Si quiere ascender en Reino Unido, siga el manual del presentador que entrevistó a Rubiales
¿Cómo ha llegado tan lejos el presentador británico Piers Morgan? Es uno de los constantes misterios de la vida pública. Yo lo veo como un bufón, un matón y un charlatán. Pero Morgan, que entrevistó la semana pasada al ya expresidente de la Federación Española de Fútbol Luis Rubiales, ha ascendido como una burbuja de metano en una suspensión química, ocupando algunos de los puestos más prestigiosos y lucrativos de los medios de comunicación pese a haber protagonizado escándalos que habrían terminado con la carrera de cualquiera.
La revista Private Eye dio una explicación la semana pasada en un artículo en torno a la vida y abusos del plutócrata Mohamed Al Fayed. En él se citaba un texto que Morgan había escrito en 1999 sobre Al Fayed: “He mantenido siempre como estricta norma vital congraciarme con tres clases de personas: propietarios de periódicos, posibles propietarios de periódicos y multimillonarios. Teniendo en cuenta que Mohamed Al Fayed es multimillonario y que le encantaría ser dueño de un periódico, hacerle la pelota me parece una jugada extremadamente sensata”.
La estrategia no es infrecuente. Lo raro es decirlo. Morgan pronunció en voz alta una regla tácita de la vida pública: si quieres ascender, arrástrate ante los multimillonarios, especialmente cuando son dueños de medios de comunicación. La conclusión evidente: “Es porque son los que tienen poder de verdad”.
La norma que no se puede infringir
Muchas normas se incumplen sin consecuencias. Mientras sirvas para canalizar las peticiones de los más ricos, puedes infringir las directrices editoriales de la BBC apareciendo en ella sin desvelar tus intereses económicos. Mientras sigas siendo un leal servidor de las grandes fortunas, puedes infringir las normas parlamentarias de manera impune, mintiendo, dejando sin actualizar la información sobre tus intereses, o aceptando un segundo trabajo sin autorización al término de tu carrera ministerial. Lo que no se puede infringir es la regla de Morgan. Tienes que cumplirla si eres un partido político y quieres acercarte al poder, o si eres un tertuliano que quiere aparecer en la BBC. Si no la cumples, serás vilipendiado o excluido.
Morgan y otros periodistas como él son miembros de una clase de conserjes que ofrecen una amplia gama de servicios al poder económico. Entre ellos hay responsables de medios multimillonarios y de centros de estudios de Tufton Street, especializados en transformar las inaceptables demandas de oligarcas y empresas en un supuesto sentido común político. También sirven para atacar a las personas que critican a los plutócratas y para transferir la responsabilidad de lo que ellos provocan, endosándosela a la inmigración o al Partido Laborista, que son algunos de sus clásicos chivos expiatorios.
Luego están los miembros de grupos de presión que se especializan en el lavado de imagen mediando en la firma de acuerdos entre nefastos plutócratas e instituciones culturales (universidades, museos, teatros de ópera, y organizaciones benéficas) que a cambio de grandes donaciones ponen el nombre de sus patrocinadores en facultades, cátedras, premios, fondos y galerías de arte, transformando a cleptócratas violentos en pilares de la sociedad.
Otros son abogados, contables, banqueros y gestores de patrimonios especializados en ocultar y lavar su dinero; en comprarles visados especiales; o en demandar y acosar a las personas que los critican. Por eso el crimen organizado adora Londres. Se aprovechan de las ultrapermisivas leyes financieras de Inglaterra y también de sus ultrarrepresivas leyes sobre difamación.
El Gobierno siempre está ahí para echar una mano. En 2021, cuando Rishi Sunak era ministro de Hacienda, los abogados del difunto Yevgueni Prigozhin solicitaron a su Ministerio que anulara las sanciones contra el despiadado jefe del grupo mercenario ruso Wagner para así poder demandar al periodista de investigación Eliot Higgins. El ministerio de Sunak concedió los permisos especiales que se solicitaban y hasta aprobó vuelos a San Petersburgo que iban en contra de las sanciones para que pudieran planear su estrategia jurídica.
