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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

RELATO

Tráfico de almas

Escritor mexicano. Seleccionado en 2021 por la revista 'Granta' como uno de los mejores narradores jóvenes en español —
4 de enero de 2022 22:11 h

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Hace unos años sufrí uno de los peores bloqueos creativos de mi vida, no podía escribir y en mis ataques de desesperación me preguntaba si algún día lograría salir de mi mala racha. Así que hice lo que haría cualquiera, y tomé un vuelo a Tijuana con la intención de escapar del tren cotidiano, y encontrar un poco de inspiración.

Renté una habitación cutre y sin encanto en un hotel de putas cerca del centro y pasé algunos días deambulando entre cantinas y chicheros, comiendo a mi antojo y fumando marihuana en los subsuelos de pequeños locales sin indicaciones en la puerta. Le compré un gramo de perico a un chavo junto a los orinales de un bar de ficheras, y me tambaleaba borracho por los callejones aspirando llegues con las llaves del hotel, saludando a la gente por mi camino, y escuchando los corridos que tocan los músicos frente a las taquerías de la zona Río. Me detuve frente a un grupo de mariachis que aullaban en una plaza cuando se me acercó un hombre con una gabardina que primero se me quedó viendo, y luego me hizo una seña con la cabeza y me susurró:

—¿Qué necesitas, brother? 

—Nada –le digo–; ya tengo todo, 

gracias.

—Te consigo lo que sea —me dice.

Soberana propuesta.

—¿Lo que sea? —le pregunto.

—Lo que sea —contesta—. ¿Qué quieres?

—¿Qué tienes?

—Viejas —dice mientras me tiende publicidad para un burdel—, coca, fuscas… —dice mostrándome una grapa de perico que sostiene entre dos dedos, mientras que al mismo tiempo se abre la gabardina, y exhibe una diminuta pistola calibre .22 que sobresale de uno de sus bolsillos—, lo que tú quieras. 

—¿Qué más? —le digo—. ¿Qué más tienes?

—¿Qué más quieres? —me dice—. Aquí en Tijuana hay de todo. 

—¿Ah poco sí? ¿Todo, de veras?

—Todo. ¿Quieres un coche? Te lo tengo en corto, recién salido de la fábrica. ¿Quieres un trabajo para amarrar a la nena, o enterrar al patrón? ¿Un jarrón prehispánico? ¿Un chanate, o un cuerno de chivo? ¿No? ¿Un riñón que le haga falta a tu tío, o a tu esposa? Se consiguen, ¿eh? Listos para trasplantar. Hasta el cadáver entero, si gustas. Muchos los piden para sus experimentos. No se hacen preguntas, ¿te animas? 

—No sé...

—Mira —me dice—, ¿no quieres una piel de cocodrilo?

El hombre saca una bolsa de plástico negra del interior de su gabardina, echa un vistazo furtivo a los alrededores, y abre la bolsa. Desenrolla un trozo de cuero frío y escamoso que me permite examinar. Es una piel de lagarto.

—Pa’ las botitas... —me dice—, anímese, joven.

—No, ¿sabes qué? Muchas gracias. No necesito nada de esto. Ahí para la próxima.

—¿Una patita de chango? —me dice, guardándose la bolsa de plástico y sacando algo que parece una flor de peluche de su otro bolsillo—. Le quedan tres deseos…

—No, de veras —le digo—, muchas gracias...

Comienzo a alejarme pero el tipo me sigue e insiste:

—¿Pues qué necesitas, chavo? Todos quieren algo. Con confianza, y sin compromiso... ¿Qué te hace falta?

Me detuve. Llevaba toda la noche pensando en mis dificultades creativas, y como estaba ebrio y de humor jocoso, tras un momento de duda me animé y le solté:

—¿Sabes qué? A mí lo único que me hace falta es una buena historia. ¿No tienes una?

El tipo me clava una mirada perpleja, pero enseguida inclina la cabeza, dudoso, y me dice:

—¿Una historia? ¿Eso es lo que quieres?

—Así es. Estoy dispuesto a pagarla a buen precio. ¿Tienes?

Lo piensa un momento.

—Fíjate que no —me dice—. Esas no te las manejo.

