Se acabó el cuento de hadas de la bondad natural de los gigantes tecnológicos

Olivia Solon

San Francisco —

Cuando en abril de 2017 se publicó por primera vez en Reino Unido el libro de Jonathan Taplin, Move Fast and Break Things (“Muévete rápido y rompe cosas”), sobre el preocupante crecimiento de las grandes tecnológicas, sus editores eliminaron el subtítulo que traía porque les pareció que no había pruebas que lo sostuvieran: “De cómo Facebook, Google y Amazon acorralaron la cultura y socavaron la democracia”.

En la edición de bolsillo que preparan para el próximo año van a recuperar el subtítulo. Como dijo Taplin, “ha sido un cambio radical en sólo seis meses”. “Antes, la gente estaba como dormida”.

A lo largo del último año, apenas ha pasado un día sin que se haya producido un escándalo con las tecnológicas en el punto de mira, ya sea por acoso sexual, asesinatos en directo, operaciones rusas de manipulación o propaganda terrorista.

El annus horribilis de las tecnológicas comenzó con el llamamiento #DeleteUber (borrad de los teléfonos la aplicación de Uber), pero al paso que van las cosas, va a terminar con un llamamiento a borrar todo Internet.

Según Om Malik, un inversor de capital de riesgo, “2017 ha sido definitivamente un año en el que las tecnológicas han descubierto que tienen una diana pintada en la espalda”. “Las grandes empresas estaban tan obsesionadas con crecer que ha habido una falta de responsabilidad social. Ahora se ven las consecuencias”, dijo.

Las elecciones presidenciales en EEUU

La sorprendente elección de Donald Trump sirvió como un catalizador para investigar a las plataformas que representan gran parte de nuestra experiencia en Internet. Aun así, han hecho falta muchos meses para entender de verdad la enorme magnitud del rol que jugaron.

Tal vez la mayor llamada de atención fue la hora de la verdad que se vivió en Washington. El Congreso convocó a representantes de Facebook, Twitter y Google para que testificaran sobre su papel en una polifacética operación rusa para influir en las elecciones presidenciales de 2016. Las tres tecnológicas admitieron que organizaciones rusas habían comprado publicidad en sus webs en un intento de distorsionar la votación.

En el caso de Facebook, hubo cuentas falsas impulsando mensajes que fomentaban la crispación en los estados decisivos. Google detectó actividades similares en su herramienta de búsquedas y en YouTube. En Twitter, ejércitos de bots y de usuarios falsos promovieron noticias falsas que favorecían a Donald Trump. 

“La elección muestra lo que está en juego”, dijo Noam Cohen, autor de The Know-It-Alls: The Rise of Silicon Valley as a Political Powerhouse and Social Wrecking Ball (Los sabelotodos: el auge de Silicon Valley como centro político y bola de demolición social). “En el pasado, criticar a Silicon Valley era decir que el smartphone nos estaba haciendo tontos. Ahora es decir que es incompatible con la democracia”.

Monetizando sin límites

No ha sido el único ejemplo de tecnológicas monetizando y distribuyendo contenidos desagradables para luego hacerse las sorprendidas cuando se descubre.

En marzo, The Times de Londres reveló que YouTube había pagado, a través del mecanismo de compartir ingresos por publicidad, a extremistas islámicos que difundían discursos de odio, lo que llevó a un boicot de muchos importantes anunciantes. Un segundo boicot se inició este mes después de que las marcas descubrieran que sus anuncios publicitarios aparecían junto a contenidos consumidos por pedófilos.

En mayo, la investigación del periódico the Guardian sobre las políticas de moderación de Facebook reveló que la red social violaba las leyes de negación del Holocausto salvo cuando temía ser demandada. Cuatro meses más tarde, Pro Publica descubrió que las herramientas publicitarias de Facebook podían utilizarse para llegar también al público que forman los que odian a los judíos.

La directora general de operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, dijo después estar “disgustada” y “decepcionada de que nuestros sistemas lo permitieran”.

“Ups, vamos a arreglar esto” es, según Taplin, la respuesta estándar de las tecnológicas, una reacción que considera frustrante y poco sincera. “Por favor, ¿en qué estaban pensando? Si es posible segmentar anuncios para mujeres a las que le gustan los camiones y que beben whisky en Tennessee, por supuesto que puede usarse con fines oscuros”.

