían de nosotros”: Crueldad, enfermedades y suciedad en los centros de detención de migrantes de EEUU

Andrew Gumbel

Durante todo el día y toda la noche podían escuchar los llantos de los niños hambrientos. En un gélido centro de detención de inmigrantes situado en algún lugar del Valle del Río Grande, en el sur de Texas, tanto los adultos como los niños se desmayaban por deshidratación y falta de comida.

Dormir resultaba prácticamente imposible. Las luces permanecían encendidas a todas horas. Además, solo tenían una fina sábana metálica para protegerse del frío y nada sobre lo que dormir; excepto el suelo.

Este es el relato de Rafael y Kimberly Martínez que, con su hija de tres años, recorrieron el peligroso trayecto desde su hogar en el litoral caribeño de Honduras hasta la frontera con Estados Unidos para pedir asilo político.

“Las condiciones (del centro de detención) eran terribles, todo estaba sucio y no circulaba el aire”. Así es como Kimberly Martínez describe a The Guardian los cinco días que la familia pasó encerrada en un centro que, como decenas de miles de inmigrantes antes que ellos, apodaron “la hielera”, la nevera. “Es como si hubieran querido despojarnos de todo sentimiento positivo”, lamenta.

Estaban informados y siempre supieron que la dura experiencia de escapar de la violencia de las maras hondureñas y atravesar el desierto en pleno verano no terminaría al cruzar la frontera de Estados Unidos.

Sin embargo, no esperaban pasar hambre, que separaran a la familia y que los insultaran. Esta es la experiencia que aseguran haber vivido bajo custodia de los agentes de inmigración.

Enjaulados como animales

Afirman que durante su estancia en el centro solo les dieron bocadillos de mortadela semicongelados, a las 10 de la mañana, a las cinco de la tarde y a las dos de la madrugada, y una sola galleta de azúcar para su hija. El agua que se les daba tenía un fuerte sabor a cloro y les revolvía el estómago, una queja que han expresado todas las personas entrevistadas por este diario.

The Guardian entrevistó a decenas de solicitantes de asilo en la ciudad fronteriza de McAllen, entre ellos, a la familia Martínez (este no es su apellido real), después de que consiguieran la libertad provisional y, con monitores en los tobillos, continuaron su viaje hasta las casas de las personas o entidades que los avalan en Estados Unidos. Ahora están a la espera de personarse ante un juez que evalúe su situación legal.

The Guardian también ha hablado con un equipo de voluntarios integrado por médicos y enfermeras, que ha proporcionado atención médica de emergencia y ha escuchado los relatos inquietantes y parecidos de muchas familias que han descrito las condiciones siniestras de los centros de detención en la frontera; condiciones que han ido empeorando desde que Donald Trump impulsó medidas de “tolerancia cero” en materia de inmigración.

Las autoridades afirman que los relatos de estas familias no se corresponden con la práctica común en estos centros e insisten en el hecho de que a los detenidos se les trata con dignidad y respeto.

Según los solicitantes de asilo, los detenidos están hacinados en las “hieleras”. Conforme a su relato, debido a las condiciones insalubres de estos espacios, los detenidos suelen tener ataques de vómitos, diarrea, infecciones respiratorias y otras enfermedades infecciosas. Muchos se quejaron de la crueldad de los guardianes que, según su relato, gritaban a los niños, se burlaban de los detenidos con promesas de comida que nunca cumplieron, y no dudaban en dar patadas a aquellos que no se despertaban cuando se esperaba que lo hicieran.

Según los Martínez y otras familias, los guardianes golpeaban las puertas y las paredes de las celdas a intervalos regulares y les exigían que se acercaran para pasar lista. Si hablaban demasiado fuerte, o si los niños lloraban, les amenazaban con bajar la temperatura de las celdas. Cuando los Martínez se reunían con otros detenidos para cantar himnos y levantar un poco el ánimo, los guardias se burlaban de ellos o les preguntaban con tono agresivo: “¿Por qué os habéis molestado en venir hasta aquí? ¿Por qué no os quedasteis en vuestro país?”

“Muchos de los guardas son hispanos, como nosotros, pero no tienen valores”, indica Rafael Martínez, con la voz entrecortada: “Ahí estábamos, enjaulados como animales, y se reían de nosotros”.

Ictericia a plena luz del día

Cuando Jenny Martínez, una niña de tres años, enfermó gravemente de gripe la llevaron junto con su madre a un hospital donde, según la familia, tuvieron que esperar durante horas sin poder sentarse ni tumbarse en ningún sitio, y sin ropa de abrigo, antes de que les dieran la medicación. De vuelta al centro de detención, las mantuvieron aisladas del resto de detenidos y no permitieron que Rafael las pudiera ver.

Kimberly notó que la piel de su hija, al igual que la de muchos otros detenidos, se estaba volviendo cada vez más amarillenta debido a la falta de vitaminas, aire fresco o de sol. Los retretes estaban sucios, sin tapas ni papel higiénico. Kimberly también se percató de que cuando un detenido era trasladado o puesto en libertad, el personal del centro de detención no cambiaba las sábanas usadas; simplemente las pasaba a los recién llegados.

