Nan Goldin enciende un cigarrillo y da una calada. “Mi camello venía 24 horas al día, siete días a la semana. Fui una de sus mejores clientes”. Se ríe sarcásticamente. “Me mandó un mensaje cuando estaba en rehabilitación diciendo que estaba de oferta”. Había bajado los precios con la esperanza de recuperarla. Aquel momento ya pasó. Goldin ha borrado su número de teléfono y ha completado la rehabilitación. Hace diez meses que no prueba las drogas.
“Prácticamente no salí de esta casa en tres años”, dice. Goldin mira la sala de estar de su elegante apartamento de Brooklyn. Las paredes están llenas de pinturas y fotografías, pero ninguna suya. Junto a la ventana, el coyote Larry disecado en un aullido permanente.
Su última experiencia con las drogas ha sido muy diferente a la que había vivido en los años setenta y ochenta, cuando se convirtió en una de las fotógrafas de arte más famosas del mundo, retratándose a sí misma y a los que la rodeaban colocándose, teniendo sexo y pasando el rato en casas destartaladas.
Esta segunda experiencia comenzó con un médico en Berlín, donde Goldin tiene otra casa. En 2014, le recetaron el potente narcótico OxyContin para una dolorosa tendinitis en la muñeca izquierda. A pesar de que tomó las píldoras exactamente como le indicaron, en seguida se hizo adicta.
“La primera vez que me lo recetaron fue en dosis de 40 miligramos y era demasiado fuerte para mí. Me provocaba náuseas y me aturdía. Al final, terminé tomando 450 miligramos al día”, dice. Llegó un momento en que los aplastaba para esnifarlos. Cuando regresó a Nueva York y los médicos se negaron a darle más, se volcó en el mercado negro. Y cuando se quedaba sin dinero, compraba las drogas duras más baratas en la calle.
En marzo salía de un centro de rehabilitación en Massachusetts cuando leyó sobre OxyContin y entendió que era esa medicina la principal sospechosa en la crisis de opiáceos que ha arrasado Estados Unidos en los últimos 20 años. Hasta el momento, la epidemia ha matado a más de 200.000 personas.
Goldin ha declarado la guerra a los miembros de la oscura familia estadounidense que está detrás de la invención de OxyContin y de la ingeniosa estrategia de marketing que convenció a los médicos de que la medicina era inofensiva y necesaria para los pacientes.
“No sé cómo pueden vivir tranquilos”, afirma Goldin.
Los opiáceos sintéticos imitan los efectos que provocan los opiáceos naturales (como el opio y la heroína). Para alarma de los expertos en salud, su uso con receta médica se está extendiendo en Reino Unido y otros países. Los fabricantes de OxyContin tienen filiales en Europa, Asia y América Latina.
El nombre Sackler puede sonar conocido a todo aquel que haya cruzado la nueva entrada del Victoria & Albert Museum, en Londres, o al que se haya dado cuenta de la llegada de la Galería Sackler a las Galerías del Serpentine en 2013. O al que haya visitado el antiguo Templo Egipcio de Dendur, en el Ala Sackler del Museo Metropolitano de Nueva York; o al que haya visto el Centro Sackler para la Educación Artística del Guggenheim. Y así hasta un sinfín de instituciones artísticas por todo el mundo con galerías o alas nombradas en honor a la familia.
Oxycontin, una versión de la morfina y la heroína
Con fundaciones caritativas a ambos lados del Atlántico y residencia en Nueva York, los Sackler han donado millones de dólares a las artes, a las facultades de Yale y a muchas otras universidades. En cada caso, el nombre de la familia se muestra claramente como el del benefactor.
Según Forbes, en 2015 los activos en posesión de los veinte miembros principales de la familia tienen un valor de 11.300 millones de dólares, obtenidos en parte gracias a las ventas de OxyContin entre 1995 y 2015.
