Bajo el poderoso influjo de la guerra en Ucrania, la respuesta positiva a la pregunta parece inmediata. Así lo han entendido ya algunos gobiernos de los países miembros de la Unión Europea, entre ellos España, acelerando el ritmo en el cumplimiento de un compromiso que muchos de ellos (cabe recordar que 21 de los miembros de la UE lo son también de la OTAN) formalizaron en 2014 en la cumbre de la Alianza Atlántica. Un compromiso que se concreta en la decisión de llegar en 2024 al 2% del PIB nacional dedicado a la defensa.
Y ahora, cuando Vladímir Putin ha optado por violar el derecho internacional invadiendo un Estado independiente, las normas más básicas de la guerra con el uso de armas y tácticas prohibidas y el derecho internacional humanitario masacrando a población civil desarmada, ese proceso de subida del gasto de defensa parece ya imparable.
Sin embargo, tratando de poner un poco de racionalidad en esa carrera instintiva a la que muy pronto se añadirán otros, hay al menos tres poderosas razones que apuntan en un sentido distinto.
La cuestión rusa
En primer lugar, cabe considerar el nivel de la amenaza que representa Rusia, definida acertadamente por Josep Borrell como “una gasolinera y un cuartel”. Es cierto que Rusia es la primera potencia nuclear del planeta y solo Estados Unidos puede hacerle sombra en ese terreno. Pero también lo es que ni siquiera en los años de bonanza –al albur del precio internacional de los hidrocarburos– ha llegado a dedicar más allá de unos 60.000 millones de dólares al capítulo de defensa, contando con que es el país más grande del mundo y debe atender muchas otras fronteras, además de las europeas.
A eso se suma el pésimo rendimiento que actualmente están demostrando sus tropas en Ucrania, muy por debajo de lo que se le presuponía a la falsamente todopoderosa maquinaria militar que Putin ha pretendido modernizar en lo que va de siglo. Entretanto, los Veintisiete, sin que la mayoría haya llegado en ningún momento a ese sacralizado porcentaje que no se ha explicado –¿por qué un 2% y no un 4% o un 1%?–, la realidad ya muestra que la suma de sus presupuestos de defensa ronda los 200.000 millones de dólares, lo que convertiría directamente a la UE en la segunda potencia militar del planeta si ese esfuerzo estuviera al servicio de una agenda común.
El gasto militar en época de crisis
En segundo lugar, es imposible abstraerse del hecho de que desde 2008 hemos sufrido varias crisis económicas, desde 2020 debido a la pandemia y ahora a los primeros efectos de la invasión rusa de Ucrania. La suma de esos factores ya está repercutiendo seriamente en nuestros niveles de bienestar, acelerando procesos de inestabilidad social y de deterioro económico que, en definitiva, ponen en cuestión tanto los marcos democráticos que nos definen como la paz social en nuestras calles.
En esas circunstancias resulta obvio que la prioridad para los diversos gobiernos nacionales, más allá de su propia ideología de partida, debería ser frenar dicho deterioro y evitar que el malestar social sea aprovechado por quienes desde enfoques populistas netamente antidemocráticos buscan ocupar el poder. Todo gobierno se enfrenta a la ardua tarea de atender necesidades infinitas con recursos finitos y, de ahí, la imperiosa necesidad de establecer prioridades, precisamente en un momento en el que se reclama la vuelta del Estado como actor principal en la provisión de servicios públicos universales y en la atención a los más vulnerables. Y todo eso, más que en defensa militar, se debe traducir en la potenciación de políticas sociales, educación, sanidad, Estado de bienestar o I+D+i.
No gastar más, sino gastar mejor
A los anteriores factores se añade el convencimiento de que, visto desde la UE, el planteamiento básico se resume en la idea de que no se trata de gastar más en defensa, sino de gastar mejor. Ninguno de los Veintisiete está en condiciones de salir airoso en solitario ante los desafíos y amenazas que presenta el mundo actual. Eso significa también, en la vertiente militar, que la defensa nacional solo tiene sentido en el marco comunitario, contando con que no existen amenazas entre sus miembros y que todos comparten las que proceden del exterior. En esa línea, lo aconsejable y necesario es valorar en común cuáles son dichas amenazas y, también en común, decidir cómo se les hace frente con recursos humanos, físicos y presupuestarios que solo pueden ser igualmente comunes.
Estados Unidos puede no ser un socio fiable (según dijo Merkel en 2017, unos meses después de la toma de posesión de Donald Trump como presidente) y la OTAN siempre implicará, querámoslo o no, una subordinación a Washington, por mucho que siga siendo el garante último de la seguridad de muchos europeos. La Europa de la Defensa se impone como una necesidad para un conjunto de potencias medias que aspiran a tener una voz propia en el escenario internacional y a preservar sus altísimos niveles de bienestar y seguridad. Pero alcanzar ese objetivo no pasa obligatoriamente por convertirse en un gigante militar, ni mucho menos por insistir en una vía nacionalista que solo conduce al pasado.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
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