El 1 de octubre de 2001, tres semanas después de los atentados del 11-S, se organizó una pequeña marcha de protesta en Washington. Aún faltaban seis días para que comenzara el bombardeo de Afganistán. “No conviertan a la tragedia en guerra”, “nuestro dolor no es un grito de guerra”, decían las pancartas. El argumento de los manifestantes estaba claro: la guerra no era la respuesta inevitable al atentado terrorista.
Las protestas fueron desoídas en nombre de las atrocidades cometidas por Al Qaeda. “Los manifestantes se oponen a librar una guerra contra los terroristas”, tituló el New York Times su crónica sobre la marcha.
Pero las preguntas que se hacían los manifestantes vuelven a plantearse 20 años después, tras la sorprendente derrota de Estados Unidos y sus aliados y el regreso al poder de los talibanes. La diferencia es que esta vez llegan en medio de la resignación y la desesperación.
Entre la conmoción por la caída de Kabul, el caos de los esfuerzos de evacuación, y la sensación generalizada de que se ha cometido una traición, se extiende el temor de que los últimos 20 años, con decenas de miles de vidas perdidas y dos billones de dólares gastados, pueden haber sido en vano.
“Para ser sincera, en este momento estoy perdiendo todo aquello por lo que trabajamos tan duramente todos los de mi familia, todos los de mi tribu, todos los de mi distrito, incluso toda mi provincia”, dijo a la BBC Pashtana Durrani, una activista por la educación de las niñas en Kandahar. “Tenemos que huir, tenemos que abandonar los hogares por los que hemos trabajado tan duramente, y renunciar a todos los sacrificios que hicimos”.
“Estoy desolado, triste y enfadado; siento todo esto porque fui testigo de los incalculables sacrificios hechos por hombres y mujeres increíbles, y ahora estoy tratando de entender si todo eso sirvió para algo”, dijo el teniente coronel James Cho, ex oficial de inteligencia de las fuerzas aéreas estadounidenses.
“Para ser sincero, creo que cuanto más pensaba sobre alguna visión o meta estratégica mayor que lo justificara todo, más me desesperaba”, dijo Cho, que ahora pertenece al consejo de defensa del Proyecto de Seguridad Nacional Truman. “Lo que decidí fue que había ido allí porque mis hermanos y hermanas de armas también habían ido allí para asegurarse de que estábamos sobre el terreno cuidando de los demás”.
Plataforma terrorista
El objetivo original de la guerra de Estados Unidos junto a sus socios de la coalición era evitar que Afganistán se convirtiera en una plataforma de Al Qaeda para lanzar ataques contra Occidente. De acuerdo con esa visión limitada, la presencia militar fue un éxito.
No se sabe si ese éxito se revertirá ahora. Según Charles Lister, del Instituto de Oriente Medio, “la relación entre los talibanes y Al Qaeda es más firme que nunca”. “Es posible que el posicionamiento político de los talibanes haya evolucionado un poco a lo largo de estos años, pero las relaciones de este tipo son mucho más resistentes”, dice.
En su balance general sobre la intervención militar, la Inspección General Especial de EEUU para la Reconstrucción de Afganistán, un organismo creado por el Congreso para supervisar la misión de manera independiente, fue este martes igual de contundente. “Si el objetivo era reconstruir y dejar un país capaz de sostenerse por sí mismo, que no significara una gran amenaza para los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos, el panorama general en Afganistán es desalentador”, dice el informe.
El balance reconoce los avances logrados en la esperanza de vida, la mortalidad infantil y la alfabetización, pero añade: “A pesar de estos avances, la cuestión clave es si fueron proporcionales a la inversión de EEUU, o si serán sostenibles tras la retirada de EEUU. En nuestro análisis, ni lo uno ni lo otro”.
Pero tras este sombrío primer recuento, se comienza a pensar en lo rescatable.
Un país distinto
El Afganistán que heredan hoy los talibanes es muy diferente al de 2001. En los últimos 20 años, las tasas de mortalidad infantil se redujeron a la mitad. Se ha pasado de que casi ninguna niña fuera al colegio bajo el primer régimen talibán a más de un 33% de las jóvenes adolescentes que hoy saben leer y escribir. En 2005, el porcentaje de afganos con acceso a la electricidad era inferior al 25%. Hoy tienen electricidad casi todos.
Son logros difíciles de borrar, y tratar de hacerlo sería autodestructivo para los talibanes. Aunque la derrota militar haya sido inequívoca y aplastante, el éxito o fracaso de los sacrificios vividos en estas dos décadas es una batalla aún por librar.
Dominic Tierney, profesor de ciencias políticas en el Swarthmore College, dice que “es muy fácil ver la situación y pensar que se acaba de perder la Super Bowl y que el partido ha terminado”. Pero, según Tierney, que acaba de publicar el libro The Right Way to Lose a War: America in an Age of Unwinnable Conflicts [Cómo perder una guerra: EEUU en la era de los conflictos inganables], “con estas complejas guerras modernas lo que de verdad ocurre es que no hay realmente un punto final claro”.
“Este es un momento absolutamente crítico”, dice. “Lo que está en juego es decidir si estamos ante algún tipo de derrota manejable o si se trata de una catástrofe total; la gente tiene que entender que la brecha entre las dos cosas es enorme”.
Según Tierney, Estados Unidos no se debería limitar a evacuar al mayor número posible de refugiados. También tiene que empezar a usar todos los medios a su alcance para mitigar la magnitud de la derrota, incluyendo una alianza con China, Rusia y otras potencias con intereses en Afganistán. “La victoria talibán va a crear un montón de fricciones entre los talibanes y muchos actores regionales; si Estados Unidos es inteligente, podría aprovecharlo”.
Según Farhat Popal, que trabajó para el Departamento de Estado y para la Inspección General de EEUU en Afganistán, “lo que la comunidad internacional tiene que hacer en este momento es comprometerse con la protección humanitaria, especialmente la de mujeres y niñas que se enfrentan a riesgos desproporcionados para su salud, seguridad y bienestar si no se permite que continúe esa labor humanitaria, y comprometerse a recibir a los refugiados”. “Estas son cuestiones de vida o muerte y el mundo no puede dar la espalda”, dice.
Para los afganos que han sido abandonados con la precipitada retirada de EEUU, del Reino Unido y de otras potencias occidentales, mitigar la derrota será resistir sin armas, negarse a renunciar a lo que ganaron por sí mismos.
La afgana Fatima Ayub, que dirige la oficina de Washington de la ONG Crisis Action, tuiteó: “Una cosa sé seguro: si los talibanes insisten en despojar de su alegría a los afganos, el pueblo más traumatizado y abandonado de la Tierra, acabarán con su propio gobierno”.
Traducción de Francisco de Zárate