Spike, el agitado perro salchicha, recibía algo en cada comida aunque el hambre consumiese a los humanos atrapados en el búnker bajo la acería Azovstal.
Al final, había tan poca comida y agua que los adultos apenas comían un poco y una vez al día. Colocaban dos tazas de macarrones en 10 litros de agua y esa “sopa” tenía que alimentar a 30 personas. Los niños comían dos veces. Aun así, todos compartían la comida con su mascota.
“Alguien le daba una cucharada de gachas y todos en la familia le daban tres o cuatro cucharadas cuando comían. Por suerte, es pequeño”, dice Olena Chekhonatski.
Al comienzo de la guerra, ella se refugió bajo tierra para escapar de los bombardeos junto a su marido Yegor y sus dos hijos: Artem, de 12 años, y Dmitry, de 17. Esperaban quedarse unas dos semanas, pero no salieron hasta dos meses después.
“Nunca me habían gustado los perros antes de que llegara Spike”, dice mirando con tristeza al perro por el que pasó hambre para mantenerlo con vida, mientras él brinca por la orilla arenosa del río Dniéper en el que es el primer día de libertad para la familia desde finales de febrero.
La familia forma parte del último grupo de civiles evacuados oficialmente de Azovstal, que llegó a un territorio bajo control ucraniano la noche antes de que Putin, en un desfile militar en Moscú, declarara su guerra como una misión “sagrada” para liberar a personas como su familia.
“¿Qué liberación? ¿Cuál fue la razón de todo eso?”, se pregunta Olena. “Nuestro primer sentimiento es de incredulidad por haber logrado salir. Los últimos días estábamos perdiendo la esperanza. El bombardeo era tan intenso que salir parecía imposible”, añade Yegor.
Mientras la familia creía que estaría en el búnker tan solo dos semanas, otros con los que se refugiaron se habían preparado para pasar solo dos días. Más de dos meses después, seguían en el búnker, con las provisiones de comida y agua disminuyendo mientras las bombas rusas destrozaban los edificios en la superficie.
Se les había privado de casi todo, excepto de dormir. “Duerme más, come menos. Porque cuando duermes, no necesitas comer”, dice Yegor. “El plan ahora es seguir viviendo. El resto vendrá después”.
Un Monopoly y una radio
Cuando llegaron, había electricidad, pero su mundo se encogió rápidamente en aquel sótano mohoso, cuyo olor húmedo se filtraba en su ropa y su piel. La electricidad se cortó al cabo de un día y no había Internet. Solo una radio pequeña que podía captar algunas transmisiones de frecuencia baja.
Utilizaban baterías de coche para alimentar las luces LED y, en la penumbra, intentaban hacer pasar las horas con juegos. Habían traído ajedrez, backgammon y cartas, y alguien hizo un juego de Monopoly de Mariúpol, con las plantas industriales y los centros comerciales de la ciudad sustituyendo las calles de Londres.
Hoy pueden reírse de algunas cosas. Buscaban comida en los restos de un almacén que había sido bombardeado por los rusos y un día Yegor fue con dos hombres mayores que insistieron en unirse a pesar de su escasa fuerza y sus problemas de visión.
Uno de ellos volvió con granos de café, que había confundido con algún tipo de pasta seca pequeña, y una bolsa gigante de hojas de laurel. Ninguna de esas dos cosas ayudó a calmar el hambre, pero decidieron aplastar el café con un martillo. “Debo decir que fue una gran taza de café”, dice Yegor.
Cada día suponía un enfrentamiento con la muerte. Incluso un viaje al baño significaba arriesgar la vida, porque las letrinas estaban en la planta baja. Para los niños y las personas mayores y discapacitadas, había cubos en el refugio, que los adultos vaciaban por turnos.
“Nadie salió de allí siendo el mismo”, dice Oksana, una empleada de Azovstal que pide no dar su nombre completo por razones de seguridad. “Eran unas personas cuando entraron y otras cuando salieron”.
Dibujos en negro
Dice que, durante los primeros días, los niños estaban traumatizados. Los adolescentes se pasaban horas mirando las paredes, mientras que los más pequeños rehuían el contacto. Cuando ella les animaba a dibujar, evitaban los bolígrafos de colores y hacían sus dibujos utilizando solo el negro.
Con el tiempo se adaptaron un poco a su nueva y aterradora existencia. “Nos dejaban abrazarlos, sobre todo durante los bombardeos. Hicieron amigos y los mayores enseñaron a los pequeños. Había un niño de cuatro años que apenas sabía leer el alfabeto cuando llegó, pero al final era capaz de hacer cuentas y leer y escribir bien”.
La propia Oksana ha emergido con tres talismanes de su descenso al horror: la cucharilla que su marido usaba en el comedor de su trabajo, los dibujos de los niños a los que guio durante este tiempo y una funda de pasaporte con relucientes abalorios que ella misma añadió. Es la única pieza que le queda de un pasatiempo favorito. “No tengo nada más de casa”.
Habían intentado salir a principios de marzo, cuando se anunció el “corredor verde”, pero los combates les hicieron volver al refugio subterráneo. Habían visto salir a decenas de personas antes que ellos, incluidos los residentes de un búnker vecino que se había quedado sin comida semanas antes de que a ellos les sucediera lo mismo, pero cada viaje era arriesgado.
“Cuando los niños salían, hacíamos etiquetas en sus ropas con sus nombres, tipos de sangre y fecha de nacimiento. Así, al menos, si los mataban, iba a ser más fácil identificar los cuerpos”, dice Oksana.
Uno de los grupos decidió recorrer a pie los 100 kilómetros hasta Berdyansk, pese a tener que atravesar campos de batalla, campos de minas y ruinas, porque le resultaba menos aterrador que quedarse en la planta. “No sabemos si lo lograron”.
Entonces se enteraron por radio de los últimos intentos de establecer corredores para el rescate de civiles y decidieron ver si podían encontrar una salida. Los soldados les encontraron esperando fuera y les dijeron que tenían 15 minutos para prepararse.
Más civiles atrapados
Les preocupa que haya otros civiles desesperados atrapados bajo la planta de acero. Puede que no tengan radios para enterarse de la evacuación, o bien que no les hayan encontrado los soldados.
En un campo de “filtración” ruso, donde las autoridades registran a los evacuados, la familia Chekhonatski conoció a un adolescente que había pasado toda la guerra escondido en un sótano a unos pocos metros del suyo junto a otros dos hombres. Los Chekhonatski no sabían que estaban allí. También se preocupan por las tropas que los sacaron del complejo en ruinas.
“Ni siquiera los héroes... No sé cómo describirlo. No hay palabras para expresar toda nuestra gratitud por lo que han hecho por nosotros”, dice Yegor. “Le pido a Dios que ocurra algún milagro y que salgan de allí con vida”.
Cuando por fin pudo cargar su teléfono y encenderlo después de dos meses, Oksana se sintió abrumada al encontrar una avalancha de mensajes de familiares, parientes y amigos de toda Ucrania y del resto del mundo.
Muchos eran beneficiarios de una organización caritativa en la que trabajaba y que proporcionaba alimentos y ayuda a familias con niños pequeños. “Nunca imaginé que sería yo la que necesitaría ayuda”.
Artem Mazhulin colaboró con este artículo.
Traducción de Julián Cnochaert.