Cuando los traficantes eran héroes y nos solidarizábamos con los refugiados

Miriam Cosic

El 25 de septiembre de 1940, el filósofo y crítico literario alemán Walter Benjamin se suicidó en la localidad española de Portbou, situada cerca de la frontera con Francia. Tras cruzar los Pirineos a pie con la ayuda de una guía de montaña, él y el resto de los refugiados que integraban el grupo se encontraron en un callejón sin salida: las autoridades españolas les interceptaron y les indicaron que habían entrado en el país de forma ilegal. Lo cierto es que antes que ellos muchos otros grupos habían hecho el mismo viaje sin problemas, pero ese mismo día España había aprobado una nueva ley de inmigración; una ley que fue derogada dos semanas más tarde.

El grupo quedó bajo arresto domiciliario en una fonda del pueblo. Benjamin, enfermo y abatido, decidió ingerir las pastillas de morfina que guardaba por si era capturado por los nazis. También llevaba un visado de entrada a Estados Unidos que le había gestionado su amigo, el filósofo de la Escuela de Frankfurt Max Horkheimer, que ya había cruzado el Atlántico. Un día después de su suicidio, otros integrantes del grupo, judíos como él, fueron liberados y pudieron alejarse de los peligros de Europa. 

Otra amiga de Benjamin, la filósofa Hannah Arendt, que pasó por Portbou unos meses más tarde y huyó a Estados Unidos, escribió: “Si hubiese llegado solo un día antes, Benjamin habría pasado sin problemas, y un día más tarde, las personas que se encontraban en Marsella ya sabían que no debían intentar cruzar los Pirineos para llegar a España. Sin embargo, ese día, ese día en concreto, la tragedia estaba asegurada”.

La guía de Benjamin, la “pasadora” que lo ayudó a cruzar los pirineos, Lisa Fittko, y una guía austriaca que se llamaba Carina Birman y que ayudó al grupo del filósofo en el último tramo, eran lo que ahora llamaríamos traficantes de personas. 

En la Europa de la época, muchas personas hacían este trabajo en los pasos fronterizos, horrorizadas por la difícil situación de los judíos y otros “Untermenschen”, personas “inferiores” según los nazis. También llevaban a cabo tareas de coordinación, falsificaban documentos y ayudaban a estos grupos a cruzar fronteras de forma ilegal. 

Se hacían llamar traficantes y algunos aceptaban, o incluso pedían, dinero por la ayuda prestada a aquellos que querían huir de la Europa ocupada y llegar a España o a Suiza. Muchos civiles ayudaron a evacuar por barco a miles de judíos daneses, que consiguieron llegar a Suecia, un país neutral. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Dinamarca se había convertido en el país ocupado con menos judíos exterminados en el Holocausto. 

En la actualidad, la expresión “traficante de personas” tiene connotaciones negativas. Durante la Segunda Guerra Mundial, esos traficantes eran considerados héroes. 

Muchos de ellos figuran en el espacio que el memorial israelí de la Shoah, Yad Vashem, reserva a los 24.811 hombres justos de 47 países que ayudaron a los judíos a escapar del horror nazi; ricos y pobres, cristianos, musulmanes y ateos, personas urbanas y rurales. 

El significado de la palabra “traficante” ha dado un giro de 180 grados en el siglo XXI. La neutralidad de esta palabra se ha desvanecido al añadir “de personas”. “Traficante de personas” recuerda “la trata de esclavos” o la “trata de blancas”, si bien este problema moral, mucho más urgente porque la economía sumergida le proporciona invisibilidad, no está en la lista de prioridades políticas. 

El omnipresente lenguaje del neoliberalismo económico ha reformulado el término “traficante”. Las leyes draconianas australianas que impiden la entrada a las personas desesperadas que llegan al país por mar tienen por objetivo poner fin “al modelo económico” de los traficantes de personas. Sin embargo, las sanciones no son económicas: las Fuerzas de Defensa de Australia se movilizan para terminar con este modelo con sus propias manos. 