Poder en manos de unos pocos

Los ingresos inmensos y la influencia crecientes de compañías como Facebook, Amazon, Google y Apple han despertado el temor de que se hayan convertido en Goliaths, amenazando la innovación por la que antes era famoso Silicon Valley.

Basta con mirar a Snap para ver lo que pasa cuando pisas los talones de una gigante tecnológica como Facebook: primero, te hace una oferta de compra, una estrategia que funcionó con Instagram y WhatsApp. Si eso falla, te elimina.

En el caso de Snap, esto significó ver a Facebook clonar todas las funciones de Snapchat, al principio torpemente, pero no cesaron hasta que la cuota potencial de mercado publicitario para Snapchat se desvaneció.

“A Evan Spiegel (el consejero delegado de Snap) lo están despidiendo”, dijo Taplin, que destaca que las acciones de Snap se han desplomado desde que la compañía salió a Bolsa en marzo.

A medida que el poder se consolida en manos de unos pocos, lo mejor que le puede pasar a una startup es ser comprada por uno de los gigantes tecnológicos. Esto conduce a una mayor concentración.

Desesperadas por evitar el tipo de regulación contra monopolios que perturbó el dominio de IBM y de Microsoft, las cinco grandes tecnológicas están inundando a Washington con grupos de presión, hasta el punto de que ya multiplican por dos la inversión en lobbies que hace Wall Street.

“Disidentes tecnológicos”

Según Malik, “la regulación va a venir”. “Tenemos que prepararnos para eso. Todo el mundo se ha dado cuenta de que ahora somos el enemigo número uno porque somos ricos y los políticos huelen a sangre”.

No ayuda que cada vez más exingenieros y exlíderes empresariales de Silicon Valley se hayan transformado en disidentes tecnológicos, quejándose de las propiedades adictivas de las plataformas y pidiendo a la gente, especialmente a los niños, que se desenchufen.

En noviembre, el primer presidente que tuvo Facebook, Sean Parker, dijo que la red social sabía desde el principio que estaba creando algo adictivo, algo que explotaba “una vulnerabilidad en la psicología humana”. Una condena algo desprestigiada por el hecho de que quien la hace está montado sobre una gigantesca pila de dinero generada precisamente con esa explotación.

La enorme riqueza que se exhibe en Silicon Valley, en los autobuses privados de cercanías, en los campus y en los apartamentos de lujo, no ayuda a que las compañías y sus empleados sean queridos por el resto del mundo. Les guste o no, los trabajadores de las tecnológicas se han convertido en unos brillantes indicadores de prosperidad y elitismo, brillando un poco demasiado en un momento de creciente desigualdad.

El hecho de que una startup que vendía exprimidores de frutas conectados a Internet por 590 euros recaudara 100 millones de euros antes de arrancar contribuye a esa sensación de que Silicon Valley ha perdido el contacto con la realidad.

“Silicon Valley quiere resolver problemas. Creo que hemos perdido contacto con el tipo de problemas que la gente actual necesita resolver”, dijo Ankur Jain. Jain creó Kairos Society para animar a los emprendedores a concentrarse en resolver problemas en los que la gente común está siendo presionada económicamente, como el de la vivienda, el de los préstamos estudiantiles y el del reciclaje laboral ante la automatización.

Según Jain, “en el ecosistema de Silicon Valley la gente normal está tan lejos que estos problemas se parecen más a temas de caridad que a los asuntos que afectan a la gran mayoría de la población”.

En opinión de Malik, muchos de los problemas se producen porque las empresas de Silicon Valley se han mantenido “a propósito en la ignorancia” de que “al otro lado de cada dato hay un ser humano”.

Todos los problemas que han surgido a lo largo del último año son particularmente estridentes, dada la continua insistencia de las empresas tecnológicas en que están haciendo el bien al mundo.

Según Cohen, “es una forma de abuso psicológico lo que hacen estas compañías de decirte lo buenas que son y cuánto te están ayudando mientras están haciendo tantas cosas dañinas”.

Lo mismo opinó Malik. “Silicon Valley es muy propenso a usar palabras como empatía y responsabilidad social como recursos de marketing, pero son términos que en el sector debemos internalizar y mostrar a través de nuestras acciones, construyendo las cosas correctas”, dijo. “Si no, todo es mentira”.

Traducido por Francisco de Zarate