Los funcionarios que trabajan en distintas agencias [que gestionan los centros de detención] a menudo cuestionan la veracidad de estos relatos e indican que no pueden dar una respuesta a estas alegaciones puntuales sin tener más información que los inmigrantes y sus abogados, si los tienen, les quieran o puedan proporcionar.

The Guardian recabó el testimonio de decenas de personas, a muchas de las cuales entrevistó, y también pudo escuchar los relatos que registraron los miembros del equipo de voluntarios. Las duras condiciones descritas por la familia Martínez guardan una gran similitud con los relatos de otros detenidos.

Las condiciones varían de un centro a otro. Muchas de las familias señalaron que vivieron sus peores experiencias en las instalaciones donde los llevaron tras ser detenidos. A partir de sus relatos y de las conversaciones con los funcionarios federales no es posible determinar si estas “hieleras” son centros del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE en sus siglas en inglés) o de la patrulla fronteriza.

Muchas de estas familias fueron posteriormente llevadas a un edificio que recibe el apodo de “perrera”, que por su descripción podrían ser las instalaciones donde la patrulla fronteriza procesa los datos de los inmigrantes, y que está situado en McAllen. Se trata de un almacén industrial de poca altura; la mayor instalación de este tipo en el sudoeste de Estados Unidos. Según las familias, la temperatura en estas instalaciones era más agradable, el personal, más amable, y les dieron burritos y manzanas en vez de bocadillos congelados. También les ofrecieron la posibilidad de ducharse.

Huyendo de la violencia de las maras

La cifra de migrantes detenidos por las autoridades federales de Estados Unidos ha sido constante desde que Trump impulsó su política de “tolerancia cero” en abril, ya que las familias continúan huyendo de la violencia de las maras, especialmente en Honduras, El Salvador y Guatemala.

El personal de algunas entidades católicas sin ánimo de lucro de McAllen que proporcionan comida, un lugar para ducharse, ropa y atención médica a las familias cuando salen del centro de detención y antes de que prosigan su periplo, señala que después de que las autoridades empezaran a separar a los menores de sus padres pensaron que las cifras de llegadas se iba a reducir respeto a las que registraron en mayo y junio.

Calcularon que de las 300 llegadas diarias en mayo y junio se pasaría a unas 60 u 80. Esto no ha sucedido y todas las tardes atienden a unas 200 personas que llegan a una estación de autobuses situada cerca del centro. Muchos de los inmigrantes que llegan a Estados Unidos ya están extenuados por el viaje y traumatizados por la violencia que sacude a sus países.

Según los abogados expertos en derechos civiles, el trato que reciben en los centros de detención de migrantes reabre esta herida. Las condiciones en estas instalaciones ponen en duda la voluntad del Gobierno de Estados Unidos de cumplir con sus propios protocolos y con el mandato que ha recibido de los jueces en los dos últimos años y que exige que las personas bajo custodia sean tratadas con respeto.

Las instalaciones como McAllen no estaban pensadas para alojar a detenidos y a pesar de que en la última década la realidad las ha superado, no han sido adaptadas para dar respuesta a la situación. Una serie de informes y recomendaciones que se remontan a 2008 y que fueron actualizadas en 2015 señalan que nadie debería permanecer detenido en este centro por más de 72 horas y que todos los detenidos deben poder ir a un baño en condiciones, ducharse, tener agua potable y recibir atención médica.

 

Muchos de los testimonios que describen su experiencia en McAllen estuvieron detenidos entre tres y siete días. Según muchos de estos relatos, bien vividos en primera persona o bien por una persona que conocían, muchas personas permanecieron en el centro durante diez días o más. No se les proporcionó ningún tipo de esterilla sobre la que dormir, ni cepillos o pasta de dientes, a pesar de que un tribunal federal estableció en 2016 que se trata de objetos básicos.

Muchos inmigrantes, especialmente hombres, afirman que ni siquiera les proporcionaron una manta. Este verano, tras aceptar a trámite unas demandas que se fundamentaban en relatos parecidos a los recopilados por The Guardianun juez federal de California pidió que un juez ya jubilado investigara las condiciones de los centros de detención, con el mandato de proponer cambios.

Es difícil saber quién hace qué

Lo cierto es que muchas de las quejas en torno a los centros de detención de inmigrantes son anteriores a la llegada de Trump a la Casa Blanca.

Sin embargo, la política de “tolerancia cero” ha aumentado la presión sobre el sistema, ha obligado a los funcionarios federales a sacarse soluciones de la manga y ha aumentado la cifra de demandas de forma inusitada. Incómodos con las denuncias de maltrato, estos funcionarios señalan que es muy difícil dirimir responsabilidades, entre otros motivos porque los inmigrantes que denuncian que han recibido un trato inhumano a menudo no saben dónde estuvieron detenidos o quién los tenía bajo custodia.

“Estamos hablando de muchas personas, las patrullas en la frontera, los trabajadores subcontratados por los Servicios de Inmigración y Aduanas, así que es difícil saber quién está haciendo que”, indica un funcionario a The Guardian, con la condición de que no se revele su identidad.