Pocos saben que su riqueza viene de Purdue Pharma, una empresa privada de Connecticut que la familia desarrolló y controla en su totalidad. En 1995, la compañía revolucionó el mercado de analgésicos recetados cuando inventó el medicamento OxyContin, una versión química, concentrada y legal de la morfina o la heroína. Fue diseñado para ser seguro. La primera vez que llegó al mercado, tenía una fórmula de liberación lenta única. Tras conseguir el permiso del Gobierno, fue alabado como un avance médico, algo que Goldin ahora describe como “pensamiento mágico”, es decir, una falacia.
Se comercializó de forma agresiva entre médicos, muchos de los cuales recibieron lujosos regalos, se les dio información falsa y se les pagó para dar charlas sobre la droga. Mientras tanto, a los pacientes se les decía equivocadamente que las píldoras eran una solución fiable y de largo plazo para el dolor crónico. En algunos casos hasta les regalaban cupones para muestras gratuitas durante un mes.
A Goldin, que hoy tiene 64 años, le indigna que nadie en la familia Sackler haya tenido que rendir cuentas. Ella ha iniciado una campaña para tratar de avergonzar a la familia y de hacer que pague por la rehabilitación y por el tratamiento contra la sobredosis en vez de patrocinar salas en museos de arte. “No les pido a los museos que devuelvan el dinero”, dice, “pero no quiero que acepten más dinero de los Sackler y quiero que se solidaricen públicamente con mi campaña”.
Un grupo de amigos y activistas se ha estado reuniendo semanalmente en su apartamento de Brooklyn con el fin de intercambiar ideas para una próxima campaña. La primera vez que Goldin dijo públicamente que se estaba recuperando de la adicción a los opiáceos fue el otoño pasado, durante una charla en Brasil.
Después de eso, en diciembre, escribió en la revista estadounidense Artforum sobre los Sackler: “Para hacer que nos escuchen, vamos a apuntar contra sus obras filantrópicas. Han lavado su dinero manchado de sangre en los pasillos de museos y universidades de todo el mundo”.
Allen Frances, exdirector de Psiquiatría de la Facultad de Medicina en la Universidad de Duke, escribió el año pasado sobre los vínculos de la familia Sackler en un artículo de la revista The New Yorker: “Su nombre ha sido destacado como el paradigma de las buenas obras y de los frutos del sistema capitalista. Pero, en realidad, han ganado su fortuna a costa de millones de adictos. Es sorprendente cómo no han sufrido consecuencias”.
Goldin está pasando a toda velocidad por la curva de aprendizaje del activista moderno. “Primero quise salir con carteles y organizar un piquete en algún ala Sackler de algún museo, porque eso es lo que habíamos hecho durante la guerra de Vietnam y lo que hicimos en el Act Up durante la crisis del sida”, dice.
Pero recientemente descubrió las redes sociales. “Mi primera incursión en Instagram fue hace tres semanas”, dice. Se dio cuenta de que hoy las peticiones se hacen online y se propuso organizar una, que se presentará a su debido tiempo ante los miembros de la familia Sackler en la junta directiva de Purdue Pharma.
Goldin también tiene ahora una cuenta en Twitter, donde ha lanzado una campaña con el hashtag #ShameOnSackler. Su campaña general se llama Prescription Addiction Intervention Now (Intervención Ahora para las Adicciones Prescritas, las siglas en inglés forman la palabra “pain”, que quiere decir “dolor”).
Mentiras sobre los riesgos del medicamento
Goldin cree que los Sackler apoyan la alta cultura en lugar de abordar el estigma de la adicción por el prestigio que da y porque si dirigieran sus obras filantrópicas hacia la recuperación y la prevención sería visto como una forma de aceptar su culpabilidad.
Tres ejecutivos de Purdue Pharma se declararon culpables en 2007 de acusaciones penales federales por haber engañado a reguladores, médicos y pacientes sobre el riesgo de adicción de OxyContin y la facilidad con que podía abusarse de él. La compañía accedió a pagar 600 millones de dólares pero ningún miembro de la familia Sackler fue acusado o mencionado.
