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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El amor no basta: habla la madre del asesino de Columbine

The Guardian

Emma Brockes —

Lo primero que hizo Sue Klebold cuando nos conocimos fue disculparse por su falta de hospitalidad. No nos encontramos en su casa sino en un hotel de la ciudad de Denver, no porque esta mujer de 66 años no quisiera invitarme sino porque cuando has sido víctima de muestras masivas de odio nunca es una buena idea hablar de los hechos que lo propiciaron en el lugar donde tuvieron lugar. Klebold parece la última persona del planeta Tierra que debería ser odiada, una administradora jubilada de un centro universitario y un pilar de su comunidad que afirma tener una vida agradable pero modesta. Sin embargo, desde hace diecisiete años es consciente de que en cualquier momento puede producirse un encuentro que le haga sentir vergüenza. “Puedo estar en la sala de espera de un médico y desear que me llamen por mi nombre y no por mi apellido”, reconoce: “Cada vez que conozco a alguien y me presento, se produce un silencio incómodo, miro su cara y veo que se está preguntando ¿de qué me suena este apellido?”.

Han pasado casi dos décadas desde que su hijo Dylan y su amigo Eric Harris asesinaran a 13 personas en la escuela de secundaria de Columbine y luego se suicidaran, y desde entonces el sistema educativo de los Estados Unidos ha cambiado. El acoso escolar es ahora una prioridad para los responsables de los centros y se han impulsado medidas y protocolos en todo el país para evitarlo. Además, el control de armas también ha pasado a ser a una cuestión clave y algunas medidas de seguridad son comunes para todas las escuelas, como la organización de simulacros de cierre y la instalación de detectores de metales, en parte como consecuencia de lo que hizo el hijo de Klebold. Lo que no parece haber cambiado es la percepción de que la culpa de que un adolescente mate a sus compañeros de clase es de sus padres, o mejor dicho, de la madre. “Una madre debería haberlo sabido”, dice Klebold.

El hecho de que ella afirmara tras la tragedia que ignoraba que el adolescente que vivía bajo su techo estaba profundamente deprimido, había comprado ilegalmente un arma y la había escondido en casa para preparar junto a su amigo Eric una masacre, levantó muchas ampollas en el momento de los hechos e incluso ahora genera incredulidad. Klebold comprende perfectamente esta reacción. Durante años, ella también fue muy dura consigo misma. “La descripción más amable que los medios de comunicación hicieron de nosotros fue que éramos unos inútiles”, escribe en sus memorias A mothers Reckoning (El juicio de una madre). “Según otras versiones, habíamos estado protegiendo a un racista odioso y habíamos preferido ignorar el arsenal que había construido en nuestro propio hogar, poniendo en peligro a toda la comunidad”, explica.

Es un libro duro. Klebold hace un repaso minucioso de todos los pensamientos que ha tenido en los últimos 17 años y recuerda todas las decisiones que ella y su ex marido Tom tomaron en relación a la educación de su hijo, con el fin de entender en qué se equivocaron o qué señales no vieron. También detalla el impacto que la masacre ha tenido en las vidas de otros jóvenes violentos y explica cómo cambia la vida de unos padres después de que su hijo mate a otras personas (resumiendo: divorcio, bancarrota, enfermedad, desmoronamiento, seguido de un esfuerzo por comprender y racionalizar los hechos para poder soportar esta pesada carga.

La parte más polémica de sus memorias es que pide a los lectores que cambien la percepción que tienen de Dylan. Cuando sucedieron los hechos, la oficina de Klebold se encontraba en el mismo edificio que una oficina de libertad condicional, y a menudo se sentía intimidada y aterrada si tenía que subir en el ascensor con exconvictos. Tras la masacre, explica en el libro, “pensaba que simplemente eran como mi hijo, que solo eran personas que, por algún motivo, tomaron una decisión horrible que los empujó hacia una situación terrible y desesperada. Cuando los informativos hablan sobre terroristas siempre pienso son los hijos de alguien”.

Klebold siente compasión porqué también pide a los demás que sientan compasión, o mejor dicho, quiere su perdón. Sin embargo, también pide una reflexión más profunda sobre los motivos que llevan a los adolescentes a matar. Tras pasar los últimos 20 años reflexionando sobre este hecho y entrar en el mundo de la prevención de suicidios y de asesinatos con suicidio posterior, ha llegado a una conclusión que, de alguna manera, resulta más chocante que la noción de que ella fue una mala madre o Dylan era “malvado”. En su libro explica que daría la vida por recuperar “la de uno de los chicos que su hijo mató” pero no acepta la opinión generalizada de que su hijo era un monstruo. “Era un ser humano”, me dice mientras mira por la ventana. No debería ser una revelación sorprendente pero por algún motivo lo es: todavía lo quiere.

