Cuando Luz Estrella Arías oyó el rugido pensó que un camión había volcado. Luego escuchó los gritos. Era la noche del 13 de noviembre de 1985 y Luz estaba en su casa de Río Claro, una aldea de la región cafetera de Caldas, junto a su hija pequeña. “Mi primer instinto fue quedarme dentro de la casa”, recuerda. “Mi marido tenía un gallo que había sido premiado y que no podíamos perder. Hasta que el agua empezó a entrar, agarré a mi hija y salí. El agua me hizo perder el equilibrio pero me las arreglé para agarrarme al cafeto y aguantar”.
En el zaguán de su casa, Luz se balancea para mostrar cómo fue. Ella tuvo suerte. Su casa era de las que estaban ladera arriba de Río Claro. Más de 250 de sus vecinos en el valle de abajo no tuvieron tanta suerte: el agua y las rocas escupidas en la erupción del volcán Nevado del Ruiz, 15 kilómetros al este, los arrastraron hasta la muerte. Limpiar los escombros para recuperar los cuerpos llevó meses.
Pero en la cara este del volcán los daños fueron catastróficos. Cuando un piloto llamó por teléfono a Belisario Betancur y le dijo que la ciudad de Armero había sido “borrada del mapa”, el entonces presidente de Colombia le respondió que no exagerara. No lo hacía: dos de cada tres habitantes de los 29.000 que poblaban la ciudad murieron en aquel deslizamiento de tierra. El peor desastre natural en la historia de Colombia.
Desplegada sobre cordilleras a la sombra del Nevado del Ruiz, la variedad de riesgos naturales que enfrenta este área urbana parece difícil igualar por ninguna otra parte del mundo. En el Siglo XX, la ciudad de Manizales (capital de Caldas) ha sufrido seis grandes terremotos. Uno de ellos, de magnitud 6,2, provocó la muerte de 2.000 personas en la vecina ciudad de Armenia. Aunque no son comunes las erupciones grandes como la de 1985, el volcán expulsa cenizas a menudo, cubriendo el cielo de la ciudad y provocando el cierre del aeropuerto. Por último, el terreno montañoso de la región crea un microclima propenso a la lluvia torrencial: las condiciones perfectas para el deslizamiento de tierra.
Los 400.000 habitantes de Manizales, fundada por arrieros que trabajaban entre Bogotá y la costa del Pacífico, han aprendido a vivir al límite. Los caldenses ya eran conocidos por su resistencia pero tras las amargas enseñanzas que dejó la tragedia de Armero, se han ganado una nueva reputación: buenas políticas públicas.
Manizales se ha convertido en un referente mundial de reducción de riesgos en desastres naturales. En las paredes de la oficina del Servicio Geológico de Colombia, una decena de pantallas arrojan datos de actividad sísmica, con imágenes de satélite y una retransmisión en directo desde las cámaras web que filman al volcán. Con casi 150 sensores y puntos de recolección de datos, Nevado del Ruiz es uno de los volcanes más vigilados del mundo.
Al mismo tiempo, en los barrios periféricos y pobres de la ciudad hay una obra en marcha para estabilizar con hormigón las laderas de colinas cubiertas de hierba y cavar canales de desagüe que reduzcan las inundaciones. La ciudad tiene un mapa de evaluación de riesgos con un detalle que llega hasta edificios individuales. Los sensores también generan análisis automatizados de posibles inundaciones y terremotos en tiempo real.
“En caso de terremoto, los posibles daños a los edificios se calculan de forma automática, lo que permite a las autoridades desplegar los recursos donde más se necesitan en cuestión de minutos”, explica el especialista en riesgo sísmico Mario Salgado-Gálvez. “Manizales es conocida en todo el mundo por su innovador enfoque para prevenir y responder a los desastres”.
¿A dónde van los fondos?
El exitoso enfoque de la ciudad tiene que ver con la política antes que con la tecnología. Aunque Colombia exige que todos los municipios evalúen de forma exhaustiva qué riesgos corren y cómo reducirlos, no hay voluntad política. Antes que destinar recursos para generar la capacidad de resistir ante los desastres (un gasto que no se sabe cuándo va a dar frutos), a los gobernadores y alcaldes les suele parecer políticamente más rentable dedicar fondos a proyectos visibles, como escuelas o estadios deportivos.
Aún falta por implementar casi el 66% de los planes regionales de uso de la tierra exigidos por el Gobierno colombiano. Pero en Manizales la experiencia ha hecho que la comunidad tome conciencia. “Hemos tenido que aprender de nuestros desastres anteriores”, dice el alcalde José Octavio Cardona desde su oficina en el último piso, con una vista que abarca la ciudad y el volcán. “La prevención de riesgos se ha convertido en parte de nuestra cultura, los ciudadanos comprenden la importancia de invertir en prevención”.
La ciudad tiene varios métodos para financiar sus proyectos: hay un impuesto medioambiental, una prima de seguro colectivo sobre las propiedades y con subsidios cruzados (para que los sectores de mayores ingresos cubran a los más pobres) y exenciones fiscales a los propietarios que invierten en reducir la fragilidad de sus viviendas.
Cada mes de octubre Manizales celebra la “semana de la prevención”, con simulacros de emergencias ante catástrofes naturales y ante incendios y accidentes de tráfico. Este año, el foco está en formar a los 60.000 estudiantes que van al colegio en Caldas, de los más vulnerables en caso de desastre, sobre cómo reaccionar ante un terremoto y un deslizamiento de tierra.
La complacencia es el peor enemigo. “Por mucho que hagamos, nunca es suficiente”, dice Cardona. Las intensas lluvias de abril de 2017 provocaron más de 300 deslizamientos y la muerte de 17 personas. Pero gracias a los sistemas de alerta y respuesta, en una semana ya se habían despejado las carreteras bloqueadas y la ciudad volvía a funcionar.
Por todos lados hay recordatorios del peligro que supone la falta de preparación. Solo un mes antes de esas lluvias de abril, una tormenta similar en la ciudad de Mocoa (sur de Colombia) provocó uno de los desastres más letales de los últimos diez años en el país: más de 250 personas murieron por los deslizamientos de tierra, 30.000 personas fueron evacuadas, y pasaron casi seis meses hasta que terminaron los trabajos de recuperación.
En Río Claro, el armazón vacío de la iglesia destruida durante la erupción de 1985 también sirve de recordatorio. Al otro lado de la carretera, han instalado tres sirenas negras para alertar a los ciudadanos en caso de evacuación.
Hoy Luz Estrella Arias vive más arriba en la montaña, en un nuevo asentamiento que forma parte del programa de reubicación oficial por el que miles de familias han salido de zonas con riesgo de inundación. Ha sido formada para saber cómo responder en caso de emergencia y dice sentirse mucho más preparada que en 1985. Recuerda el momento en que se reencontró con su esposo un día después de aquella erupción. “Pensaba que iba a estar enfadado por el gallo pero me abrazó y me dijo que lo único que importaba era que yo estaba a salvo”.
Traducido por Francisco de Zárate