El virus nos obliga a reinventar las oficinas, pero no volvamos a equivocarnos
Cuando cerraron las oficinas a mitad de marzo y las empresas pidieron a sus empleados que teletrabajaran –sin tener acceso a sus materiales, espacio y colegas de trabajo habituales– muchos sintieron que se encontraban ante un experimento sin precedentes. Nadie estaba preparado para esto, ni siquiera los bancos que suelen contar con planes que garantizan su continuidad ante contingencias como el terrorismo. Nadie había previsto un escenario en el que se evitara cualquier contacto físico con otras personas. Contra todo pronóstico, el teletrabajo ha sido más exitoso de lo que nadie pudo haber predicho. La productividad, en muchos casos, ha aumentado durante los primeros meses de confinamiento.
Cuando ya ha pasado un tiempo, muchas personas que trabajan en oficinas no han regresado a sus lugares de trabajo y los que lo han hecho se han visto catapultados a espacios extraños, a un nuevo mundo dividido por pantallas de plástico, distancias físicas, mascarillas y geles de manos. En medio de las turbulencias de una posible segunda ola de contagios y confinamientos, lo mejor que las empresas pueden ofrecer es un regreso a la oficina flexible y por fases, evaluando los riesgos paso a paso.
Un debate mucho más interesante es el que gira en torno al tipo de oficina al que nos gustaría regresar. Estamos en el momento perfecto para mirar hacia adelante y también extraer lecciones de la historia. Y dos ideas especialmente interesantes y novedosas emergen de la organización espacial de los lugares en el pasado para ofrecernos lecciones valiosas.
En 1968, el diseñador Robert Propst desarrolló estudios sobre los procesos de trabajo y llegó a la conclusión de que la oficina típica “mina la vitalidad, bloquea el talento y frustra la consecución de resultados”. A partir de ahí, desarrolló sus ideas sobre una “oficina para la acción”, un sistema de mobiliario modular que permite configuraciones flexibles y modifica la gradación entre privacidad y comunidad sobre todo a partir de separaciones móviles. Casi dos décadas después, el arquitecto Robert Luchetti, definió una serie de ubicaciones dentro de una oficina que podían usar unas mismas personas en función de qué actividad desarrollen. Se sentaron así las bases para lo que luego se conocería como “puesto de trabajo en función de la actividad”.
Ambos conceptos giran en torno a la persona y están impregnados de un cierto idealismo que trata de que las oficinas sean un espacio más amable para quienes las habitan. Pero también se distorsionaron con el tiempo. La “oficina para la acción” estaba pensada para liberar al trabajo del espacio en el que se desarrolla pero acabó reducida a una mera compartimentación de ese espacio. De ahí nació el concepto de cubículo y sus condiciones de trabajo en densidad similares a las de una fábrica. Los trabajadores se encontraron así con las peores obligaciones de ambos mundos: las distracciones de un ruido permanente mientras se les negaban los aspectos más sociales de su jornada, relacionados con ver y ser visto. De hecho, los cubículos acabarían siendo los espacios de trabajo peor valorados en las encuestas de satisfacción. El puesto de trabajo basado en actividades no mostró resultados mucho mejores. Se convirtió en sinónimo de “sillas calientes”, un ejercicio de ahorro de costes en el que los empleados comparten escritorio pero no se benefician de escenarios de trabajo alternativos.
¿Qué podemos aprender de estos dos modelos para la oficina pospandemia? Que el espacio no es neutral. Que el diseño de espacios siempre tiene consecuencias. Que abre nuevas oportunidades: cada cuanto tiempo vemos a los demás, a quién vemos cuando entramos y salimos, con quien nos cruzamos, la facilidad o la dificultad con la que podemos mantener conversaciones con colegas en otros departamentos. Todo esto depende del modo en que se haya diseñado la oficina. Que la oficina genere sensaciones de soledad o inspire un sentimiento de solidaridad y comunidad de acción depende en muchos casos de una combinación de distribución del espacio y cultura organizativa. El espacio no es neutral porque no sucede por sí mismo, es consecuencia de decisiones humanas, tomadas con una intención determinada.
Del mismo modo que las ideas de Propst y Luchetti terminaron generando problemas en los espacios de trabajo, podríamos, ahora, en el momento de regreso a la normalidad tras la pandemia, encontrarnos ante decisiones tomadas en función de sus costes cuando en realidad muchas personas tienen mayor necesidad de contacto humano. Los gigantes tecnológicos van en cabeza. Ya han construido catedrales dedicadas a la innovación antes de la pandemia y ahora parecen implicadas en un cambio de dirección estratégico que pasa por declarar el espacio físico de trabajo común como algo innecesario de la noche a la mañana. Ahora se pide a todos los empleados que estén disponibles en sus casas y eso alarga sus jornadas de trabajo. Esto es aún más desconcertante porque su enfoque anterior, que apostaba por copresencialidad en entornos bien diseñados con sofás, toboganes, ping-pong, café y helados de marca, al menos se alinea con la investigación académica sobre la importancia de los encuentros para la creatividad y la innovación. La investigación sugiere que las interacciones en persona no planeadas son un impulso importante a la aparición de nuevas ideas y se habla de “la fortaleza de los vínculos débiles”. De hecho, la investigación muestra que esas interacciones débiles son las que han sufrido de manera desproporcionada durante este período en el que se ha trabajado desde casa.
Por tanto, no debemos renunciar a la idea de un espacio de trabajo compartido para todos en el futuro. No sólo es poco práctico sugerir el teletrabajo desde casa en un momento de crisis de la vivienda en el que muchas personas no tienen la capacidad de establecer un lugar de trabajo fijo y equipado de manera adecuada. Es importante recordar que estar juntos y compartir experiencias es fundamental para el bienestar y la salud individual y colectiva. A largo plazo, deshacerse por completo de la oficina podría afectar a la base de una organización. Se secan las ideas, es más compleja la incorporación de personal y los equipos comienzan a desintegrarse. Claro que podemos seguir así meses, incluso años, hasta que se encuentre la vacuna para la COVID-19, pero no deberíamos sacrificar la idea de encontrarnos con cierta regularidad en un espacio provisto del mejor diseño para que los empleados de una organización puedan compartir ideas de unidad y comunidad de objetivos.
Kerstin Sailer es profesora de redes sociales y espaciales en la Escuela Bartlett de arquitectura en el University College de Londres.
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