Si nos ceñimos a su descripción, la impresión que tenemos que es Dylan Klebold era un niño normal y fantástico. Los contrastes hacen que los colores brillen y tal vez hay en el libro un esfuerzo por presentar una infancia angelical a la luz de cómo terminó la vida del adolescente. Sin embargo, cuando Klebold escribe que su hijo menor “era obediente, curioso, atento y con una personalidad apacible” nada hace pensar que esté mintiendo. Lo llama “mi sol” en referencia a su pelo rubio y naturaleza alegre y mi “pequeño trabajador” ya que era muy determinado y quería que sus proyectos se hicieran realidad. Nunca pensó que su hijo menor fuera a causarle problemas.

Klebold ha necesitado mucho tiempo para poder reivindicar esta imagen de Dylan. Tras la masacre, lo perdió dos veces. Primero físicamente y más tarde como recuerdo. ¿Cómo es el duelo de una madre que ha perdido a un hijo que siempre consideró decente y amoroso cuando su foto aparece en la portada de la revista Time con el titular “los monstruos de la casa de al lado”?  Con la decisión de incluir fotografías de Dylan cuando era pequeño parece suplicar que su hijo sea recordado como un niño inocente, incluso mono. Sin embargo explica que no lo hizo con este propósito. “Quería que la gente comprendiera que queríamos a Dylan. Y lo cuidábamos y lo mimábamos. Y tenía todas estas fotos de Dylan en mis brazos o en mi regazo”. Lamenta que muchos asumieran que Dylan “no había sido querido por su familia o que lo habíamos maltratado, y eso no es cierto. Una y otra vez se preguntó le dimos suficientes abrazos”.

Otras ideas equivocadas fueron más fáciles de aclarar. Los medios de comunicación repitieron una y otra vez que la familia era rica y que el comportamiento violento de Dylan era la versión más extrema del pobre niño mimado. En las fotografías aéreas su casa, situada en el pueblo de Littleton, en el estado de Colorado, parecía enorme, cuando en realidad la compraron por casi nada ya que necesitaba reformas. El BMW de Dylan les costó 500 dólares y el chico y su padre lo repararon completamente. Les gustaba cenar en familia, ver películas clásicas, tener proyectos en común. El hijo mayor ya se había independizado pero cuando los visitaba, Klebold le preparaba una bolsa con comida congelada para que se la pudiera llevar a su apartamento.

Esto podría sonar idílico pero al repasar todos y cada uno de los detalles Klebold deja entrever que si se hubiera producido una catástrofe en la casa, algo que permitiera comprender por qué Dylan hizo lo que hizo, habría sido más fácil lidiar con todo lo ocurrido. En los años anteriores a la masacre, las tensiones familiares fueron bastante normales. Al padre de Dylan, Tom Klebold, un geofísico, le diagnosticaron artritis reumatoide y esto limitó sus perspectivas laborales. A la pareja le preocupaba su situación económica (el trabajo de Sue, que gestionaba subvenciones  para que personas discapacitadas pudieran aprender informática era muy gratificante pero no estaba muy bien pagado).

Y luego está Byron, el hijo mayor. A finales de la década de los noventa, el hecho que más había afectado a la familia Klebold fue el hallazgo de una pequeña cantidad de marihuana en la habitación del chico. La reacción de la pareja demuestra que la creencia de que eran demasiado permisivos con sus hijos es errónea. Byron, que todavía estudiaba en el instituto, tuvo que asistir a sesiones de orientación, y sus padres tomaron cartas en el asunto para que rompiera la amistad con algunas personas que eran una mala influencia para él.

Una amistad peligrosa

El hecho de que solo unos años más tarde no fueran capaces de poner fin a la amistad de su hijo menor con Eric Harris cuando los dos se metieron en un problema similar se debe, según Klebold, al encanto natural de Harris y al hecho de que confiaron en el sentido común de su hijo.

