¿Cómo terminan las pandemias? De maneras diferentes, pero ninguna es ni rápida ni clara
El 7 de septiembre de 1854, durante una devastadora epidemia de cólera, el médico John Snow se puso en contacto con los responsables de la parroquia de Saint James, en Londres. Pidió permiso para quitar la palanca de la bomba que permitía extraer agua de una fuente en la calle Broad Street, en el Soho.
Snow se había percatado de que 61 personas víctimas del cólera habían extraído agua de ese surtidor poco antes de enfermar y llegó a la conclusión de que el agua contaminada era la fuente de la epidemia. Hicieron lo que pedía y, aunque tuvieron que pasar otros 30 años para que se aceptara la teoría de los gérmenes del cólera, su decisión puso fin a la epidemia.
Ahora, mientras nos preparamos para adaptarnos a otra tanda de restricciones derivadas del coronavirus, estaría bien pensar que Boris Johnson y su ministro de Sanidad, Matt Hancock, tienen un punto de vista similar para acabar con la COVID-19. Desgraciadamente, la historia muestra que pocas epidemias tienen un final tan claro como el del brote de cólera de 1854.
Más bien, sucede todo lo contrario. Como señala Charles Rosenberg, historiador de Medicina, la mayor parte de las epidemias “se dirigen hacia algún tipo de final”. Por ejemplo, aunque hace 40 años que se detectaron los primeros casos de sida, cada año 1,7 millones de personas contraen el VIH. De hecho, ante la inexistencia de una vacuna, la Organización Mundial de la Salud no espera poder anunciar su desaparición antes de 2030.
Sin embargo, si bien el VIH sigue constituyendo una amenaza biológica, ya no despierta el mismo temor que a principios de los años 80, cuando el Gobierno de Margaret Thatcher lanzó la campaña “No mueras por ignorancia”, repleta de imágenes aterradoras de tumbas. En realidad, desde un punto de vista psicológico, podemos decir que la pandemia del sida terminó gracias al desarrollo de los medicamentos antirretrovirales y una vez se descubrió que los pacientes infectados con el VIH podían vivir con el virus hasta una edad muy avanzada.
La declaración de Great Barrington, que defiende la propagación controlada del coronavirus entre los más jóvenes mientras se protege a los ancianos, sigue la misma línea: terminar con el miedo a la COVID-19 y darle un cierre narrativo a esta pandemia. En la declaración, firmada por científicos de Harvard y otras instituciones, está implícita la idea de que las pandemias son fenómenos tanto sociales como biológicos y que si estuviéramos dispuestos a aceptar niveles más altos de infección y muerte, alcanzaríamos la inmunidad de grupo más rápidamente y volveríamos antes a la normalidad.
Pero otros científicos, en una publicación de The Lancet, dicen que la estrategia propuesta por la iniciativa Great Barrington se basa en una “falacia peligrosa”. No hay evidencia sobre una inmunidad duradera al coronavirus después de una infección natural. En lugar de poner fin a la pandemia, argumentan, la transmisión incontrolada en personas más jóvenes podría limitarse a provocar epidemias recurrentes, como ha sucedido con numerosas enfermedades infecciosas antes de la llegada de las vacunas.
No es coincidencia que hayan llamado al texto que explica su postura el “memorándum John Snow”. Aquella acción decisiva de Snow en el Soho pudo haber puesto fin a la epidemia de 1854, pero el cólera regresó en 1866 y 1892. Solo en 1893, cuando se iniciaron los primeros ensayos masivos de vacunas contra el cólera en India, fue posible prever un control científico racional del cólera y otras enfermedades.
El punto álgido de estos esfuerzos llegó en 1980 con la erradicación de la viruela, la primera y, todavía, la única enfermedad que ha logrado eliminarse del planeta. Sin embargo, estos esfuerzos habían comenzado 200 años antes, cuando Edward Jenner descubrió en 1796 que podía inducir la inmunidad contra la viruela con una vacuna hecha a partir del propio virus de la viruela.
Vacuna, tests y rastreo
Con más de 170 vacunas para la COVID-19 en desarrollo, es lógico pensar que no tengamos que esperar tanto tiempo esta vez. Sin embargo, el profesor Andrew Pollard, jefe del ensayo de la vacuna de la Universidad de Oxford, advierte de que no debemos esperar una inyección en un futuro cercano. Como pronto, la vacuna podría estar disponible para verano de 2021, aunque al principio solo para los trabajadores sanitarios en primera línea, según explicó Pollard la semana pasada durante un seminario online. La conclusión es que “es posible que necesitemos mascarillas hasta julio”.
La otra forma con la que se podría poner fin a la pandemia es mediante un verdadero sistema de prueba y rastreo que sea de mucha calidad. Una vez podamos reducir la tasa de reproducción por debajo de 1 y nos aseguremos de mantenerla ahí, la necesidad del distanciamiento social desaparece.
Algunas medidas locales podrían ser necesarias de vez en cuando, claro, pero ya no habría necesidad de restricciones generales para evitar que el Servicio Nacional de Salud se vea desbordado. Fundamentalmente, la COVID-19 se convertiría en una infección endémica, como la gripe o el resfriado común, y terminaría por desaparecer. Esto es lo que parece que sucedió tras las pandemias de gripe de 1918, 1957 y 1968. En cada caso, hasta un tercio de la población mundial se infectó, pero aunque el número de muertes fue elevado (50 millones en la pandemia de 1918-19, y alrededor de un millón en cada una de las de 1957 y 1968), en dos años se acabaron, ya sea porque se alcanzó la inmunidad grupal o porque los virus perdieron su virulencia.
El más terrible de los escenario es que el SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, no desaparezca sino que regrese una y otra vez. Es lo que pasó con la peste negra del siglo XIV, que causó repetidas epidemias en Europa entre 1347 y 1353. Algo similar ocurrió en 1889-90 cuando la “gripe rusa” se propagó desde Asia central a Europa y Norteamérica. Aunque un informe del Gobierno británico indicó 1892 como fecha oficial del fin de la pandemia, en realidad la gripe rusa nunca desapareció. De hecho, fue responsable de olas recurrentes de la enfermedad durante los últimos años del reinado de la Reina Victoria.
Sin embargo, incluso cuando las pandemias llegan a una conclusión médica, la Historia muestra que pueden tener duraderos efectos culturales, económicos y políticos.
A la peste negra, por ejemplo, se le atribuye en gran medida el haber alimentado el colapso del sistema feudal y haber estimulado una obsesión artística con imágenes tétricas del más allá. Del mismo modo, se dice que la plaga de Atenas en el siglo V a.C. terminó con la fe de los atenienses en la democracia y allanó el camino para la instalación de una oligarquía espartana conocida como los Treinta Tiranos. Aunque los espartanos fueron expulsados más tarde, Atenas nunca recuperó la confianza en sí misma. Solo el tiempo dirá si la COVID-19 nos lleva a un ajuste de cuentas político similar para el gobierno de Boris Johnson.
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Mark Honigsbaum es profesor en la City University de Londres y autor de The Pandemic Century: One Hundred Years of Panic, Hysteria and Hubris [ El siglo de las pandemias: Cien años de pánico, histeria y arrogancia].
Traducido por Alberto Arce
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