Le doy las gracias, y estoy a punto de seguir mi camino, cuando el hombre me detiene.

—Yo no —me dice—. Pero conozco a un vato.

—¿A poco? —le digo.

—Ey... Él sí tiene lo que andas buscando. Te puedo llevar con él.

A mí todo esto me suena como una estafa pero me siento temerario y no tengo nada que perder, así que le digo “ya vas, llévame”. Nos encaminamos y lo sigo por los callejones obscuros de la colonia Calete, por callejuelas y túneles hasta llegar a la Obrera, y mientras tanto el tipo va hablando por el celular con un compa suyo al que le da cita a un costado del farol en un callejón aledaño a la avenida periférica por la cual caminamos en medio de una inmovilidad sepulcral.

Cuando llegamos al punto de encuentro, hay un hombre de pelo rubio con chaqueta y pantalones de mezclilla recargado en un Oldsmobile convertible del 89. Fuma un cigarro, paciente, a un costado del único farol prendido de todo el callejón. Parece gringo pero su acento es neutro, y es imposible determinar su origen.

—Este es el brother del que te comenté —dice el amigo de la gabardina mientras le estrecho la mano al rubio, que me mira con sus ojos azules y penetrantes, y me dice sonriendo:

—Matthews, mucho gusto. ¿Quieres ver la merca?

Le digo que sí y rodeamos el Oldsmobile hasta el maletero. El tipo se pone el cigarro en la boca, mira alrededor para comprobar que nadie nos observa, y cuando abre el cofre, me quedo idiotizado por lo que veo.

La cajuela del coche está repleta de historias. Pulula y se estremece con la presencia de una fauna de criaturas de variadas texturas y tamaños encerradas en ese espacio estrecho, que vibran y se deslizan de un extremo a otro del portaequipaje, emiten patrones de luz y melodías etéreas; algunas vuelan tentativamente mientras otras se arrastran, viscosas, o dan brincos erráticos de un lugar a otro como pulgas gigantescas. 

—Puedes examinarlas, sin compromiso —me dice el rubio—. Cuidado, hay unas que parecen lentas, y como que no hacen nada, pero te pueden arrancar un dedo.

Tomo una de ellas y la observo. Es translúcida, se puede ver su estructura, la sublime configuración de líneas y espirales que le dan forma, la danza de colores y figuras entrelazadas de su cuerpo, y dentro de ella se puede discernir un diminuto corazón latiendo rápidamente. 

—Están vivas —le digo al vendedor.

—Claro que están vivas.

—¿De dónde salen?

—Oh, pues ya sabes, amigo... De varias partes. Mejor que ni preguntes. Esa que tienes ahí es un cuento de hadas, solo sirve para dormir a los niños. Si quieres algo más serio, tengo un mito fundacional asirio, tiene cuatro mil quinientos años. Aquella de ahí es una leyenda urbana... ¿Como qué andabas buscando?

—No pues... una novela, la verdad.

—Uy —dice mientras se pone a escarbar en el maletero—, de esas tengo un chingo.

Empieza a sacar diferentes historias y me las va pasando para que las examine.

—Esta es una novela de existencialismo policiaco... Esa de ahí es una novela rosa sobre saqueadores de tumbas, y por allá están los ‘thrillers’ psicodélicos...

—Órale...

El hombre sonríe. 

—Tú nomás dime, chavo. ¿Qué quieres escribir? ¿Qué te late? Borges, Carver, Bolaño... De seguro te gusta Bolaño. A todos los chilangos les gusta Bolaño.

—Pues... Sí me late, cómo no.

—Pus cómo no —me dice—, si era cliente, el muchacho.

—Pero pues, mi mero mole es Rulfo... —le digo.

—¿Rulfo? No se diga más. Tengo algo perfecto para ti.

Me pasa una historia.

—Esta también es hija de Pedro Páramo. Es sobre un yonqui que llega a un pueblo fantasma para morirse, es justo lo que estás buscando. 

—¿De veras?

—Pero por supuesto. Pruébatela 

—me dice, y lo hago; me la pruebo—. Mira nomás, qué chulada. N’ombre, te va de perlas... 

—¿Tú crees?

—Estoy seguro.