También se debe al hecho de que hasta la fecha lo que más les preocupaba de Dylan era su carácter introvertido. Tras la masacre, los medios lo presentaron como un solitario disfuncional que solo tenía por amigo a un psicópata, Harris. Pero Klebold indica que esa descripción no es correcta: “Tal vez no era el chico más popular de clase pero tenía un reducido grupo de amigos y Eric solo era uno de ellos”.

En sus memorias, lo único que dice sobre la familia Harris es que el padre de Eric era un exmilitar y que ella y su exmarido sentían simpatía por ellos si bien nunca formaron parte de su círculo de amigos. De Eric dice que siempre fue respetuoso y muy educado. Cuando hace estos comentarios, la tensión se puede leer entre líneas. Tras la masacre el primer impulso de Klebold fue culpar a Eric; pensó que este le había lavado el cerebro a su hijo o que lo había obligado de alguna otra manera.

Klebold ya no tiene esta opinión. Uno de los trabajos más duros de los últimos diecisiete años ha sido aceptar que Dylan desempeñó un papel parecido al de su amigo en la planificación y ejecución del macabro plan. Sin embargo, cuando escribe sobre Harris es evidente que le cuesta mostrar la misma comprensión que ella pide para su hijo. Tras la tragedia, se encontraron los diarios de ambos chicos y mientras que el de Dylan estaba lleno de sensiblerías y sueños sin sentido sobre suicidarse, el de Harris estaba lleno de fantasías violentas y sádicas sobre infligir daño en los demás. “Creo que Dylan padecía de algún trastorno del estado de ánimo”, concluye.

Le insinué que su juicio moral de  los dos chicos era distinto. “No sé si moral es la palabra correcta”, dijo: “Sus trastornos mentales eran distintos. Creo que la psicopatía (de Eric Harris) entra en otra categoría”.

Por algún motivo, se atraían, explica: “No quiero insinuar que las personas cometen atrocidades como la de Columbine porque tienen una enfermedad mental, ya que no es así, pero sí creo que tanto Dylan como Eric fueron víctimas de sus enfermedades, como también lo fueron todos aquellos que fueron asesinados por ellos”.

Reuniones de madres de asesinos de masas

Le dije que leyendo su libro uno tiende a pensar: “vaya, si los Klebold no son los culpables entonces los Harris deben ser los responsables de lo sucedido”. “Y esto es exactamente lo que hace la gente ante un hecho como este. Necesitamos pensar que a nosotros nunca nos podría suceder algo así, que les puede pasar a otros pero no a nosotros. Y este es el motivo por el cual tanta gente se siente mejor si culpabiliza a los padres de los chicos ya que los hace sentir más seguros. Lo comprendo. Pero una de las cosas más aterradoras de esta situación es que los familiares de alguien que hace algo así son como nosotros. He conocido a varias madres de asesinos de masas y son muy agradables y dulces. Si nos vieran juntas en una habitación nunca podrías imaginar qué tenemos en común”.

Los cambios fueron imperceptibles y muy parecidos a los de cualquier otro adolescente pero con el tiempo Klebold ha llegado a la conclusión de que si en ese momento hubiera sabido lo que ahora sabe podría haber detectado el problema. Dylan mostraba síntomas de depresión. “Señales que Tom y yo habíamos notado pero no habíamos interpretado correctamente. Si hubiésemos podido entender esas señales creo que habríamos podido evitar la masacre de Columbine”.

Los hábitos de sueño de Dylan cambiaron. Pasó de ser un chico muy madrugador a levantarse tarde. Se volvió irritable e introvertido. Siempre iba despeinado. Escribió una redacción que incluía descripciones de violencia pero nadie le dio importancia. Por primera vez se metió en problemas en la escuela, ya que él y Eric destrozaron algunas taquillas de estudiantes. Un año antes del tiroteo, los chicos robaron material eléctrico de una furgoneta y fueron detenidos. Sus padres se quedaron consternados pero también muy aliviados cuando los chicos quedaron en libertad sin cargos por el hecho de pertenecer a “buenas familias” y por tratarse de su primer delito. Solo tuvieron que ir a varias sesiones de orientación y también hicieron trabajo comunitario. “Ahora desearía que lo hubieran retenido bajo custodia. Eso hubiera evitado Columbine”, dice ahora la madre.

