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El efecto Unesco: ¿ser patrimonio de la humanidad es una suerte o una maldición?

Laignee Barron

George Town (Malasia) —

Chew Jetty, un enclave de pescadores de George Town, en Malasia, atrae a una inmensa cantidad de turistas. Las casas históricas ahora son tenderetes comerciales en los que cuelgan letreros de neón; los que una vez fueron pescadores ahora venden camisetas, imanes y postales. Los autobuses abarrotados llevan y traen gente desde muy temprano hasta la caída del sol.

Este intrusismo diario tiene un alto coste: los turistas se asoman por las ventanas, hay letreros de 'no hacer fotos' por todas partes, y los autóctonos se esfuman cada vez que se topan con una cara extraña. “Me gustaría recordarle a la gente que no somos monos y que esto no es un zoo”, dice Lee Kah Lei, que dirige una tiendecita de regalos en la puerta de su casa de Chew Jetty.

Aunque Kah Lei es consciente de que “cuanta más gente venga, más venden los tenderos”, le gustaría que los turistas que pasean con su cámara en mano fuesen más respetuosos con su privacidad –y especialmente que no se colasen en su casa sin ser invitados.

Una vez, el “clan de los muelles” a las afueras de George Town en la isla de Penang, fue una bulliciosa zona de negocios frente al mar. Un conjunto de casas y cobertizos destartalados, que se extienden a lo largo de una hilera de pilares de madera y de los que pende en cada uno el nombre del pueblo chino al que pertenecen, son el último bastión de los antiguos asentamientos chinos en Malasia.

Los siete muelles que siguen en pie sobrevivieron a las dos guerras mundiales y a la ocupación japonesa pero, según fueron pasando las décadas, los embarcaderos se fueron deteriorando. Y cuando la gran amenaza de las gigantes constructoras se les echaba encima, los propietarios de los muelles solo encontraron un lugar al que acudir: su última baza fue pedir ayuda a la Unesco.

Y la petición consiguió tener éxito. En el año 2008, al clan de los muelles se le otorgó la condición de Patrimonio Cultural de la Unesco. Sin embargo, antes de que esto sucediese dos enclaves fueron arrasados para construir complejos de viviendas.

Ahora, no obstante, los residentes dicen que esta victoria no se ha traducido, en absoluto, en lo que esperaban. Donde una vez los pescadores, recolectores de ostras y adivinos hacían su comercio, ahora echan raíces las tiendas de souvenirs y las cafeterías. Los autóctonos aseguran que se vieron sorprendidos por una ola de turismo que ha arramblado con su aldea levantada sobre pilares. Se trata de una queja similar a la que ha resonado en toda Europa este verano, cuando ciudades desde Barcelona hasta Venecia tratan de equilibrar los efectos positivos del turismo con sus inevitables inconvenientes.

“Si no fuera por la Unesco ya no quedaría nadie aquí”, admite Chew Siew Pheng, residente de Chew Jetty, que también recuerda el fantasma constante de los desahucios que se produjeron durante su adolescencia, cuando los muelles estaban a punto de derruirse.

Durante el Año Nuevo Chino se complica la convivencia

Es verdad que la Unesco ha salvado a los siete últimos muelles de la bola de demolición, pero Siew Pheng asegura que todo esto también ha “afectado a su privacidad”. “Nuestros muelles se han convertido en un producto comercial. La gente se está mudando. Durante las festividades de diciembre, el Año Nuevo Chino y el Malasia Raya, aquí no se puede vivir”.

Muchos de los 1.052 lugares de todo el mundo que han recibido el sello de las Naciones Unidas luchan ahora por alcanzar un equilibrio entre los beneficios económicos y preservar la cultura que les labró ese reconocimiento.

Las declaraciones de patrimonio de la humanidad comenzaron en 1972 para reconocer y proteger lugares “con un valor universal extraordinario”. Sin embargo, cuando se eleva el perfil internacional de un lugar, esa misma etiqueta también alimenta a hordas de visitantes y abre las puertas a la comercialización que puede terminar por diluir la autenticidad del lugar.

“Es un destino inevitable: los mismos motivos por los que se elige un lugar para ser inscrito en la lista de patrimonio de la humanidad son los que mueven a millones de visitantes a esos sitios cada año”, escribió Francesco Bandarin, el exdirector de patrimonio de la Unesco, en un manual de 2002 llamado Managing Tourism al World Heritage Sites.

Este fenómeno incluso ha sido bautizado por el escritor italiano Marco d'Eramo, que sostiene que la Unesco preserva las edificaciones pero permite que se destruyan las comunidades que viven a su alrededor, en ocasiones, por culpa del turismo. A esto lo llama Unesco-cidio.

Luang Prabang en Laos, por ejemplo, es una ciudad patrimonio de la humanidad de unos 50.000 habitantes que se espera que atraiga a más de 700.000 turistas en el año 2018. La investigadora Chloe Maurel ha escrito sobre los efectos negativos del galardón basándose en el barrio de Casco Viejo en Ciudad de Panamá, que relegó a sus ciudadanos más pobres a los límites de la ciudad tras la resolución de la Unesco y que terminó con el centro inundado de turistas.