Muchos expertos en inmigración afirman que la administración Trump muestra una preocupante tendencia a no cumplir con la normativa, tampoco con los fallos judiciales, y a no incentivar que los funcionarios en los niveles más bajos de la cadena de mando puedan expresar los problemas del sistema e intentar encontrar soluciones antes de que estas malas prácticas lleguen al juzgado.

El jueves pasado, por ejemplo, el Gobierno anunció que ya no seguirá un acuerdo judicial que se alcanzó hace veinte años que lo obliga a dejar en libertad a los menores cuando se cumplan los veinte días de su detención.

“He trabajado con detenidos durante 20 años y en mi opinión el principal cambio ha sido la sensación de impunidad del actual Gobierno”, indica Holly Cooper, una profesora de Derecho de la Universidad de California en Davis que ha demandado al Gobierno por haber administrado sustancias psicotrópicas a inmigrantes que todavía no han alcanzado la mayoría de edad en un centro de detención de menores cerca de Houston.

“Antes, me podía reunir con funcionarios y escuchaban mi versión mientras yo intentaba conseguir un trato más humano…ahora ni tan solo se plantean hablar con abogados expertos en derechos civiles”.

En la frontera, este cambio de actitud se manifiesta en una gran variedad de experiencias desconcertantes de familias que, en muchos casos, huyeron de la violencia en sus países y han decidido arriesgarse para intentar llegar a Estados Unidos y solicitar asilo; una posibilidad cada vez más remota.

La familia Martínez salió de Honduras después de que una banda local asesinara al padre, la hermana y el cuñado de Rafael, y se empezara a rumorear que también irían a por él. Otro hombre de Centroamérica entrevistado por The Guardian tenía una cicatriz que le atravesaba la cara; el recordatorio de un ataque con un machete.

Muchos de los entrevistados reconocen que se sintieron humillados cuando los agentes estadounidenses les pidieron que se sacaran los cinturones, los cordones de los zapatos y las camisas de manga larga (considerados prendas y complementos a utilizar por aquellos que quieran suicidarse) y los obligaron a entrar en celdas hacinadas.

Los doctores y las enfermeras que les atendieron cuando fueron puestos en libertad señalan que muchos de ellos tenían forúnculos y erupciones en la piel, comunes cuando las condiciones de higiene son inadecuadas, y estreñimiento severo, atribuible a la deshidratación y a una inadecuada alimentación.

Casi todos los que pasaron por la clínica que visitó The Guardian, dirigida por un grupo de médicos, enfermeras y trabajadores sociales voluntarios de San Antonio llamado Sueños sin Fronteras, se quejaron de síntomas de gripe o problemas respiratorios o ambos. Muchos de los exdetenidos dijeron que cuando fueron liberados no pudieron llevarse sus medicinas o sus posesiones.

También se han conocido relatos de negligencia médica. Una guatemalteca con VIH que llegó a Estados Unidos en julio le contó a un miembro de Sueños sin Fronteras que le quitaron los medicamentos cuando la detuvieron y que durante cinco días la mantuvieron aislada y separada de su hijo. A una niña guatemalteca de cinco años detenida en el centro McAllen no le diagnosticaron apendicitis hasta al cabo de cinco días, a pesar de que su madre había implorado que la examinaran en repetidas ocasiones, y estuvo a punto de morir cuando el apéndice se perforó.

Un grupo llamado Immigrant Families Together (familias de inmigrantes unidas) explicó a The Guardian el caso de un niño de cuatro años que llegó a Estados Unidos con un fémur roto y al que en un centro de detención de Texas solo le proporcionó un analgésico suave. Tras su liberación, tuvo que ser operado.

Si bien los casos de muertes en centros de detención siguen siendo inusuales, un informe reciente de Human Rights Watch indica que la cifra de inmigrantes muertos en centros de detención en 2017 es la más alta desde 2009. El informe lamenta “las practicas peligrosas o mediocres, como retrasos desproporcionados, una atención médica inadecuada y una respuesta torpe en casos urgentes”.

“Tratamos a las personas que están bajo nuestra custodia con respeto y de forma digna”. En respuesta a este tipo de informes y también cuando defiende su actuación en los juzgados, el Departamento de Seguridad Nacional sigue afirmando que hace lo correcto.

Una portavoz del Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos ha indicado que “está en profundo desacuerdo” con los relatos de este reportaje. “estos supuestos incidentes no se corresponden con lo que en nuestra opinión es la práctica común en nuestras instalaciones. Tratamos a todos aquellos que están bajo custodia con respeto y dignidad”.

De hecho, el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza insinuó que las “hieleras” mencionadas por los detenidos son gestionadas por la Agencia de Control de Inmigración y Aduanas. Sin embargo, esta agencia emitió un comunicado en el que negó gestionar el centro de McAllen y señaló que con anterioridad ya ha quedado demostrado que los términos “hielera” y “perrera” se utilizan para referirse a los centros gestionados por el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos.

Traducido por Emma Reverter