Del “estamos enamorados”, proclamado por Donald Trump hace unos meses, a la suspensión de la comida que debía cerrar su segundo encuentro con Kim Jong-un este jueves media un abismo –difícil de salvar para los equipos de negociadores liderados por Stephen Biegun y Kim Hyon-Chol–.
Es cierto que en la reunión de Hanói no se esperaba, ni mucho menos, dar carpetazo al problema generado por el acceso de Pyongyang a las armas nucleares y a los misiles intercontinentales. Pero también lo era que se veía factible algún avance, como un acuerdo (no un tratado de paz) para poner fin a las hostilidades de la Guerra de Corea (1950-1953), el anuncio de la apertura de oficinas de interés en las respectivas capitales, el retorno de más restos de soldados estadounidenses caídos en dicha guerra y hasta algún ofrecimiento para paralizar o desmantelar alguna parte adicional del complejo nuclear de Yongbyon. Todo ello a cambio del levantamiento parcial de algunas sanciones contra el régimen norcoreano.
Muy tensas han tenido que ser las reuniones mantenidas directamente por ambos mandatarios para que ni siquiera se hayan preocupado de salvar respectivamente su imagen aceptando alguna de esas medidas. Queda por saber si Trump calculó mal sus bazas, jugando todo a la carta de una desnuclearización total e inmediata (lo que resulta completamente irreal para un régimen que es consciente de que ese es el único instrumento que tiene para disuadir a quienes desean pasar a la acción), sin articular alguna alternativa de menor alcance que hubiera servido para mantener el proceso en marcha.
En una primera lectura es Trump quien pierde más con lo ocurrido en Hanói. Hay que recordar que ya en Singapur anunció la suspensión de los ejercicios militares que Washington desarrolla desde hace décadas con Seúl. Las acciones norcoreanas, por su parte, en ningún caso han hipotecado el desarrollo de sus programas nucleares y misilísticos –un reciente estudio del Center for Strategic and International Studies estima que Pyongyang cuenta ya con unas 20-60 cabezas y unos 200-1.000 misiles, además de haber construido una veintena de nuevas instalaciones–. Trump, confundido por su propia euforia, ya había comenzado a hablar de la amenaza nuclear norcoreana en pasado, como si el comunicado final de Singapur la hubiera eliminado como por ensalmo o como si el hecho de que Pyongyang haya suspendido sus pruebas nucleares y misilísticas fuera una señal de buena voluntad y no la prueba más visible de que ya ha completado su programa y no necesita (de momento) más ensayos.
Eso supone directamente una menor presión sobre Jong-un, dado que le da un peso y una credibilidad exagerada a lo que solo han sido medidas cosméticas que no le impiden seguir adelante.
En esencia, lo ocurrido ahora es un varapalo frontal al estilo personalista de Trump, empeñado en liderar la negociación desde el principio, con el riesgo de quemarse en el intento sin que los equipos negociadores hayan logrado previamente fijar los términos de referencia y despejar el camino para dejar a los líderes los temas más peliagudos en un encuentro final.
Como han sufrido en sus propias carnes tanto Biegun como Bolton y Pompeo, Pyongyang solo quería negociar con Trump, entendiendo que sería más sensible a sus demandas que unos negociadores empeñados en discutir hasta el último detalle de una desnuclearización que cada vez está más lejos.
Eso no quiere decir que Kim Jong-un salga bien parado del encuentro porque, en primer lugar, no ha logrado nada (aunque hay que insistir que tampoco ha cedido en nada sustancial). En todo caso ha ido viendo cómo se afloja el acoso y derribo establecido por la estrategia de “máxima presión” liderada por Washington y cómo aumenta su lista de espera para celebrar encuentros con sus homólogos de Rusia, China y Corea del Sur (sin descartar a Japón). Y eso es lo que puede haberle llevado a aumentar la apuesta, exigiéndole a Trump una inmediata suspensión de todas las sanciones y la reducción o retirada completa del contingente militar estadounidense en su vecino del sur.
Por otro lado, y mirando hacia el futuro, Jong-un aún puede emplear en su momento la baza de renunciar a sus misiles intercontinentales, dado que todavía le quedarían los de alcance intermedio, con los que puede provocar un castigo insoportable tanto a Seúl como a Tokio. Visto así, resulta muy difícil imaginar cómo se puede detener una carrera armamentística nuclear en la que incluso puede llegar a entrar Japón.