El distrito diplomático de Teherán, en el norte de la capital, se encuentra a la sombra de los montes Elburz, cuyos picos cubiertos de nieve se alzan sobre avenidas bordeadas de árboles y elegantes palacios pre-revolucionarios. Abundan los puestos policiales de protección a las delegaciones extranjeras, pero el edificio donde antes funcionaba la embajada de Arabia Saudí se encuentra destruido y abandonado.
Fuera de la embajada, un reluciente letrero azul indica el nuevo nombre de la calle: Nimr al-Nimr. La llamaron así en honor al clérigo chií cuya ejecución en enero en Arabia Saudí disparó un ataque feroz contra la embajada. Una profunda crisis en las ya turbulentas relaciones entre Irán y Arabia Saudí.
Hace mucho tiempo que en Teherán se mantiene la tradición de nombrar a las calles inspirándose en temas políticos. Cerca de la embajada británica se renombró a la avenida Winston Churchill como Bobby Sands, en honor al miembro del IRA fallecido durante una huelga de hambre. A metros de la calle Valiasr se encuentra la plaza Imad Mughniyah, que conmemora al comandante del Hezbolá asesinado por el Mossad o la CIA. Allí cerca está también la calle Khalid al-Islambuli, en memoria del islamista egipcio ejecutado por asesinar a Anwar Sadat en 1981.
Aparentemente, el ataque a la embajada de Arabia Saudí (y al consulado en la ciudad de Mashhad) fue orquestado por la milicia Basij, la fuerza paramilitar voluntaria de la guardia revolucionaria iraní. Ocurrió después de que el ayatolá Alí Jamenei, líder supremo de la República Islámica de Irán, advirtiera de una “venganza divina” si Nimr era asesinado.
Pero los saudíes respondieron cortando las relaciones diplomáticas y el ataque a la embajada se convirtió en un gol en propia puerta para Irán, ya que desvió la atención que se había puesto sobre la ejecución de Nimr, una de las 47 personas que solo en ese día murieron ejecutadas en Arabia. Desde Riad, la capital de Arabia Saudí, insistieron en que Nimr era un extremista violento, por mucho que los seguidores que el clérigo chií tenía en la provincia oriental del reino lo retratasen como a un “mártir”: un pacífico activista que representaba a las minorías perseguidas.
Los saudíes se indignaron ante lo que consideraron una interferencia de Teherán en asuntos internos de Arabia Saudí, en especial porque Nimr era un ayatolá chií. No les calmó que Irán detuviera a los responsables de los disturbios en la embajada, que destituyeran a un vicegobernador ni que el presidente, Hasán Rohani, y el ministro de Asuntos Exteriores, Mohammad Javad Zarif, condenaran públicamente el ataque. Tanto Rohani como Zarif han recibido muchas presiones por parte de los sectores más duros por no hacer lo suficiente para enfrentar a los saudíes.
El momento del ataque fue especialmente inoportuno: sucedió justo antes del “día de aplicación” previsto en el acuerdo nuclear del verano pasado. El día en que finalmente se levantarían todas las sanciones internacionales. “Lo peor que podía pasar”, dijo un diplomático extranjero en Teherán. Más tarde, incluso Jamenei reconoció que el hecho había perjudicado a Irán y al Islam.
El ataque a la embajada también se sintió como la gota que colmaba el vaso en la relación entre los dos países, en terrenos poco firmes desde la revolución de 1979 y desde el apoyo saudí a Saddam Hussein durante la primera guerra del Golfo. En estos últimos años, Irak, Bahréin, Líbano y Yemen han sido fuente de disputas y preocupación, junto con la inclinación de Barack Obama por Irán y su esfuerzo para terminar con el programa nuclear de ese país.
Suníes contra chiíes, árabes contra persas...
En términos generales, la creciente confianza de Teherán es a expensas de Riad. “Los saudíes sienten que ellos están perdiendo y que Irán está ganando”, dijo un alto consejero iraní antes de que sucediera el caso de Nimr. “Irán está en pleno ascenso y el mundo árabe está en un limbo. Arabia Saudí está jugando un juego de ira y de violencia reaccionaria”.