Aunque el episodio de la camioneta la dejó preocupada, pensó que Dylan se estaba haciendo mayor y estaba poniendo a prueba los límites. “Está haciendo cosas que no había hecho antes y tomando decisiones erróneas pero ha aprendido la lección. Nunca pensé que pudiera representar un peligro para él mismo o para los demás”, lamenta Klebold. Explica que tras ese incidente todo volvió a su cauce bastante pronto. Las sesiones de orientación obligatorias fueron bien. Cursó una solicitud para estudiar en la Universidad de Arizona y fue aceptado. Tres días antes de la masacre, asistió al baile de fin de curso con una chica.

Solo recuerda un incidente extraño. Un año antes de la masacre y en uno de los pocos momentos en que la madre se cuestiona si gestionó bien la situación, Dylan le respondió mal, algo muy frecuente en los últimos meses, y su madre se enfureció, lo empujó contra la nevera y lo riñó por su comportamiento. El chico le dijo: “no me empujes, mamá. Me estoy enfadando y no estoy seguro de que pudiera controlarme”. Lo dijo en voz suave pero era evidente que era una advertencia. Ella retrocedió y más tarde le pidió disculpas por haberlo empujado.

Cuando me contó esta situación le dije que su descripción sobre la reacción del chico me producía escalofríos. “Era una advertencia, sin duda”, reconoce. También era una amenaza. Klebold dice que nunca llegó a tener miedo pero es evidente que en esos tiempos ya caminaban sobre un campo minado. ¿Por qué no reaccionó y le dijo que él no era nadie para amenazarla? Le pregunté. “La verdad es que nunca lo pensé”, me respondió. “No es mi forma de ser. Lo escuché, me pidió que parara y lo hice. Entonces nos calmamos y los dos nos disculpamos”, indicó: “Ahora sí pienso que debería haberle dicho ¨No lo entiendo, tú no eres así”.

“Sí me percaté de que su comportamiento estaba cambiando. Pensé que era la adolescencia y lamento profundamente no haber comprendido que ese comportamiento indicaba algo más, depresión quizá. Es por este motivo que siempre digo si tus hijos se portan mal, si tu marido está irritable, si tu hija tiene síntomas somáticos, podría tratarse de una enfermedad mental. Deberíamos ser capaces de formular preguntas como ¿a veces piensas que preferirías estar muerto? ¿Alguna vez has acariciado la idea del suicidio? creo que tendríamos que escuchar a nuestros hijos en vez de intentar controlar sus vidas”.

Le pregunté si además de sentir compasión por Dylan también sentía ira. Esta fue su respuesta: “Nunca me enfadé con él excepto cuando la policía me mostró seis meses después de su muerte unas cintas de vídeos que mi hijo escondía en el sótano Son unos vídeos editados por Dylan y Eric antes de la masacre, en los que vapuleaban sin parar a todos sus conocidos y hablaban de los asesinatos que iban a cometer. Durante un día me sentí furiosa porque mi hijo hablaba mal de todos, también de su familia, y de todo, hacía comentarios racistas, y recordaba hechos del pasado, como un incidente en la guardería cuando solo tenía 3 años. Era obvio que se aferraba a recuerdos que le provocaban ira y le costó lo suyo ya que mi hijo tuvo una buena infancia”.

¿Cómo puede enfadarse por unos vídeos y no por la masacre que cometieron?, le pregunté. “Creo que Dylan fue una víctima más de su problema mental. Si le explicas a un niño qué es un suicidio tal vez le expliques algo así como… tu abuelo murió porque tenía una enfermedad mental y por este motivo hizo daño a la abuela y también se hizo daño a sí mismo. Y es en estos términos que pienso sobre lo que le pasó a mi hijo. El Dylan que yo conocía y eduqué era una buena persona. Era responsable, se preocupaba por los demás, y este es el motivo por el cual aún me resulta muy difícil comprender lo que pasó”, indicó. Hace una larga pausa: “Tengo la necesidad de pedir disculpas a todos aquellos que puedan sentirse ofendidos por el hecho de que no estoy enfadada con él. No lo juzgo porque es mi hijo y lo que mató a todos los demás también lo mató a él”.

Cuando Dylan Klebold salió de casa esa mañana se despidió con un tono que a su madre le sorprendió. Era un tono plano y desagradable: “Desde entonces lo he analizado como si se tratara de un cubo de Rubik. Le he dado mil vueltas. ¿Qué me estaba diciendo? ¿Tal vez que era una mala madre?”.

