El teléfono sonó en un momento inoportuno.
Eran finales de mayo de 2013, apenas comenzada la noche, durante la despedida de un colega en un concurrido bar de Londres. Por aquel entonces, yo era editor de defensa y seguridad en The Guardian, lo que me convertía en la persona de contacto con las agencias de inteligencia de Reino Unido.
Y una de ellas quería hablar conmigo. Con urgencia.
Aquella voz familiar no sonaba tan tranquila como de costumbre. Y, esta vez, era él quien hacía las preguntas. Y lo que quería saber me sorprendió.
The Guardian, dijo, podría haber accedido a algunos documentos sensibles. Documentos que no deberíamos tener bajo nuestro poder. Y que por favor los devolviéramos.
Para mí era una novedad, pero mientras derivaba la conversación hacia mis superiores en la cadena de mando, el pánico en la voz del funcionario se volvió comprensible.
A The Guardian no le habían filtrado apenas algunos documentos, sino decenas de miles de ellos. No sólo eran sensibles: estaban por encima de lo “ultrasecreto”.
Provenían de Edward Snowden.
En los días posteriores, un pequeño grupo de periodistas y expertos en informática nos reunimos en una sala de proyectos especiales de nuestras oficinas.
Antes de ponernos manos a la obra, nos habían advertido de que casi con toda seguridad estaríamos infringiendo la Ley de Secretos Oficiales. Podríamos ser procesados. Se habló de cárcel.
Concluimos en que “quien se sienta incómodo con los riesgos debería marcharse ahora”.
Nadie lo hizo. Snowden nos había proporcionado pistas importantes: los nombres de los programas secretos de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés) y el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno (uno de los servicios de inteligencia de Reino Unido; GCHQ, por sus siglas en inglés) que recopilaban cantidades masivas de datos personales.
Pero no podíamos tirar de estos hilos hasta que los documentos hubieran sido almacenados en un ordenador “seguro”.
Se habían creado muchas capas de seguridad encriptada, y necesitábamos una frase de contraseña indescifrable.
Alguien eligió un verso de un poema de Shelley. Sólo en The Guardian, podría decirse.
Y sólo en The Guardian esto conduciría a una discusión sobre si se había escrito mal el nombre de un poeta romántico emblemático del siglo XIX, lo que haría el acceso a los archivos aún más peligroso y polémico.
No sabíamos por cuánto tiempo tendríamos acceso a la información, por lo que las jornadas de trabajo eran extensas y los fines de semana habían quedado suspendidos.
Nadie más tenía permitido entrar en la sala, que se volvió fétida.
Sin ventanas que abrir, con las persianas permanentemente bajas para protegernos de los fisgones, y con la higiene personal ciertamente relegada en la lista de prioridades, la habitación por momentos lucía y olía como un vertedero de basura.
Una de mis principales contribuciones fue pasar la aspiradora por el suelo cuando ya era demasiado, pero las cajas de pizza y las latas vacías de Coca-Cola light tardaban mucho tiempo en desaparecer.
Los documentos que no necesitábamos iban a parar a una de las dos trituradoras.
Durante un ataque de pánico a media tarde, cuando creíamos que la policía estaba de camino, una de las máquinas explotó por sobrecarga de trabajo. El aparato echó chispas y humo, sus dientes metálicos se atascaron hasta que estalló como una tostadora. Habría sido un espectáculo interesante para los detectives que irrumpieran en la sala.
Antes de publicar cada una de nuestras historias, llamaba al GCHQ. Probablemente Clarissa (no es su nombre real) temía mis llamadas. Queríamos darles la oportunidad de hacer comentarios y aclarar detalles, pero no lo hicieron. Quizá pensaban que no podrían.
A estas llamadas les seguía invariablemente alguien del comité de solicitudes D-notice –que supervisa un código voluntario que busca evitar que se divulgue información que tenga implicaciones para la seguridad nacional– que me llamaba para aconsejarnos que no publicáramos ciertas cosas. En algunos casos, todo.
Mantuvimos conversaciones, algunas de ellas más punzantes y tensas que otras.
En aquel entonces, The Guardian estaba en un lugar muy solitario.
En Reino Unido, los ministros nos acusaban de atentar contra la seguridad nacional y ayudar a los terroristas. Se instó a la policía y a la Fiscalía del Estado a intervenir.
Nuestros rivales en la prensa se burlaban jocosamente de nosotros por estar haciendo una labor delictiva. En su prisa por condenarnos, no se detuvieron a observar el panorama completo.
Un episodio trivial, pero ilustrativo.
Unos meses después de la filtración, el MI5 celebró una reunión informativa en su sede londinense a orillas del Támesis para hablar de Snowden y del daño que, según ellos, había causado.
Para ser justos con el Servicio de Seguridad, podrían haber excluido a The Guardian, pero no lo hicieron.
Mientras aguardaba en la recepción junto a otros periodistas, un reconocido corresponsal de la BBC salió del ascensor.
Me vio, se acercó y me sugirió amablemente que me pusiera cuanto antes un sombrero de hojalata y me preparara para la peor de las reprimendas de parte de los directores del MI5. No se equivocaba.
Arriba, en el despacho del director general, me senté en un extremo de un largo sofá y me alarmé al ver que todos mis colegas de otros medios estaban apretujados unos contra otros.
Parecía que The Guardian debía ser mantenido a una distancia prudencial.
Un punto de inflexión
Diez años después, sin embargo, parece indiscutible que las revelaciones de Snowden sobre las técnicas de vigilancia masiva y recopilación de datos supusieron un punto de inflexión.
Las actitudes tardaron meses en cambiar, pero lo hicieron.
Las antiguas suposiciones sobre la solidez de las leyes, las reglamentaciones y los organismos de control que supervisan el trabajo de los servicios de inteligencia fueron reconsideradas: todas esas regulaciones debían ser sometidas a cambios cuanto antes.
Habían sido redactadas en una época que no podía concebir las poderosas herramientas creadas por las agencias gubernamentales y, hoy en día, por las empresas privadas.
Un eco que regresa, tal vez, ahora que nos enfrentamos a la inteligencia artificial. El debate sobre quién puede conservar qué información y durante cuánto tiempo está abierto.
Todo comenzó con Snowden.
Traducción de Julián Cnochaert.