Refugiados versus migrantes

También se han manipulado otras palabras. En el punto más álgido de la crisis de refugiados en Europa, “refugiado” y “solicitante de asilo” dieron paso a la palabra genérica “migrante”. Esta es la palabra que utilizan los políticos; pero también los medios de comunicación. “Migrante” nos libera de las cargas legales, morales y psicológicas que emanan de la expresión “solicitante de asilo” y nos permite asumir que esa persona dejó su país por motivos económicos; incluso cuando “el migrante” consigue demostrar que cumple todos los requisitos para obtener la condición de refugiado. 

A las personas les cuesta poco invocar la ley de Godwin pero lo cierto es que reflexionar sobre la ocupación Nazi y sus consecuencias podría sernos de gran utilidad en estos momentos. Los países de Europa que no integraron el Eje, los soldados que llegaron desde países lejanos y finalmente el gran despliegue militar de Estados Unidos; todos ellos derramaron sangre en el campo de batalla para derrotar a Hitler. Se perdió una cifra inconcebible de vidas humanas, civiles y militares. Sin embargo, la democracia prevaleció. 

Entonces éramos “nosotros” y ahora son “ellos”. Tras la guerra de Ruanda y la Guerra en la antigua Yugoslavia en los noventa, se redactó el compromiso internacional relativo a la Responsabilidad de proteger (R2P) a la población contra el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad, bajo los auspicios de la Asamblea General de la ONU. No ha servido para nada. Este compromiso se invocó en 2001, cuando la OTAN decidió intervenir en Libia para pararle los pies a Gadafi y llevó a cabo una campaña de bombardeos masivos que dejó el país en ruinas y sumido en una virulenta guerra civil. 

Este compromiso no se ha invocado en el contexto de la guerra de Siria, que se ha convertido las vidas de cientos de miles de refugiados en una auténtica pesadilla. Con independencia de la lógica humanitaria del compromiso, es evidente que el R2P responde a intereses estratégicos “en aras a la estabilidad” a lo largo y ancho del mundo, desde África Central a Asia Central, como indica el historiador Ian Morris. El realismo, como forma de entender las relaciones internacionales, es preferible al intervencionismo liberal y sus eufemismos. 

El papel de la ONU

Comparar la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias con la situación actual es sumamente instructivo. La Segunda Guerra Mundial dejó un balance de cinco millones de desplazados rusos, 12 millones de personas de origen alemán expulsadas de sus países natales, ese gran mosaico que era la Europa del Este, y muchos refugiados más; se calcula que entre 11 y 20 millones. 

Las fuerzas aliadas se preocuparon por ellos y les pusieron a su disposición alojamientos civiles y militares. Las Naciones Unidas, una organización internacional que acababa de nacer, asumió la responsabilidad de reasentar a los refugiados, a pesar de que la población de muchos países de acogida se opuso inicialmente al plan. 

En 1952 la mayoría de refugiados ya tenía un nuevo país. Australia escogió a los refugiados con lupa y los eligió en función de lo que podían aportar al país: salud, vigor y un aspecto físico del norte de Europa. El imprescindible libro de Klaus Neumann, Across the Seas: Australia´s Response to Refugees: A History (A través de los mares: la respuesta de Australia a los refugiados, la historia), cita unos criterios que ahora nos parecen vergonzosos. 

Mi familia paterna se encuentra entre los afortunados que fueron elegidos por Australia en 1948. Mi padre, que cuando la guerra terminó era un adolescente, todavía recuerda con asombro la amabilidad de los australianos que se cruzaron en su camino. Tras un tiempo en un campamento de refugiados en Italia, y más tarde en Bonegilla, (Victoria, Australia) encontró un trabajo en la pequeña localidad de Millicent, en el sur del país. 