En 2010, después del enfrentamiento con los reguladores y muchos arreglos extrajudiciales por demandas civiles (y con la patente original de OxyContin a punto de expirar) Purdue ajustó la fórmula de su producto para dificultar su esnifado. La publicidad también hizo más explícitos los riesgos de adicción.
Aunque hay fármacos rivales en el mercado, OxyContin es ampliamente considerado como la pieza fundamental en la epidemia de opiáceos de Estados Unidos. El organismo nacional (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades) informó en 2017 de que 91 personas morían al día en Estados Unidos por sobredosis de drogas, el 60% de ellas por opiáceos. Desde 1999, las muertes por prescripción de opiáceos se han multiplicado por cuatro.
En los últimos cinco años las prescripciones de opiáceos han caído como consecuencia de esta crisis, pero los estadounidenses no cambiaron sus hábitos ni buscaron rehabilitación sino que recurrieron a la heroína. Según la Sociedad Estadounidense de Medicina para las Adicciones, cuatro de cada cinco personas que prueban la heroína hoy en EEUU comenzaron con analgésicos recetados. Fue entonces cuando la heroína de la calle comenzó a ser secretamente cortada con el peligroso opiáceo sintético fentanilo.
Una sobredosis de fentanilo fue lo que mató a Prince en 2016, aunque unos documentos médicos divulgados el año pasado mostraron que antes de eso se había vuelto dependiente de los opiáceos bajo prescripción médica (mencionaron la oxicodona, la versión genérica y principal ingrediente activo del OxyContin).
La familia de Tom Petty reveló el fin de semana pasado que la muerte del cantante en octubre había sido causada por una sobredosis accidental con un cóctel de medicamentos y analgésicos recetados, entre los que había oxicodona y fentanilo.
“Están cayendo como moscas. Yo tuve una sobredosis de fentanilo, pero sobreviví”, dice Goldin. Finalmente, buscó la ayuda de un médico que la conocía desde 1989, cuando se limpió de drogas duras por primera vez. Esta vez, antes de entrar en rehabilitación se desintoxicó en casa. Como ella dice, hay muchos tipos de rehabilitación, y el cuidado y la terapia que se recibe tras la desintoxicación es igual de importante.
“Se ocupan de los problemas subyacentes de la persona”, dice Goldin. Los opiáceos potentes han creado una generación de adictos debido a una prescripción excesiva y masiva en el sistema de salud estadounidense. Pero muchos drogadictos callejeros de la vieja escuela, como Goldin lo fue una vez, elegían las drogas como un escape de los traumas infantiles, la soledad, la depresión o la pobreza. Ella describe a los médicos y terapeutas que la ayudaron a superar su adicción como “amables”.
En la rehabilitación del año pasado también tuvo que deshacerse de una dependencia a largo plazo, la de las benzodiacepinas, unos sedantes cuya marca más conocida es Valium.
La compañía que luego se convirtió en Purdue Pharma fue fundada en 1892 y luego ampliada por tres hermanos, Arthur, Mortimer y Raymond Sackler, en la década de los cincuenta. Ya murieron los tres. Arthur, en 1987, antes de que se inventara el OxyContin. Él fue responsable de brillantes campañas publicitarias para drogas desarrolladas por otras empresas, notablemente Valium, que se centraban en vender a médicos y pacientes el uso de estas drogas “maravillosas” para una variedad desmesurada de dolencias.
A la propia Goldin le recetaron Valium “cuando tenía 19 años”. “Porque estaba ansiosa”, dice. “Con esa amplitud se recetaba”.