El chico se fue pronto de casa porque tenía una clase de bolos, una de las asignaturas optativas de la escuela, de ahí  el título del documental de Michael Moore sobre la masacre de Columbine, Bowling for Columbine. Sin embargo, nunca se presentó a la clase sino que quedó con Eric Harris y los dos se dirigieron a la escuela cargados con armas y explosivos. La madre de Dylan nunca sabrá por qué lo hizo. Lo único que puede decir es que un porcentaje de personas que deciden suicidarse también matan a otros cuando lo hacen. Según el Departamento de Salud de los Estados Unidos el asesinato con posterior suicidio representa una pequeña fracción de la tasa total de suicidios, en torno al 3%. Sin embargo el suicidio es la segunda causa de muerte entre los jóvenes de entre 15 y 24 años y Klebold cree que se debe a una mezcla de factores biológicos, psicológicos, sociales y ambientales, y a un hecho desencadenante.

Estaba trabajando cuando su marido la llamó y le contó que se había producido un incidente en la escuela y que encendiera el televisor. Lo primero que pensó es que Dylan corría peligro. Cuando finalmente llegó a casa, los dos chicos estaban muertos y los medios ya habían indicado que llevaban abrigos negros, como los que Dylan y Eric tenían. Tom llamó a su abogado, que a su vez llamó a la oficina del sheriff, que les dijo que Dylan no era una de las víctimas sino uno de los autores.

Y empezó la pesadilla. El abogado de la pareja les explicó que tenían que prepararse para una tormenta de odio. Se fueron de su casa. Tom le dijo a su esposa que lamentaba que Dylan no los hubiera matado a ellos también. Sue deseaba morirse mientras dormía. En los días posteriores a la masacre sopesaron la posibilidad de cambiarse los apellidos y mudarse a otro pueblo. Unos primos lejanos de Tom recibieron amenazas de muerte. Cuando personas bienintencionadas y compasivas les mandaron comida preparada, su abogado les recomendó que la tirasen a la basura por miedo a que estuviera envenenada.

Y al mismo tiempo, en un gesto que ellos agradecieron profundamente, sus amigos y su familia permanecieron a su lado. Mientras la pareja todavía se escondía de los medios de comunicación, sus vecinos colgaron un cartel fuera de su casa que decía “Sue y Tom. Os queremos y aquí estamos para lo que necesitéis. Llamadnos”. Klebold dice que al final llegó a la conclusión de que si se iba del pueblo siempre sería “la madre de ese asesino”: “Así que decidí quedarme donde tenía el apoyo de la gente que nos conocían”.

Recibió pilas de cartas, algunas de apoyo, otras de odio, y otras, más perturbadoras, elogiaban a Dylan y lo que había hecho. Las chicas explicaban que estaban enamoradas de Dylan y querían un hijo suyo. Se escribieron libros, se hicieron películas. Klebold no ha visto ninguna. El film Elephant de Gus Van Sant y la novela Tenemos que hablar de Kevin, de Lionel Shriver la hicieron temblar: “Estaba convencida de que Dylan me pertenecía, y estaba muy equivocada. Pensaba que era mío y todas estas películas y canciones me hacían sentir que me lo estaban arrebatando y que se estaban apoderando de alguien a quien no conocían”. También cree que estos trabajos podrían perpetuar el mito de Columbine.

Dos semanas antes de nuestro encuentro, la policía detuvo a dos chicas de Denver ya que, supuestamente, planeaban una masacre similar. También se encontraron referencias a la masacre de Columbine entre el material de Seung-Hui Cho, el asesino de Virginia Tech en 2007 y de Adam Lanza, el autor de la masacre en la escuela de primaria Sandy Hook en 2012. En 2014, una investigación de ABC News descubrió que el nombre de Columbine se había mencionado en al menos 17 ataques y más de 36 presuntos planes de ataque o amenazas graves contra escuelas. Klebold lo atribuye al hecho de que la masacre coincidió con el inicio del auge de las cadenas de noticias 24 horas y fue el primero que quedó atrapado en el bucle de una cobertura obsesiva de un suceso. También cree que el pueblo, Littleton, se ha convertido en un símbolo. Es algo que podría hacer el vecino de al lado. La masacre dio la vuelta al mundo. Y si bien son muchos los que intentan copiar la masacre de Columbine es importante recordar que Dylan y Eric también estaban copiando. Concretamente, estaban copiando una película. Se referían a su plan como NBK, Natural Born Killers, el título original de la película Asesinos natos. En la película de Oliver Stone, los dos protagonistas logran la atención de los medios de comunicación con varios tiroteos.

