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OPINIÓN

La sobreexplotación de Venecia demuestra por qué el turismo debe cambiar en la era pos-COVID

Gondoleros de Venecia el pasado 18 de mayo.

Neal E Robbins

Periodista independiente y escritor —

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Antes de la aparición de la COVID-19, la industria turística era el sector que generaba más empleo en todo el planeta, dándole trabajo a una de cada once personas. Y seguramente la industria se recupere cuando termine la emergencia sanitaria, ¿pero debería volver a ser todo como antes? Quizás ahora sea por fin el momento de repensar cómo debería ser el turismo.

Antes del brote de coronavirus, se calculaba que en 2030 la cifra de turistas a nivel mundial alcanzaría las 1.800 millones de llegadas internacionales. En 1950, la cantidad era de 25 millones. Ese impresionante aumento tiene dos caras. Por un lado, el turismo genera empleo y a menudo ofrece una forma de sustento económico a sitios alejados o históricos. Sin embargo, la sobreexplotación turística se ha convertido en un verdadero problema para destinos más delicados, como Machu Picchu en Perú, y muchos centros históricos urbanos, como el de Nueva Orleans o el de Dubrovnik. También es el caso de la ciudad que más conozco: Venecia. Allí, los 30 millones de visitantes anuales suponen una gran presión para los residentes, el patrimonio histórico y el medio ambiente. Así, el turismo se convierte en una fuerza corrosiva.

En los años previos al brote de coronavirus, pasé muchos meses en la ciudad de los canales entrevistando a los venecianos sobre su vida y su cultura. En todos los casos, lo primero que querían contarme era cómo el turismo masivo había afectado a su estilo de vida: desde los años 90, el turismo fue expulsando a los vecinos, las calles y las plazas se fueron abarrotando hasta un punto peligroso, los precios de los alquileres residenciales se pusieron por las nubes y los pequeños negocios locales se destruyeron.

Ahora, los únicos comercios que funcionan son los que venden bocadillos, recuerdos turísticos y poco más. Los turistas arrogantes se atreven a meterse en sitios religiosos mientras se están llevando a cabo bodas, bautismos y funerales. Los lazos sociales que alguna vez existieron en Venecia, su ritmo de vida, incluso su vibrante actividad artesanal, ahora son prácticamente imagen del pasado.

Además de todo eso, los millones de turistas que visitan Venecia suponen una enorme presión para el medio ambiente, ya que generan montañas de desechos y provocan un uso excesivo de los vaporetti (autobuses y taxis acuáticos). También suponen un tránsito desmedido por los edificios históricos, con la gente humedeciendo con su respiración las obras de arte. Los cientos de cruceros –barcos de turismo masivo que llegan a alojar hasta a 4.000 pasajeros– contribuyen a la contaminación del aire y generan un impacto en el delicado medio ambiente acuático.

La población de Venecia, que se calculaba en 170.000 personas después de la Segunda Guerra Mundial, ha caído a los 52.000 habitantes actuales. Los residentes que quedan se siguen sintiendo afortunados por vivir en una ciudad con tanta belleza y muchos creen que su cultura subsiste, a pesar de los embates que ha sufrido. Pero también se lamentan por todo lo que han perdido y muchos eligen marcharse a hogares en el continente, unos 1.000 residentes al año. Se calcula que en 2030, Venecia se habrá quedado sin venecianos, es decir, sin una cantidad significativa de residentes permanentes.

No es exagerado decir que el turismo masivo –sumado a otros problemas que existen en la ciudad, como el mal manejo de las cuestiones medioambientales, la corrupción, el inmovilismo política y ahora la emergencia climática– está llevando a esta comunidad, la laguna y el fabuloso patrimonio histórico al borde del colapso.

Para Venecia, el turismo era una forma benigna de sustento económico hasta que el mundo dio un giro hace unos 30 años, cuando un nuevo orden económico favoreció los vuelos de bajo coste, las comunicaciones y aceleró la globalización. Cuando se le cedió el control de la ciudad al mercado, con pocos controles, Venecia se convirtió en un activo que explotar. En los años 90, cambios regionales en las leyes italianas permitieron un desenfrenado comercio inmobiliario que profundizó los efectos del turismo masivo.

Sin embargo, los venecianos todavía creen que pueden salvar su ciudad y muchos luchan por ella, reclamándole a los políticos más acciones. Quieren que se controle la cantidad de turistas y que se aprueben leyes sobre las operaciones inmobiliarias y los alquileres para poner fin al dominio de los alquileres temporales como los de la plataforma Airbnb, que expulsan a los vecinos de la ciudad. Quieren que se priorice el alquiler residencial a precios sostenibles y que se generen más empleos mediante la diversificación económica. Quieren medidas ecológicas, especialmente la prohibición de los cruceros de gran tamaño y un mejor tratamiento de las aguas de la laguna, algo vital para la vida de la ciudad.

Durante los meses de respiro que ha dado el brote de COVID-19 a la ciudad, cuando las calles de pronto se vieron vacías, los vecinos recuperaron su tranquilidad perdida, y los peces, cisnes y cormoranes regresaron a los canales, estas cuestiones quedaron en primer plano. Sobre todo prendió la esperanza de que este momento tan difícil para el mundo pudiera convertirse en un punto de inflexión.

Lo que necesita Venecia, y muchos otros destinos turísticos, es un nuevo turismo, uno que beneficie a los residentes, no uno organizado según las exigencias de los especuladores, los comerciantes y los turistas. Los visitantes debemos dejar de pensar el turismo como un derecho incuestionable y verlo como parte de nuestra responsabilidad de sostener la vida en nuestro planeta. Para esto, se tiene que poder poner límite a la cantidad de turistas.

Hace falta una nueva mentalidad para pensar el turismo en la era poscoronavirus. Quizá ya no podremos visitar sitios de manera tan informal. Quizás tendremos que sacrificar la libertad de llegar en cualquier momento y visitar todo lo más rápido posible o por los medios que más nos convienen. Tendremos que aceptar vivir –y hacer turismo– a menor velocidad.

Más allá de eso, tenemos que poner fin a nuestra pasividad como turistas y ver cada sitio como nuestro hogar, no solo como atracciones turísticas. Deberemos adaptarnos a las costumbres locales y no visitar lugares cuyas autoridades solo respondan a intereses económicos y no protejan los medios de vida locales y el medio ambiente. Una perspectiva ecológica ayudará a que destinos delicados sobrevivan y permitirá que obras maestras como Venecia subsistan por muchas generaciones más.

*Neal E Robbins es autor de 'Venecia, una Odisea: Esperanza e Indignación en la icónica ciudad', que será publicado este próximo julio.

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