Según un sondeo a 5.000 mujeres realizado por el Instituto Francés para la Opinión Pública, la cantidad de ellas que suele tomar el sol en topless ha caído drásticamente en los últimos tres años, pasando de 29% a 19%. Las mujeres de entre 18 y 25 años mencionan sentirse acosadas u observadas de forma obscena. Algunas jóvenes además temen que alguna fotografía no deseada acabe en Internet y por eso deciden no quitarse la parte superior del bikini en la playa.
Es una situación muy triste. Desde que Brigitte Bardot lo pusiera de moda en las playas de la Riviera en los años 1960s, tomar el sol en topless en la Costa Azul ha permanecido como una imagen romántica, con un rastro de nostalgia por la iconografía del movimiento de liberación sexual. A mí y a otras mujeres criadas en una cultura que manifiesta incomodidad con cualquier cuestión corporal, estas francesas seguras de sí mismas en Cannes o Saint-Tropez nos parecían glamurosas y cosmopolitas.
Mi obsesión adolescente con el cine francés me ayudó a descubrir la obra de François Ozon. En La Piscina, Ludivine Sagnier se pasa más de la mitad de la película topless o desnuda. En aquel momento, pensaba en este tipo de desnudez con deferencia: era arte, no tenía nada que ver con las modelos posando desnudas en las revistas. Para mí, era guay.
Pero los tiempos han cambiado: la industria de la pornografía, desenfrenada por la era digital, ha llevado la cosificación de las mujeres a un nivel que el quitarse la parte superior del bikini para evitar marcas en el bronceado ahora parece cada vez más peligroso para las mujeres jóvenes.
Yo tenía poco más de 20 años cuando tomé el sol en topless por primera vez. “No hay nada mejor que la sensación del calor del sol en las tetas”, me dijo una amiga polaca mientras se quitaba el sujetador en una playa en Cerdeña, sin importarle la presencia de unos chicos que acabábamos de conocer. Yo la imité. Seguramente su seguridad estaba apuntalada por la ausencia de los complejos. Para ella, la existencia de los pechos era un simple hecho común y corriente. Ella no cargaba con una mochila de prejuicios sexistas y culturales, como yo.
En eso, ella se parecía a las integrantes de la organización feminista sueca Bara Bröst, que planteó, con bastante sensatez, por qué las mujeres estamos obligadas a cubrirnos el pecho en las piscinas públicas si los hombres no lo están (y en 2009 realizaron una exitosa campaña para cambiar las normas en Malmo). Después de todo, el presidente del comité de Ocio y Deporte de la ciudad señaló irónicamente que “muchos hombres tienen pechos más grandes que las mujeres”. Hace poco, las mujeres de Munich exigieron “librarse del top” (el movimiento cultural y político se llamó 'topfreedom') durante la reciente ola de calor, después de que les pidieran que se cubrieran. Y lograron su propósito: ahora los trajes de baño solo deben “cubrir completamente los órganos reproductivos primarios”.
Después de aquella primera experiencia en Cerdeña en mi juventud, he tomado el sol en topless en Barcelona y en las Cícladas, en el sur de Italia e incluso en Cannes (es cierto que en la Riviera francesa me pareció que la mayoría de las mujeres en topless eran de mayor edad). Debo remarcar que siempre lo hice acompañada, a menudo por mi marido, así que me sentía más protegida del acoso.
El sitio donde mis amigas y yo solemos darnos el gusto es el Estanque de las Damas en el parque Hampstead Heath, en Londres. Allí, en los días soleados, el prado junto al estanque se llena de mujeres de todas las edades y sectores demográficos. Varias veces he pensado que si yo fuera una artista impresionista, esta sería la escena que elegiría para pintar. Un Almuerzo sobre la hierba del siglo XXI, donde en lugar de una mujer desnuda acompañada por dos hombres totalmente vestidos, como muestra la pintura de Édouard Manet, se vieran muchas mujeres contentas, tomando el sol con el pecho descubierto, sin la presencia de ningún hombre. En En el estanque, una novedosa colección de ensayos publicada por Daunt Books, mujeres escritoras reflexionan sobre qué significa para ellas este sitio tan especial. Lou Stoppard afirma: “Si los hombres pudieran verlo, no dudarían en llamarlo el paraíso. ¿Es esto lo que imaginan que hacemos las mujeres cuando estamos juntas? Sentarnos a tomar el sol en topless, con el pelo chorreando agua, fumando un cigarro, leyendo el periódico, comiendo sobras de un tupper, sin preocuparnos por miradas ni comentarios ajenos”.
“Supongo que el atractivo del estanque es tener un momento de paz, lejos de los ojos fisgones”, me dice Stoppard. “A menudo, especialmente en una gran ciudad, una se siente observada, como si fuéramos parte del mobiliario público: estamos allí para ser miradas, juzgadas o comentadas”. Quizás, en la era #MeToo, y juzgando por la evidencia del sondeo francés, se necesitan muchos más espacios como este. Recientemente, las nudistas de París se quejaron de los “pervertidos escondidos en los arbustos” y no son pocos los hombres que creen que los cuerpos de las mujeres son propiedad pública que pueden ser filmados para su propia satisfacción. Así que no culpo a las jóvenes que se cubren el pecho. Yo ya he pasado los 30 años y ya soy bastante invisible. Ellas no lo son.
La primera vez que vi Almuerzo sobre la Hierba, el cuadro me sugirió una inquietante dinámica de poder. Pero la mujer mira fijamente al espectador con una mirada fuerte y segura. Ella no siente vergüenza. Mira y es mirada. Las dinámicas de poder que las jóvenes de hoy en día están negociando no parecen menos ambiguas.
Traducido por Lucia Balducci