Cuando yo era pequeña, me contó la historia en infinidad de ocasiones. Los lugareños se turnaban para invitarlo a comer todos los domingos; también invitaban a otros hombres yugoslavos que habían sido enviados allí. Mi padre estaba agradecido por la invitación y compartía con los vecinos el asado de cordero. Nunca les dijo que no soportaba cómo olía.

El pastor luterano de la localidad también los invitaba a su iglesia para que pudieran orar a su manera, a pesar de que eran ortodoxos. “Todos somos cristianos”, les dijo. Imaginen el impacto que esa afirmación causó a unos jóvenes que habían huido de una región donde las personas de diferentes religiones se mataban las unas a las otras con el pretexto de la guerra. 

Un amigo psicólogo que huyó de Holanda tras la Segunda Guerra Mundial me confirmó que los australianos fueron muy solidarios con los refugiados, y en especial, supieron detectar lo que hoy llamaríamos estrés postraumático o daño psicológico. Todavía no había surgido la hostilidad hacia los extranjeros que acompañó la migración masiva de la década de los cincuenta. 

En los setenta, el gobierno liderado por el Partido Liberal Nacional eclipsó la campaña del Partido Laborista de Australia, preocupado por la situación laboral del país, y permitió que los vietnamitas que habían llegado al país por mar se quedaran. Se utilizaron expresiones como “personas-compuerta” y “pseudo-refugiados”. Gough Whitlam, primer ministro del país entre 1972 y 1975, acuñó la expresión “los que se saltan la cola” (ya que entran al país sin los permisos necesarios).

Bob Hawke, el entonces presidente de la principal asociación de sindicatos del país, señaló que solo se debería permitir la entrada a los refugiados que el gobierno australiano seleccionara en los campamentos de otros países. “Nosotros decidimos quien viene a este país”, como diría el actual gobierno. Más de 80.000 vietnamitas anticomunistas llegaron a Australia en los 15 años siguientes; nuestros aliados en la Guerra de Vietnam, a los que no abandonamos cuando perdimos la guerra. 

En un encuentro con la prensa para explicar el plan humanitario, el entonces ministro de exteriores, Andrew Peacock, y el ministro de inmigración, Michael MacKellar, urgieron a los políticos a “no utilizar esta situación con fines electoralistas, a no exagerar las dimensiones del problema, a no beneficiarse del miedo de un sector de la sociedad australiana y a no olvidar el drama de los que llegan a bordo de pequeñas embarcaciones”.

Vuelvan a leer esta cita. Resulta desalentador percatarse de hasta qué punto el gobierno australiano ha dejado de ser un referente de libertad y humanitarismo. Para los liberales, supone una traición a su nombre. Y para los laboristas, es más de lo mismo. 

En su lúcido libro The Long Road Home: the aftermath of the Second World War (El largo camino a casa: las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial), Ben Shephard señala: “¿Cómo podemos encontrar la forma de presentar el altruismo colectivo como algo interesante en una sociedad que se siente atraída por el mal, considera que la bondad es aburrida y percibe la bondad colectiva como el colmo del aburrimiento?”. ¿Cómo se puede lograr esto en el contexto de reafirmación individualista en el que nos hemos sumergido?

Unos años atrás, entrevisté a una mujer iraní que huyó de la Revolución en Irán, en 1979. Su casa era tan elegante como ella. Un juego de té y una bandeja con frutos secos de colores vivos me esperaban en una mesa. Ella y su marido eran científicos y cuando el ayatolá Jomeini inició la revolución islamista, especialmente represivo para las mujeres, atravesaron varias montañas para llegar a Pakistán, con un bebé a cuestas. El destino quiso que su hijo resultara ser homosexual; en Irán la homosexualidad está castigada con la pena de muerte. 

Le pregunté cómo era posible que una joven pareja de la ciudad hubiese logrado cruzar las montañas. “Nos ayudaron”, me explicó: “Ahora los llamaríamos traficantes de personas”. “Traficantes de personas”, murmuró. Hizo una pausa, suspiró y me ofreció más té. 

Traducción de Emma Reverter