“Es una manipulación de personas vulnerables”
Después del artículo de Goldin en Art Forum, la hija de Arthur, Elizabeth Sackler, escribió una carta a la revista (se publicará en Internet el 1 de febrero) señalando que la tercera parte de Purdue que era propiedad de su padre fue vendida por los herederos a los hermanos de Arthur poco después de su muerte. Escribió también que ni ella ni sus hijos se habían “beneficiado en modo alguno” de Purdue ni de la venta del OxyContin y consideró “moralmente aborrecible” el papel jugado por Purdue Pharma en la crisis de los opiáceos.
Aunque Goldin admira el Centro Elizabeth A. Sackler para el Arte Feminista en el Museo de Brooklyn, dice que fue la destreza comercial de Arthur, el padre de Elizabeth, para vender el Valium lo que sirvió de modelo a Purdue para introducir el OxyContin. “Ella (Elizabeth) no está libre de culpa”, dice Goldin.
Los diez meses transcurridos desde que dejó la rehabilitación han sido difíciles: “No puedo volver [a las drogas], me moriré. Me mantengo limpia por mi médico, por mí misma, por el activismo y por el bien de otros adictos. Siento que sería devastador para mi alma si recaigo. Cuando empecé el tratamiento en 1989, me motivaba saber que Lou Reed y Dennis Hopper se habían desintoxicado”.
Como exdrogadicta, Goldin estaba en un grupo de alto riesgo al que no se le debería haber recetado OxyContin. “El cerebro se acuerda”, dice.
Así describe ella misma su campaña: “Una llamada a las armas, a los fans de Prince, a los fans míos, a los directores de museos de arte, a los médicos, a cualquiera que haya perdido a alguien por culpa de los opiáceos o que conozca a alguien que está luchando, lo que en este momento incluye a la mayoría de la gente en Estados Unidos, músicos y artistas; una llamada a la solidaridad”.
Goldin no ha estado sacando muchas fotos últimamente, aunque se hizo algunos autorretratos mientras era adicta a OxyContin y tomó fotografías de las cosas que usaba para drogarse. Ha estado dibujando y pintando. En una pequeña habitación junto a la sala de estar hay un autorretrato, con su inconfundible cabello rizado castaño oscuro y su mirada de piedra, pero con la boca cosida.
“Lo pinté en Nochevieja, así es como me sentía entonces; estaba sola”, dice. Está deseando rodar un documental sobre la crisis de los opiáceos. Aunque el proyecto está en sus primeras etapas, dice que cuando se inició en la fotografía de adolescente, lo que quería era hacer películas. Lo más cerca que se acercó a su pico creativo fueron sus muchas presentaciones de diapositivas, con La balada de la dependencia sexual como la más famosa.
También es conocida por fotografiar a las drag queens con las que vivió durante tres años en los setenta. “Eran tan vitales, tan hermosas, tan graciosas; era un humor descontrolado. Creo que el humor es uno de los mecanismos de supervivencia de la vida y aquello era otro nivel. Yo estaba enamorada de ellas, y no lo analicé, sólo estaba viviendo”, dice. Y sacando fotos. Siempre ha dicho que su cámara no era más que una prolongación de su brazo, aunque el innegable oficio de su encuadre, y su cruda intensidad, lo eleva del documental al arte.
Ella captó una gran intimidad –a veces terriblemente íntima– en torno al sexo, a los colocones, a las peleas, a la violencia doméstica y a esa vida casi sin ropa que le caracterizaba a ella y a sus amigos. Muchos de los cuales murieron hace décadas. Pero ella explica que siempre mostraba las fotos a los retratados y ellos podían pedirle que no las publicara si no les gustaban. “Integridad, integridad e integridad”, dice. Esa palabra le devuelve a la crisis de opiáceos.
“Purdue Pharma no tiene integridad. Es todo lo contrario, una malvada manipulación de personas vulnerables. Es asqueroso”, dice.
Goldin enciende otro cigarro y toma un trago de ginger ale. Su retrato al óleo tal vez tenga la boca sellada, pero la Nan Goldin de carne y hueso se va a hacer escuchar.
Traducido por Francisco de Zárate