Por debajo de la ciudadela medieval de Kazán, dos grandes ríos congelados pintan de blanco el paisaje. En una tarde de domingo, algunos de los habitantes más tenaces caminan lentamente por el hielo fangoso para sacarse selfies con la mezquita, las luces navideñas y las estatuas de la era soviética de fondo.
Hace 25 años que estuve por última vez en Rusia, intentando (sin éxito) revivir a la izquierda en los caóticos primeros días de las reformas económicas de Boris Yeltsin. Media vida después, he vuelto para dar una charla a una sala llena de gente que quiere hablar sobre cómo sustituir el capitalismo por algo mejor. De pronto, tenemos algo en común: ya todos sabemos lo que se siente al ver cómo se derrumba un sistema que alguna vez pareció inamovible.
Desde que estoy aquí, casi todos los que han decidido venir a escucharme están involucrados en el arte contemporáneo o en la filosofía. Los periodistas que quieren entrevistarme (alguien que critica abiertamente la política de Putin en Siria y Ucrania) escriben en su mayoría para revistas culturales. Si bien no son las revistas más modernas y populares, son los espacios intelectuales más seguros para generar pensamiento crítico.
Desde que Putin robó la elección de 2011 y desde que reprimió el posterior movimiento de protesta, la gente joven que formó parte de ese movimiento se ha retirado a un silencio rabioso. A decir verdad, no es una situación del todo desconocida para los intelectuales rusos. Lenin fue arrestado en Kazán en 1887 por encabezar una protesta de estudiantes y pasó gran parte de los siguientes 30 años en el exilio o en la clandestinidad. Luego, los bolcheviques reprimieron la libertad de expresión y a la oposición política durante otros 70 años. Ahora, los oligarcas capitalistas de Rusia están haciendo todo lo posible para lograr lo mismo.
Ante esta situación, ¿por qué los artistas rusos, los filósofos y los periodistas insisten en creer en el cambio? En pocas palabras, porque ya fueron testigos del derrumbe moral y físico de algo que parecía eterno: la Unión Soviética.
Alexei Yurchak, un antropólogo de la Universidad de California, en Berkeley, lo describe en un libro cuyo título habla por sí solo: Everything Was Forever Until It Was No More (Todo era para siempre hasta que dejó de serlo). A Yurchak le fascinó descubrir que, aunque nadie había predicho la caída, cuando ocurrió, muchas personas se dieron cuenta de que en el fondo estaban esperando que pasara.
Durante la perestroika de Gorbachov, mucha gente experimentó un repentino “despertar de la consciencia”, a medida que se dieron cuenta de la inminencia del colapso. Pero hasta ese momento, la mayoría se comportaba, hablaba e incluso pensaba como si el sistema soviético fuera eterno. A pesar del cinismo con que veían la brutalidad del sistema, desfilaban, participaban en reuniones y celebraban los rituales que demandaba el Estado.
Desde la victoria de Trump en noviembre, se ha hecho más real la posibilidad de pensar que en Occidente ocurrirá un colapso similar, afectando a la globalización y a los valores liberales.
Los paralelismos son obvios. Nosotros también hemos vivido 30 años bajo un sistema económico que proclamó su propia permanencia. La globalización era un proceso natural imparable y la economía de libre mercado, el estado natural de las cosas.
Pero cuando vota en contra de la globalización el país que la inventó, la impuso y se benefició en mayor medida de ella, hay que considerar la posibilidad de que ésta termine de forma abrupta. También hay que considerar otra posibilidad, aún más impactante para los demócratas humanistas y liberales: que el nacionalismo oligárquico sea el sistema por defecto para las economías en declive.
Cuando Yeltsin provocó la miseria y la posterior crisis a principios de los años 90, fui testigo del caos en que se sumió la sociedad rusa. Nos reuníamos en las instalaciones abandonadas de la academia estalinista, entre restos de libros soviéticos, bustos de Lenin y actas de comités centrales que ya no existían. Había violencia en las calles y las salas de juntas de los monopolios rusos de materias primas se convirtieron en el centro del saqueo: su titularidad recaía en el cleptócrata que tuviera más fuerza en ese momento.
En comparación con el caos de los años 90, el putinismo se vivió como una redención. A costa del aislamiento diplomático y de la represión de los derechos democráticos, Putin restauró el crecimiento, el orden y el orgullo nacional.
Ahora, en todas partes del mundo, hay pequeñas imitaciones de Putin: el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán; el presidente turco, Recep Tayyip ErdoÄan, y la candidata a presidenta de Francia, la fascista Marine Le Pen. Si, como tanto lo desean, Occidente se sumerge en el nacionalismo económico, todas las personas que tengan menos de 50 años pasarán por el mismo tipo de shock ideológico por el que pasaron los rusos a finales de la década de 1980.
En ciencias económicas, ciencias políticas y en el estudio de las relaciones internacionales, ha existido, durante casi tres décadas, la suposición generalizada de que el estado actual de las cosas es eterno.
Igual que en la academia soviética, si la globalización termina siendo tan solo algo temporal y reversible, los manuales a los que alguna vez se les rindió pleitesía quedarán en el olvido.
Pero hay una gran diferencia: los disidentes de la era soviética lucharon por la democracia y los derechos humanos bajo el concepto general de “Occidente”. Para nosotros, si triunfa el populismo xenófobo, no habrá “Occidente” al que aspirar: si las sociedades democráticas siguen el mismo camino que la Hungría de Orbán, no habrá ninguna potencia externa para ayudarnos.
Nosotros somos nuestra última gran esperanza. Y somos suficientes como para detener este segundo gran derrumbe que nos lleva hacia la oligarquía y el nacionalismo. Estamos conectados, somos conscientes, educados y, por ahora, psicológicamente resistentes. Para conectarnos y resistir, tenemos mucho que aprender de los que ya lo hacen de forma silenciosa en Rusia.
Tal vez la joven generación de críticos de Putin esté cargada de cinismo, cansancio y abstracción, pero su fe en el cambio es firme como una roca.
Traducido por Francisco de Zárate