Uno de los aspectos más sorprendentes de la reacción de Klebold a la masacre es que si bien siempre estuvo en contra de la tenencia de armas y uno de los dos chicos utilizó una que había sido comprada legalmente, no se ha convertido en una firme defensora del control de armas. Reconoce que no es su prioridad: “He preferido centrarme en la prevención de los suicidios ya que, y no quiero que parezca que no estoy teniendo en cuenta los asesinatos que cometió mi hijo, que fueron numerosos y horribles, creo que el asesinato masivo con suicidio posterior es una forma de suicidio. Creo que si nos centramos en la prevención del suicidio podemos prevenir otro Columbine”. Quiere que en las escuelas de secundaria las sesiones de prevención de suicidios sean tan normales como las técnicas de reanimación cardiopulmonar.  “un curso sobre primeros auxilios en salud mental para todos”, concluye. Me cuenta que muchas escuelas son reacias a organizar un curso de estas características por miedo a posibles demandas. “Creen que si organizan un curso de prevención del suicidio y luego uno de los estudiantes se suicida, alguien podrá ver una relación. Las investigaciones indican que esta teoría no es correcta pero lo cierto es que muchas personas piensan así”, me contó.

Divorcio y facturas tras la masacre

Klebold y su marido lidiaron con el trauma de forma distinta; ella buscó la ayuda de terceros mientras que él se encerró en sí mismo. Tras 43 años de matrimonio se divorciaron. También acumularon muchas facturas legales. Durante años arrastraron las demandas civiles de las familias de las víctimas y finalmente consiguieron llegar a un acuerdo: ellos y los Harris acordaron indemnizar a las familias con 1,5 millones de dólares, que asumió su seguro para el hogar. Y Klebold se sumergió en un mar de culpabilidad durante años.

Me he perdonado hasta cierto punto

“Recuerdo que tenía la absoluta certeza de que el pastel de cumpleaños que le preparé a Dylan cuando cumplió tres años no era tan bonito como el que tuvo su hermano cuando cumplió la misma edad, lo que hizo que no se sintiera lo suficientemente querido y actuara como lo hizo. Analizas todas y cada una de las conversaciones, de los regalos, de los momentos y lo único que sientes es repugnancia. Permití que esto pasara, tenía el deber de protegerlo y de proteger a los demás, de algún modo esto pasó porque no fui capaz de evitarlo. La culpabilidad que sentía no cabe en esta habitación, era inmensa. Y lo único que puede curar un complejo de culpa tan grande es el conocimiento de las enfermedades mentales. Y con el paso del tiempo, tras asistir a muchas conferencias y leer muchos libros, conseguí sentirme menos culpable y pensar mi hijo murió porque tenía una enfermedad mental. Y sí, lo podría haber ayudado de haberlo sabido pero yo no lo maté”.

“Con el paso de los años ha encontrado consuelo en el pensamiento de que ese día Dylan se comportó de forma distinta que Eric: el hecho de que disparó contra menos personas. ¡Qué forma más rara de consolarme! Sin embargo, me aferraba a este pensamiento, creía que, de algún modo, sus acciones fueron menos horribles. Horribles sí, pero menos”.

Le pregunté si había conseguido hacer las paces consigo misma. “Me he perdonado hasta cierto punto. No creo que nunca consiga perdonarme del todo. Todavía tengo pesadillas, Dylan en peligro o sube por una escalera muy alta y lo intento agarrar pero se cae. Tengo la sensación de que lo dejé caer”, reconoció.

También le pregunté si todavía lo quería. “No tengo opción. Quieres a tus hijos. Para los demás, la última hora de su vida fue despiadada y sádica. En cambio, yo no puedo evitar pensar …mi pobre hijo, se encuentra en una situación horrible, se ha deshonrado con estos actos. Solo puedo responder a sus actos con amor”.

Lo cierto es que ya no se puede cambiar el pasado. Klebold sonríe y afirma: “el amor no basta”.

El libro de Sue Klebold, A Mother’s Reckoning: Living In The Aftermath Of The Columbine Tragedy, salió a la venta el 15 de febrero. Publicado por la editorial WH Allen, cuesta 16,99£. Puede encargar una copia por 12,99 libras en la librería de The Guardian. La autora dona los beneficios del libro a la investigación de las enfermedades mentales y a fundaciones que tengan la misma finalidad.

Traducido por: Emma Reverter