Así es como unas pocas decenas de personas, asistidas por miles de conserjes, son capaces de dominar nuestras vidas. Este sistema al que llamamos democracia solo es un barniz, pegajoso y con abolladuras, en la superficie del poder oligárquico.
El poder económico se traduce en poder político
El poder económico se transforma en político a través de muchos mecanismos, y ninguno de ellos es bueno para nosotros. El más obvio es la financiación de campañas. El patrocinio no es solo de partidos políticos, sino de sistemas enteros de pensamiento y acción política. Estas transacciones hacen que los intereses generales de la sociedad no quepan en la mente de los políticos. Algunas de las donaciones son gigantescas: el año pasado, la página web estadounidense The Lever difundió el detalle de una transferencia por 1.300 millones de dólares (unos 1.220 millones de euros) ordenada por el poco conocido multimillonario Barre Seid en beneficio de un nuevo grupo de interés dirigido por un ultraconservador. ¿Cómo pueden los ciudadanos de a pie competir contra eso?
El poder financiero también garantiza que dentro de las normas supuestamente diseñadas para combatir el crimen económico y el blanqueo de sus beneficios haya lagunas legales tan amplias como para que naveguen superyates por ellas. En los últimos meses, los miembros de la Cámara de los Lores han estado tratando de eliminar las evidentes trampas del proyecto de ley sobre crímenes económicos a trámite en el Parlamento. El Gobierno ha frustrado cada uno de esos intentos. En el debate del pasado lunes, el diputado conservador Lord Agnew –lo más diferente que hay a un radical incendiario– se quejó de que “el Gobierno sigue diciendo una cosa y luego hace otra distinta”. Dirigida por un oligarca y hecha para oligarcas, la Administración Sunak primero anuncia a bombo y platillo que terminará con esas lagunas jurídicas, para luego retocar sutilmente la legislación de manera que sigan vigentes.
El poder del dinero garantiza que no haya ningún límite a su impacto medioambiental. Hace poco me contaron el caso de un multimillonario que quería volar hasta un resort lujo en su jet privado. En el último momento cambió de idea y decidió ir a otro lugar donde la pista de aterrizaje era más corta. Como el peso del avión cargado superaba al permitido en la nueva pista, antes de despegar hizo que los motores quemaran 15.000 dólares de combustible (unos 14.000 euros). Sunak trata a Reino Unido como un país a sobrevolar, subiéndose a helicópteros y jet privados para viajar a lugares donde fácilmente podría llegar en tren. Como los vuelos privados de menos de 20 minutos que hacen Kylie Jenner y Floyd Mayweather. Cada uno de ellos está negando el intento de miles de mortales, comunes y corrientes, de vivir dentro de los límites de un planeta habitable.
Pero estos efectos concretos no son nada al lado del efecto agregado de su accionar: el modo extraordinario en que la sociedad general refleja las preferencias de los ultrarricos. Casi todos los que participan de la vida pública aceptan el mismo conjunto de creencias absurdas: que en un planeta finito el crecimiento económico se puede mantener de manera indefinida; que la acumulación sin obstáculos de fortunas gigantescas por parte de unos pocos es algo aceptable, y hasta encomiable; que se les debe permitir poseer tanta riqueza natural como su dinero les permita; que no hay nada objetable en que unos pocos multimillonarios con residencia en paraísos fiscales sean los dueños de los medios y marquen la agenda política; que cualquiera que cuestione estas nociones no tiene cabida en la sociedad civil. Somos libres de hablar hasta ahí, pero no más allá: el punto del que pende todo.
La máxima de Morgan no es solo una regla tácita. También es la verdad inconfesable. Todo el mundo la conoce, pero casi nadie la pronuncia. Es lo que sostiene a nuestras prestigiosas instituciones, a nuestros códigos jurídicos, a nuestros modales y a nuestras costumbres. Es el gran silencio que tenemos que romper.
George Monbiot es columnista de The Guardian.
Traducción de Francisco de Zárate.
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