Como mujer viviendo bajo las reglas de ISIS, a la doctora Amal Ibrahim no le estaba permitido ejercer como médico. “ISIS nunca me lo permitiría, así que tengo que trabajar en secreto. La mayoría de los médicos recibieron amenazas y huyeron de la ciudad, y por eso a la gente le resulta verdaderamente complicado conseguir ayuda médica”, explica. “Trabajo muy pronto por la mañana o a altas horas de la noche para que nadie se entere. Casi todos mis pacientes son pobres, por lo que recolectamos dinero de la gente rica para comprar medicamentos y poder administrárselos”.
Es un trabajo muy valiente porque en Mosul el ISIS mata a gente con cualquier excusa. “Siete de mis vecinos fueron torturados y asesinados por llamar por teléfono a gente que vive fuera de Mosul. Una de las víctimas solo tenía 16 años”, añade la doctora.
Cuando los soldados iraquíes invadieron la ciudad, a veces llevaban a gente herida hasta su casa. “Yo era la única doctora en el vecindario. Ellos no contaban con más de tres médicos militares, que además terminaron también heridos. Fueron muy buenos conmigo: me lanzaban comida y medicamentos por encima del tejado”.
Finalmente logró escapar de Mosul, pero su trabajo no terminó ahí. Ahora está en un campo de refugiados cerca del campo de Kirkuk, trabajando en una clínica móvil para dar cuidados médicos a la gente que ha conseguido escapar de las áreas controladas por ISIS. Su nombre real no es Amal Ibrahim, pero mantenerse en el anonimato es una cuestión de vida o muerte, explica. “Mi padre sigue en Mosul cuidando de mi abuelo. Si ISIS descubre que he huido y que trabajo como doctora junto a médicos extranjeros de diferentes religiones, matarán a mi padre de inmediato”.
La mayoría de sus pacientes en el campo son de Hawija, una ciudad que ha estado bajo el control de ISIS durante casi tres años. Hay niños que no han visto a un doctor en toda su corta vida. No han sido vacunados, muchos están desnutridos o sufren anemia, diarrea o infecciones en las vías respiratorias. Los adultos padecen enfermedades crónicas que no han sido tratadas en mucho tiempo. Algunos tienen heridas producidas por los bombardeos. Los problemas psicológicos son algo generalizado.
Es lunes por la mañana y la clínica móvil acaba de abrir sus puertas. Debajo de un toldo rojo un grupo de mujeres espera su turno. Llevan velos negros o pañuelos de vivos colores y muchas de ellas llevan a sus hijos. Con rostros serios relatan las dificultados que han tenido que soportar.
Sin agua ni comida
“No hay comida en Hawija. ISIS cerró todas las tiendas y se llevó la comida”, cuenta Safia que tiene 42 años. Huyó de la ciudad con su marido y sus seis hijos. Por temor a ISIS no quiere que se mencione su apellido. “Teníamos mucha hambre. Solo teníamos pan y agua. Ni siquiera combustible”.
A Safia la golpearon brutalmente por no llevar el rostro lo suficientemente cubierto. “Me dejaron los brazos llenos de moratones”, cuenta. “Por ser mujer, no se me permitía salir sola. Un día crucé la calle, solo eso. Después de aquello, arrestaron a mi hijo y lo flagelaron con un cable 25 veces por permitir que su madre cruzase la calle sola. En otra ocasión, le raparon la cabeza por estar bromeando con sus amigos”.
“La vida allí era tan difícil que a veces deseábamos morir”, relata Amira, que tiene 41 años y es madre de 11 niños. “Si decías una palabra que a ellos no les cuadraba, te cosían la boca. Quemaron a policías vivos, les sucedió a mis primos. Arrestaron a mi hijo y temí por su vida”.
Una mujer que está justo a su lado sostiene a un niño con un sarpullido en la cara. “Nosotros solo teníamos una comida al día y nada más que pan hecho con el pienso de los animales”. Se calcula que unas 80.000 personas han huido de la región de Hawija desde agosto del año pasado. Buena parte de estos desplazados son personas que no tienen acceso a cuidados sanitarios básicos, porque las instalaciones existentes están desbordadas o muy lejos. Las clínicas móviles son una herramienta muy importante para que las ONG puedan dar solución a este problema.
