Fenómenos meteorológicos extremos, la escasez de agua o la propagación de enfermedades transmitidas por mosquitos como el zika son las consecuencias en la realidad cotidiana del planeta, y todas tienen relación con un rápido calentamiento global. Aún así, seguimos sin tratar el cambio climático con el rigor que reservamos para otros peligros como el terrorismo.
Quizá la culpa resida en las raíces, en nuestra naturaleza interior: la evolución no diseñó nuestros cuerpos para abordar el cambio climático con urgencia. La respuestas evolutivas se presentan ante las amenazas en tiempo real, no ante aquellas que tienen lugar a largo plazo. El deshielo de la cobertura del océano Ártico, los cambios irregulares en el volumen de la nieve o la constante variación entre el frío y el calor no tienen la misma apariencia de amenaza que nuestro miedo ante un ataque terrorista o cualquier otro daño físico.
El desafío de movilizarnos de forma más efectiva para frenar el efecto invernadero radica en que necesitamos parar y reconocer que una medida o actividad específica pueden ser peligrosas y que este proceso implica a varias partes del cerebro humano, no solo aquellas que nos impulsan a actuar.
Las hormonas, que fluyen por nuestro cuerpo y nos proporcionan la fuerza y la velocidad necesarias para anticipar una pelea o una carrera, no actúan cuando el peligro solo se puede reconocer a través de la investigación y la reflexión. Para preocuparse por el cambio climático, que a la larga acabará con la provisión de alimentos para la humanidad, por ejemplo, necesitas desempolvar los libros y estudiar ciencias, estadística y muchas otras disciplinas. Pero incluso así te será difícil compartir esos conocimientos con tus colegas y concienciarlos al mismo nivel que ante la amenaza del ISIS.
La prueba: solo prestamos atención al cambio climático a ratos y normalmente cuando nos estalla en la cara, como el huracán Sandy o la sequía si eres un granjero de California. Pero los desastres naturales no suelen afectar a toda la humanidad al mismo tiempo. Y la vida sigue. Nuestra memoria ante la tragedia se desvanece mediante un mecanismo de supervivencia que nos ha legado la evolución.
La mayoría de nosotros prestamos atención al tema durante la cumbre de París celebrada en diciembre, que definió los siguientes pasos en la batalla contra la peligrosa emisión de gases invernadero que se encuentran atrapados en la atmósfera y agravan el calentamiento global. Durante algunas semanas escuchamos historias, opiniones, datos y análisis de manera cotidiana. Este encuentro sirvió como “gancho” para el pequeño drama internacional que tuvo lugar en Francia.
Ahora que el momento ha pasado volvemos a nuestros propios asuntos y la mayor parte de nosotros no relacionamos de forma consciente el paulatino calentamiento global con una doble parálisis de la humanidad. ¿Y qué si el cambio climático afecta a la supervivencia de los insectos –cuyo papel es crucial en la cadena alimentaria– y a la realización de sus tareas? El pasillo de cereales de los supermercados occidentales sigue ofreciendo multitud de opciones. ¿Y qué si no asimilamos que esos cambios nos vuelven más vulnerables ante enfermedades oportunistas? Es remediable, siempre y cuando nuestro jefe no nos traslade a Brasil y nos veamos forzados a temer al zika.
Nuestra dificultad para reconocer los peligros a largo plazo nos induce a pensar que alguien, en alguna parte, se está encargando del problema por nosotros, que no hay nada más que podamos hacer. Nos echamos a un lado y dejamos actuar a los expertos.
La insistencia por parte de la Corte Suprema de los Estados Unidos en implicar a los organismos legales –los jueces votaron a favor de mantener la regulación de Barack Obama sobre la emisión de carbono, un reto que tenían pendiente– ha puesto el foco sobre el nefasto factor del tiempo. La sentencia de la corte de detener la implantación del nuevo Clean Power Plan, hasta que el caso sea estudiado y resuelto, no es determinante si la iniciativa supera el desafío legal. Después, los Estados Unidos volverán manos a la obra para encontrar posibles vías que reduzcan las emisiones. Pero el tiempo perdido en el cómputo climático no se recuperará.
El cambio climático es implacable; el ser humano, como ya advirtió Daniel Kahneman, es inconsciente. Conectar esos dos extremos es el verdadero desafío de nuestros tiempos.
Ruth Greenspan Bell es investigadora de políticas públicas en el centro de estudios internacional Woodrow Wilson, y colaboradora en el departamento de Decisiones Científicas y Derecho Medioambiental de la Universidad de Columbia. Su especialidad es la implicación gubernamental en el control de los gases de efecto invernadero, a nivel nacional e internacional.
Traducido por: Mónica Zas