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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

En primera persona

Vivo en Sheikh Jarrah y para los palestinos esto es mucho más que un “conflicto inmobiliario”

19 de mayo de 2021 22:58 h

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Sheikh Jarrah olía este lunes a calcetines sucios y carne podrida. Los vehículos de la policía israelí, conocidos como “camiones mofeta”, rociaron con agua putrefacta a alta presión las casas, tiendas, restaurantes, espacios públicos e instituciones culturales palestinas.

El agua provoca vómitos, dolor de estómago e irritación en la piel y fue desarrollada por una empresa israelí para repeler a los manifestantes. El hedor persiste durante días en la ropa, la piel y las casas, lo que lleva a los palestinos a bromear con que todo Jerusalén huele a mierda. Los manifestantes también son objeto de otros ataques. Son brutalmente golpeados, detenidos por agentes de policía –algunos montados a caballo–, atacados por los colonos y disparados con balas de goma.

Estas formas de castigo colectivo pretenden frenar el creciente movimiento para salvar Sheikh Jarrah y detener el desahucio de 27 familias palestinas.

Mi familia ha vivido en Jerusalén durante varias generaciones desde que huyeron del genocidio armenio en 1915. En 1948, durante la Nakba, fue expulsada de su hogar en Jerusalén Occidental y encontró refugio en la parte oriental de la ciudad. Ahora vivimos en Sheikh Jarrah y mis vecinos están a punto de ser expulsados de sus casas. 

Todos los días desde hace un mes, palestinos de todo tipo se reunían en el barrio para compartir el iftar, la ruptura del ayuno del ramadán, frente a las casas amenazadas: riendo y compartiendo bromas, unidos a pesar de la gravedad de la situación. Los cánticos comienzan después de las oraciones y son objeto de represión policial y burlas de los colonos.

Ahora el barrio se ha convertido en una zona militar. Los controles en cada esquina sólo permiten entrar en la zona a los residentes, bloqueándonos del mundo exterior. Tenemos que soportar este acoso, tanto de los colonos como de la policía, por el simple hecho de vivir en nuestras casas.

Aunque Sheikh Jarrah es noticia, este tipo de acoso y violencia de los colonos no es nuevo. El pasado mes de septiembre, el día en que falleció mi abuela, me pintaron el coche con un “los árabes son una mierda”. Hace apenas dos semanas, para celebrar la Pascua ortodoxa, intenté asistir al desfile anual que celebran las comunidades siria y armenia de las que formo parte. Junto con otros palestinos, fui agredida por agentes de policía y se me impidió entrar en la Ciudad Vieja. Unas semanas más tarde, los fieles fueron brutalmente agredidos mientras rezaban en la mezquita de Al Aqsa. Como palestinos, sentimos que todas y cada una de las expresiones de nuestra identidad están siendo borradas y marginadas.

Las políticas discriminatorias de Israel en Jerusalén, incluido el desplazamiento programado, son constantes. Hablan de nosotros como de una “bomba de relojería demográfica”. En esta ciudad, la idea de un “equilibrio demográfico” es la base de la planificación municipal y las acciones del Estado.

Desde la ocupación ilegal de Jerusalén Este en 1967, la política israelí se ha centrado en mantener una proporción de 70:30 entre judíos y árabes en la ciudad, ajustada posteriormente a una proporción de 60:40 cuando las autoridades dijeron que el objetivo original era “inalcanzable”. Esto se lleva a cabo de múltiples maneras, como la construcción de asentamientos en los barrios palestinos, la demolición de viviendas y la revocación de los derechos de residencia.

Desde 1967, se calcula que 14.500 palestinos han perdido su estatus de residencia. Para obtener el carné de identidad, los jerosolimitanos palestinos tienen que demostrar constantemente que Jerusalén sigue siendo su “centro de vida”, mediante pruebas de contratos de alquiler y facturas a su nombre. Esto viene acompañado de una visita sorpresa al domicilio para comprobar que realmente se vive en la casa y que ha llegado a incluir la comprobación de si hay cepillos de dientes en el aseo.

Si los jerosolimitanos abandonan el país o residen en Cisjordania, se les revoca el estatus de residencia, dejándoles sin documentos oficiales y sin poder volver a casa. Cada cinco años debo presentarme ante el Ministerio del Interior israelí con una prueba de mi residencia en Jerusalén y aportar los certificados de notas de cualquier curso que haya realizado durante mis estudios universitarios en el Reino Unido. En cada visita nos someten a un interrogatorio humillante e invasivo y en cada ocasión tenemos miedo de que nos quiten nuestra única forma de permanecer.

Muchos casos de desahucios en Jerusalén, y en concreto los de Sheikh Jarrah, se han intentado retratar como incidentes aislados e individuales, pintándolos como “disputas inmobiliarias” que se prolongan durante años en los tribunales. Pero para los palestinos, Sheikh Jarrah es simplemente un microcosmos de la vida en Jerusalén. Simboliza la continua limpieza étnica de nuestra tierra y nuestros hogares. Los palestinos soportan la eliminación, la marginación y el desplazamiento y se les impide el derecho básico de regresar a sus hogares y propiedades originales.

El propietario de una tienda de comestibles en Sheikh Jarrah me dijo recientemente: “Toda nuestra vida ha sido esto... opresión, opresión, opresión. No nos dejan vivir”. Ahora, los palestinos de todo el mundo salen a la calle y exigen su derecho a la vida, una vida libre y digna en su patria. Sheikh Jarrah es la batalla por Jerusalén. Tras una larga experiencia con el régimen expoliador de Israel, sabemos lo que está en juego: nuestro propio lugar en la ciudad. Y mientras las bombas caen sobre Gaza y las manifestaciones estallan en todo el país, las turbas israelíes, con la complicidad de la policía, marchan por las calles coreando “muerte a los árabes”, intentando linchar a los árabes y destruyendo tiendas y coches palestinos. Los palestinos, independientemente de dónde residamos, estamos unidos. vivir libres es la única opción, y para que eso ocurra, la impunidad de Israel debe terminar.

Lucy Garbett es investigadora de la London School of Economics and Social Science y vive en Jerusalén.

Traducido por Emma Reverte