Una clínica móvil es una especie de clínica desplegable: se instalan donde las personas desplazadas lo necesitan, normalmente en zonas de difícil acceso. No se trata de sustituir la atención sanitaria si no de cubrir vacíos“, explica Joy Wright, una doctora británica que dirige dos clínicas móviles de la ONG Medair en la región de Kirkuk. El proyecto está financiado por Echo, el departamento de ayuda humanitaria de la Comisión Europea.
“Visitamos áreas en las que recientemente han estado llegando grandes grupos de desplazados interiores”, cuenta Wright. “Vemos cientos de pacientes al día. Por eso es importante estar aquí. También vamos a zonas de la ciudad de Kirkuk donde muchas personas desplazadas están viviendo sin médicos ni hospitales a su alcance”.
“Que parte del equipo sea de la zona es realmente importante”, explica. “Porque ellos entienden la cultura. ”También es importante que haya doctoras, porque las mujeres no pueden ser examinadas por hombres. Que parte de nuestro equipo esté formado por personas desplazadas es muy bueno porque tienen muchísima empatía con nuestros pacientes“.
Malnutrición y sarna
En una de las tiendas se encuentra la doctora Ebaa Shakir Mahmood. Tiene 28 años y como su colega Ibrahim también huyó de Mosul. Ahora está examinando a un niño pequeño que tiene dos años pero parece mucho menor. “Sufre malnutrición. Hay muchos niños con esta dolencia. También veo a muchos pacientes con neumonía, diarrea y leishmaniosis, una enfermedad causada por los tábanos en el campo. Otro de los problemas más frecuentes es la sarna, debido a la falta de higiene”.
Siempre hay más pacientes mujeres que hombres que acuden a ella. “A menudo tienen problemas ginecológicos. La mayoría han tenido muchos hijos y también se producen muchos abortos involuntarios”. Los trabajadores de la clínica móvil tratan de difundir información sobre la importancia de las vacunas, la planificación familiar y la higiene a través de voluntarios que reciben un entrenamiento y visitan a las familias del campo.
Safia, cuyo hijo fue castigado por ISIS, es una de las trabajadoras sanitarias comunitarias. “Visito con regularidad a mujeres en sus propias tiendas para hablar sobre cosas como la higiene o las enfermedades de la piel”, explica. “Me preguntan mucho sobre control de la natalidad, porque no quieren tener tantos niños”.
Los problemas psicológicos son otro de los grandes problemas en el campo. Hace poco, una mujer con graves problemas psicológicos prendió fuego a su propia tienda porque creyó ver a los combatientes de ISIS entrando. Ni ella ni su bebé sobrevivieron. “La gente ha visto cosas terribles y han tenido que huir en unas condiciones lamentables. He visto pacientes con trastorno por estrés postraumático, depresión y esquizofrenia”, dice Shakir Mahmood. “El estrés de vivir en el campo agudiza sus problemas”.
Clínicas móviles en medio del desierto
Al día siguiente, la clínica móvil va a visitar un asentamiento de apartamentos de poca altura en medio del desierto que rodea Kirkuk, donde muchos refugiados procedentes de Hawija alquilan pisos diminutos. El centro médico más cercano está a muchos kilómetros.
Una de las pacientes es una mujer de 63 años –velo negro, túnica azul– que tiene la tensión alta. Mientras espera a ser atendida, relata cómo consiguió huir de ISIS fingiendo ser muy mayor y estar muy enferma. “Caminé apoyándome en un palo y tambaleándome como una anciana. Cuando los combatientes de ISIS me pararon y me preguntaron que a dónde iba, les dije que a ver a un médico. ¡Incluso me dieron un paseo! Tenía que ser lista, de lo contrario, me habrían matado”.
“Bajo el control de ISIS nos enfrentamos a muchos problemas sanitarios”, cuenta una madre que tiene 35 años y cinco hijos. “Nuestro hijo enfermó. Yo misma tengo reuma. Pero no había ningún doctor cerca. Escapamos una noche a pie. Fue tan duro que, en un momento determinado dije, que me quemen, no puedo más”.
“Intento dar a mis pacientes más que medicación”, asegura Ibrahim. “Siempre les digo: llegará el día en el que volváis a casa y recuperéis vuestras vidas. Intento llenar sus corazones con algo de esperanza”.
Traducido por Cristina Armunia Berges