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The Guardian en español

El rescate de Grecia llega a su fin: la historia de un fracaso

El porcentaje de griegos en riesgo de pobreza se situó en el 35,6 % en 2016

Larry Elliott

Ocho años después del lanzamiento del programa internacional de rescate, Grecia será considerada este lunes lo suficientemente fuerte como para valerse por sí misma: el apoyo financiero de emergencia para Atenas llega a su fin. Aunque los griegos seguirán al menos otros diez años bajo duras normas presupuestarias, el lunes podrán decirle adiós a los empleados del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Unión Europea. La llamada Troika que, en los hechos, ha dirigido el país desde 2010.

Mucho cuidado con el bombo y platillo que se prepara para anunciar el caso de Grecia como un éxito, un tributo a la solidaridad y un enfoque de sentido común que devolvió la estabilidad económica a Grecia y evitó que fuera el primer país en abandonar el euro. Nada más lejos de la realidad. Grecia ha sido un fracaso estrepitoso. Una historia de incompetencia, dogmatismo y retrasos innecesarios en la que los intereses de los bancos se antepusieron a las necesidades de las personas. Las consecuencias se sentirán a largo plazo.

Cuando Grecia recibió ayuda por primera vez en 2010, el plan era devolverle el acceso a los mercados en un plazo de dos años. Hicieron falta seis años y otros dos paquetes de rescate para que eso ocurriera.

Aunque la economía griega ha crecido últimamente, aún le queda mucho por recuperar, tras una contracción de casi un tercio en el Producto Interior Bruto (PIB). La pérdida de tanta producción podría haberse evitado pero Grecia, igual que el resto de Europa, estaba sometida a la idea de que lo prioritario, tras la crisis financiera más grave en cien años, era que los Gobiernos equilibraran sus cuentas usando la deflación.

Los problemas de Grecia estallaron cuando Atenas anunció que su déficit presupuestario se había disparado hasta llegar al 13% del PIB en 2009, un porcentaje mucho mayor al estimado hasta entonces. Los mercados entraron en pánico y Atenas se vio obligada a buscar ayuda internacional. El programa de rescate original otorgó 110.000 millones de euros en ayuda financiera a cambio de que Grecia redujera el déficit hasta un 7,5% del PIB en 2010.

Era un objetivo absolutamente imposible que se basaba en lo que llaman la Contracción Fiscal Expansiva (EFC, por sus siglas en inglés), una teoría según la cual el compromiso para reducir los déficits y la deuda pública hacen que aumente la confianza de los mercados financieros. De acuerdo con esa teoría, gracias a esa confianza ganada los inversores exigirían una prima de riesgo más baja por la deuda soberana, lo que a su vez reduciría los tipos de interés a largo plazo. Y si los intereses a largo plazo bajan, se fomenta el crecimiento. En los años posteriores a la crisis financiera, la idea de que se podía regresar a la prosperidad a base de recortes estaba de moda en Europa. Fue un completo fracaso.

Los partidarios de la EFC creían que el Estado podía terminar desplazando al sector privado. Su idea era que los estímulos al crecimiento y a la creación de puestos de trabajo derivados de un mayor gasto público –en reparaciones de puentes, por ejemplo– se verían neutralizados por el aumento en los tipos de interés necesarios para financiar el déficit resultante. Las empresas verían encarecida su financiación por culpa del gasto público y se reduciría así la inversión privada.

Pero el llamado ‘efecto desplazamiento’ no aplicaba en los años posteriores al estallido de la crisis financiera porque los bancos no estaban cumpliendo con su función, el crédito se había cortado y no había demanda que justificara inversiones privadas. En aquellas circunstancias, el Gobierno era el único con capacidad de actuar.

Por eso los recortes en la inversión pública tuvieron el efecto contrario al deseado. Los consumidores y las empresas ya estaban reduciendo sus gastos, y la EFC terminó de anular la demanda que quedaba en la economía. Recortar los salarios del sector público y reducir las prestaciones sociales hizo que los consumidores gastaran menos y provocaron una caída aún mayor en la inversión privada.

En Grecia, el enfoque provocó una espiral descendente: los ingresos fiscales se reducían al mismo ritmo que los puestos de trabajo. En lugar de bajar, la deuda pública subía, lo que a su vez exigía nuevos recortes.

Aunque de forma más suave, la dinámica se repitió en otros lugares. En Irlanda, donde se insistió en que fueran los contribuyentes (y no los dueños de los bonos) los que pagaran por los préstamos irresponsables de los bancos, el Estado redujo las prestaciones por discapacidad. También en Italia, donde entre 2010 y 2012 no hubo ningún intento real por parte de Roma de usar la política fiscal para mitigar los efectos de la crisis financiera. Y por supuesto en Gran Bretaña, donde el Gobierno de coalición ni siquiera tenía el argumento de estar sujeto a la camisa de fuerza del euro para excusar la estúpida decisión de asfixiar la recuperación económica de 2009-10 con recortes excesivos del gasto y aumentos de los impuestos. El ministro de Finanzas George Osborne era un firme creyente de la EFC.

Señalar al regreso del crecimiento como una prueba de que la austeridad funciona no es un argumento válido. Antes o después, todas las economías se recuperan. ¿Pero se podía haber adoptado un enfoque menos perjudicial? La respuesta es sí. Con otras políticas, la recuperación de la profunda recesión de 2008-09 habría sido más rápida y sostenible.

Tal y como han ocurrido las cosas, los daños son amplios y duraderos. En primer lugar, por el coste social tras una década de austeridad fallida: las bibliotecas cerradas; los centros de salud inactivos o el aumento en el número de bancos de alimentos.

En segundo, por el coste de oportunidad de toda la infraestructura que se podía haber construido o reparado si los gobiernos hubieran aprovechado las tasas de interés, históricamente bajas. Son las consecuencias de recortar gastos para ahorrar.

En tercer lugar, la economía global está lejos de haber sanado. De hecho, esta ha sido la recuperación más débil desde la Segunda Guerra. A Estados Unidos le ha ido mejor que al resto de economías desarrolladas porque la EFC fue una influencia pero nunca se casaron con la idea.

Por último, pero no por ello menos importante, el contrato social entre los líderes y el pueblo está al límite. Antes los votantes creían que si trabajaban duro, ganarían un salario decente y el Estado se ocuparía de ellos en los tiempos difíciles. Si esa creencia ya no se tiene en pie se debe, en gran parte, a lo que ha ocurrido en Grecia en los últimos ocho años.

Traducido por Francisco de Zárate

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