—Está bien —le digo—, me la llevo. ¿Cuánto es?

El vendedor intercambia una mirada con el tipo de la gabardina, que no ha hecho más que ver la escena sonriendo como niño chiquito, pero ahora se pone serio otra vez. 

Ambos me observan y el rubio me dice:

—Ahí te va, mi buen: me tienes que dar un poquito de tu alma.

—¿Un poquito? —le pregunto—–, ¿pos qué tanto?

—Un cachito, nomás —me dice sin perder la sonrisa—, menos de la mitad, ni siquiera un tercio. Es más, menos de la décima parte. Pero ese pedacito me lo quedo yo.

Lo pensé. A mí esto me sonaba como a que ya me lo habían contado antes.

—Mira, carnal —le digo—, yo no creo en eso del alma, así que no hay ningún problema. Si quieres te la doy entera. Deja nomás te lo pregunto de otra forma: si te doy toda mi alma, entera, ¿pa’ cuántas historias me alcanza?

El tipo me recorre con la mirada, y luego echa un vistazo dentro del maletero inclinando la cabeza y entrecerrando los ojos, estimando costos y valores.

—No, pues... para unas cuantas 

—me dice.

—Ya estás —le contesto—, dame todas pa’ las que me alcance.

Sus ojos azules y eléctricos brillan con satisfacción y se dirige a la puerta trasera del coche. La abre, saca una maleta de cuero vacía que pone en el suelo frente a mí, y me da chance de retacar la mochila y llevarme todas las historias que me quepan ahí dentro.

No, pues me di gusto. Llené el maletín hasta reventar. Se me hizo raro que este tipo, a primera vista tan trucha, nomás fuera un pobre hippie quedado de esos que creen en el alma, los ovnis y el chupacabras, y que me iba a dejar vaciarle las historias del maletero sin pedirme ni un solo centavo a cambio por ellas, pero al final nomás le estreché la mano y me alejé de ahí, bien contento. El rubio se quedó con el cuate de la gabardina, y se veían los dos bien contentos, también. 

Viajé de vuelta a la Ciudad con mis historias. Estuvo regalado contrabandearlas. Ya en el aeropuerto un policía vio el movimiento en la bolsa y me detuvo, de seguro pensó que estaba traficando tortugas, o pequeños marsupiales en vías de extinción. Me pidió que abriera la maleta, pero cuando las vio no supo ni lo que eran. 

—¿Y estas? —me dice.

—Son historias, oficial.

—Trae bastantes, ¿no?

—Son inofensivas, jefe. ¿Quiere una? —le digo—. Agárrela, de veras. Se la da a su mujer.

—No, no no... Cómo cree...

Nomás examinaba las historias y me miraba todo desconfiado el poli, como si me estuviera yo burlando de él, pero por fin tuvo que darse por vencido y admitir su perplejidad.

—Ándele, pues. Pásele, joven.

Así fue. Poco después publiqué una novela, y aún tengo varias viviendo en el refri. Se escriben solas; yo aún no he podido poner una palabra sobre el papel desde ese día. Hace años que no me enamoro, ya no siento la brisa en el rostro y hasta las flores han perdido su olor, pero intento convencerme de que solo son mis alergias crónicas, y malestar existencial. ¿Quién habría pensado que se necesita un alma para todo eso? ¿Cómo iba yo a saber que de eso están hechos los cuentos? Ahora mismo deben de estarla despedazando en algún chatarrero perdido en lo más profundo del desierto, convirtiéndola en encabezados de periódico y cápsulas jugosas para los noticieros, en sueños plácidos para políticos y empresarios, y en relatos que les pueden vender a gurús, cineastas, taxistas y demás charlatanes a precios de mayoreo. 

Ay, Tijuana. Allá dejé mi alma. A veces pienso en volver y buscarla. Quizás encontraría fragmentos regados por las calles, tirados en callejones o arrastrándose hambrientos y agonizantes por las banquetas. Allá se ve de todo, se encuentra de todo, sin duda. Sobre todo historias, y las almas perdidas de escritores ingenuos, como lo fui yo esa vez. Si alguien la ve, le ruego la traiga de vuelta. Estoy dispuesto a pagar un buen precio por ella.