National Geographic ha recopilado ejemplos como Xian, China, lugar de los famosos guerreros de terracota, donde un nuevo museo mal situado puede que haya tenido un impacto negativo sobre el valioso lugar. Los escritores Lauri Hafvenstein y Brian Handwerk señalan también una polémica actividad cercana a la barrera de coral de Belice, donde los promotores se están acercando y se están aprovechando de su estatus de patrimonio de la humanidad para vender por internet terrenos en la marisma.

Aparentemente, la bendición de la Unesco le ha dado a George Town y sus muelles una bocanada de aire. Establecido como la base de los estrechos para la Compañía Británica de las Indias Occidentales en 1786, este enclave atrajo oleadas de artesanos, navegantes y comerciantes durante el siglo XIX y a principios del XX. Pescadores y porteadores de la provincia de Fujian, al sur de China, forjaron un enclave sobre el aclamado paseo marítimo. Cada familia, o clan, ocupó su propio muelle y los asentamientos improvisados crecieron al tiempo que los familares emigraron y se sumaron a las casas flotantes interconectadas por una pasarela de madera.

Cuando George Town perdió su estatus de puerto libre en 1969, la ciudad entró en declive, destruida por una elevada tasa de desempleo durante cerca de 30 años. Tras la calificación de la ONU, George Town ha experimentado un renacimiento como paraíso turístico: entre seis y siete millones de personas se alojan al año en los hoteles de la ciudad. Los muelles, infravalorados durante tanto tiempo como una favela ocupada por el juego ilegal, se han convertido de pronto en una destacada atracción.

Jo Caust, profesora asociada de la Universidad de Melbourne, afirma que el estatus de patrimonio de la humanidad puede resultar “un arma de doble filo”. A menudo los gobiernos, ansiosos por sacar dólares de la historia de la arquitectura, ven esta calificación como una posible “gallina de los huevos de oro”, según argumentó a principios de este año en el Journal of Cultural Heritage. Y aunque la reorientación hacia el turismo puede ayudar a revitalizar comunidades, si no existen los suficientes planes de gestión, el turismo puede finalmente destrozar un lugar.

“Las comunidades afectadas por el turismo descontrolado en Europa están actualmente intentando luchar contra sus efectos destructivos. El impacto en un país del tercer mundo probablemente sea mucho mayor”, cuenta Caust. “¿Cuál es la motivación que hay detrás del desarrollo y el logro de esta categoría? ¿Ganar más dinero o la protección del patrimonio cultural?”.

Clement Liang, miembro del Penang Heritage Trust que ayudó a presionar para la inclusión de los muelles de George Town en el patrimonio de la humanidad, reconoce que cuando existen intereses comerciales, estos “superan la noción idealista de preservar el carácter de un lugar patrimonio de la humanidad”.

La Unesco promueve cada vez más la idea de “turismo sostenible”, e incluso nombró el año 2017 como Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo. Pero los expertos en patrimonio afirman que el objetivo es más teórico que práctico.

“Actualmente la Unesco no tiene unas directrices claras o métodos efectivos para controlar la comercialización de los lugares patrimonio de la humanidad y su enfoque en la sostenibilidad es más un ejercicio verbal que algo aplicable”, asegura Liang. El Penang Heritage Fund afirma que el futuro de los muelles recae en última instancia sobre las manos de los líderes de los clanes.

Los residentes, sin embargo, no están unidos en cuanto al futuro de la zona: algunos han visto la transformación comercial de Chew Jetty con envidia y otros con horror. Obviamente no todos los residentes, especialmente la generación más joven, comparten la nostalgia por las casas antiguas y difíciles de mantener que no tienen ni siquiera servicios básicos como el sistema de alcantarillado.

Ang Huah, guía turístico y residente en Lim Jetty, afirma que él opta por no llevar a gente al enclave más tranquilo que tiene su clan, y sí a los Chew. “Es un bullicio constante y la gente ni siquiera compra cosas”.

A Siew Pheng, que dirige una red de alojamiento con familias locales, le preocupa que si los clanes no toman una decisión sobre cómo manejar el boom del turismo, “la identidad y la historia de este sitio desaparecerán”.

Según ella, una de las posibles propuestas consistiría en introducir una tarifa de entrada para ayudar a limitar el número de visitantes y crear un fondo para mantener y renovar los muelles, favoreciendo su ocupación. Aunque cree que la comercialización del muelle de su clan no se puede revertir, opina que los residentes tienen que hacer más para asegurarse de que los muelles se mantienen y mejoran por el bien de los residentes, no solo de los turistas. “Solo nosotros podemos preservar este lugar. Ahora tenemos que decidir cómo gestionarlo”, afirma.

Traducido por Cristina Armunia y Javier Biosca