Los saudíes arremeten contra Irán por apoyar a Bachar al Asad y a su aliado chií libanés Hezbolá. Los iraníes culpan a Riad por apoyar a grupos yihadistas y a la ideología wahabi, que en parte inspiran al Estado Islámico (EI). Las rivalidades nacionalistas están recubiertas de un lenguaje brutalmente sectario, que aprovecha la animosidad entre suníes y chiíes y la hostilidad entre árabes y persas. Se acusan mutuamente de fomentar el terrorismo.
Al pueblo iraní le gusta verse a sí mismo como descendiente de una antigua civilización y, a los saudíes, como trepadores recién llegados: “emires y reyes que no han sido elegidos”, puestos en el poder por imperialistas occidentales. Los iraníes tienen alcance regional, más notablemente en su Guardia Revolucionaria; mientras que los saudíes solo tienen dinero. La dependencia de Riad de los Estados Unidos es fuente de desprecio. “No alcanza con tener una chequera”, bromea Foad Izadi, de la Universidad de Teherán. “Los que se asocian con los estadounidenses no quieren luchar”.
El año pasado, con el comienzo de la guerra en Yemen, Irán intensificó su retórica anti-saudí. Redobló la apuesta con la tragedia ocurrida en la peregrinación a La Meca en 2015, donde 460 de las al menos 2.200 víctimas mortales eran iraníes.
Burlas en la red
Los iraníes disfrutan provocando a los saudíes: en las redes sociales, comparan al rey Salman con Abu-Bakr al-Baghdadi, el “califa” del EI. Un video iraní con tono de parodia muestra a un saudí liderando a un ejército de ovejas hacia la guerra, mientras alardea acerca del heroísmo y la victoria.
Los saudíes también se burlan. Sus clérigos tildan a los chiíes de “rafida” (el que rechaza) o de zoroastros. Cuando se encontraron rastros de pesticidas químicos en unas sandías importadas de Irán, se les puso el mote de “sandías Safávidas”, en alusión a la dinastía que construyó el poderoso estado-nación persa y se enfrentó al Imperio Otomano en el siglo XVI.
En su nuevo libro sobre esta conflictiva relación, la estudiosa iraní Banafsheh Keynoush explica que la creciente importancia del personal de inteligencia en ambos países dificulta aún más que puedan tratarse con sensatez, por más que haya buena voluntad en sus cúpulas. “Las altas esferas iraníes me han aclarado que su intención es la de no molestar jamás de forma irreparable a Arabia Saudí; son conscientes de que si lo hicieran eso podría impulsar aún más el extremismo”, escribe Keynoush en su libro.
La semana pasada, las autoridades saudíes anunciaron el arresto de 32 personas en la provincia Oriental, acusados de espiar para Irán. “Todavía siguen tirándose barro entre ellos”, observa un diplomático. “Pero tendrán que buscar una forma de dar marcha atrás”. Según el académico Izadi, Irán “ya tiene demasiados enemigos”: “Los saudíes tienen mucho dinero, así que buscar una pelea con ellos no es lo mejor que puede hacer Irán para su seguridad nacional”.
Omán aparece como el candidato más probable para la diplomacia vía canales extraoficiales. Es la única nación del Golfo con lazos cercanos con Irán, además de haber ayudado en las charlas por el programa nuclear. Qatar también podría ser otro intermediario.
Por otro lado, las elecciones de la semana pasada han fortalecido a Rohani y a Zarif, que en privado reconocen la necesidad de mejorar las relaciones con los vecinos de Arabia. Mohamed Bin Salman, el poderoso príncipe heredero adjunto y ministro de Defensa, es capaz de salir con alguna sorpresa. Otro asunto de suma importancia para ambos países es el acuerdo sobre las cuotas en la producción de petróleo, en un período en el que los precios se están desplomando.
Además, Rusia y China están ansiosos por reducir la distancia para que Teherán y Riad puedan sentarse en una misma mesa de negociaciones para convertir el frágil cese al fuego de Siria en algún tipo de acuerdo político. Pero teniendo en cuenta la historia de las tirantes relaciones entre Irán y Arabia, la única apuesta segura sigue siendo el nuevo letrero de la calle Nimr al-Nimr. Por lo menos a corto plazo, nadie lo va a quitar.
Traducción de Francisco de Zárate