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Ucrania empieza a llorar a los caídos de la nueva vieja guerra

Centenares de personas participan a la misa por los soldados muertos en la Iglesia de la Guarnición de San Pedro y Pablo, el pasado viernes en Leópolis.

Mariangela Paone

Enviada especial a Leópolis —
12 de marzo de 2022 21:34 h

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El sonido de las sirenas antiaéreas irrumpe en la iglesia pero nadie se inmuta. El cura sigue entonando la letanía fúnebre y centenares de personas responden al rezo al unísono mirando a los tres ataúdes envueltos en la bandera amarilla y azul de Ucrania y custodiados por decenas de soldados a los pies del altar. Una luz tenue filtra de los ventanales e ilumina la misma escena que se ha repetido más veces en los últimos días en la iglesia de la Guarnición de San Pedro y Pablo, el templo castrense de Leópolis. Ha acabado la segunda semana desde el comienzo de la ofensiva rusa y Ucrania empieza a llorar los caídos de esta nueva vieja guerra. 

El número de soldados que han muerto desde el 24 de febrero no está claro. Y si no hay manera de verificar los datos es porque las cifras de las bajas es otro de los frentes del conflicto. El Gobierno ucraniano asegura que los soldados rusos muertos son 12.000. El último dato del Krémlin es del 2 de marzo, 498 fallecidos. Ninguno de los dos bandos había hablado hasta ahora de las pérdidas ucranianas. Pero el presidente Volodímir Zelensky por primera vez este sábado reconoció 1.300 muertos. Un día antes, en una intervención televisada, había anunciado que otorgaba el título de “Héroe de Ucrania” a 13 militares caídos en combate.

Los números exactos quizá no se sepan nunca, pero de algunos sí se conocen los nombres. Los tres hombres a los que lloran en esta iglesia abarrotada se llamaban Dmitro Kabakov, de 59 años, Andrij Stefanjskj, de 40, y Taras Diduj, de 26. El cura que celebra la misa repasa sus vidas. De los 26 años de Diduj destaca que había estado luchando en el Donbás, que era el único hijo de su madre María y que tenía una novia, Tatiana. A las familias que beben sus propias lágrimas, el párroco les recuerda “que los héroes no mueren”: “Rezamos para la victoria, para que el invasor deje cuanto antes nuestra tierra”. 

“Se llamaba igual que yo, Taras”, dice el conductor de uno de los coches fúnebres. “Es el cuarto entierro que hago desde que comenzó la guerra”. Tras la misa que se alarga más para esperar que pase la alerta de las sirenas antiaéreas, el cortejo fúnebre se dirige hacia el Cementerio de Lychakiv, el camposanto monumental de la época imperial austrohúngara en el que están enterradas las más importantes personalidades ucranianas. Los coches atraviesan el cementerio, pasando delante de las tumbas del escritor Ivan Franko, de la cantante de Ópera Solomiya Krushelnytska o del cantante Volodímir Ivasiuk. Soldados en uniforme de camuflaje escoltan a un lado y a otro los vehículos que se detienen a unos metros de una explanada con decenas de cruces de mármol. Son las tumbas de los caídos en el Donbás que recuerdan que la guerra aquí empezó hace ocho años. Una guerra con 14.000 muertos. 

Después de días de cielo color ceniza, brilla un sol que desentona con la pesadumbre de este lugar. Los disparos de los rifles del saludo militar rompen el silencio antes del himno nacional. Luego solo quedan los sollozos y el ruido de las palas que remueven la tierra y cubren las tres fosas abiertas al lado de otras tumbas llenas de flores frescas, nuevos muertos de una guerra antigua. “Taras siempre quiso ser militar, su padre también lo era. Estudió en la academia y estuvo dos veces en Donbás”, logra explicar la tía del joven mientras señala a la madre del soldado, enfundada en un abrigo negro con la cabeza cubierta por un pañuelo del mismo color, abrazada a la bandera que envolvía el ataúd de su hijo. A un lado, con la mirada apagada y fija hacia la cruz que acaban de plantar, está su novia Tatiana con la que tenía planes de casarse en primavera. 

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