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Ucrania, la guerra de los mil símbolos

Los operarios retirando la semana pasada la hoz y el martillo del escudo del monumento dedicado a la patria en Ucrania, en Kiev

Peio H. Riaño

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La imagen de un equipo de operarios desmontando la hoz, el martillo y unas alas del escudo del monumento dedicado a la madre patria Ucrania, en Kiev, es una nueva versión de la decapitación de los homenajes que se imponen en las calles y terminan por desmontarse en menos tiempo del que desearían los que homenajean. Las ideas son tan volátiles como las esculturas. Dejan huella, pero caducan. Ucrania fue un contenedor del infinito repertorio gestual de miles de estatuas de Lenin con el que el comunismo sembró Europa, Asía, áfrica, América y la Antártida.

En el país invadido hace más de un año por orden del presidente ruso, Vladimir Putin, la multiplicación de estatuas de Lenin a lo largo de la geografía del país fue tan vasta que se convirtió en costumbre entre los recién casados depositar unas flores a los pies del monumento al líder soviético a la salida del registro civil. La historiadora que mejor ha investigado el proceso de construcción y derribo de estas imágenes en el país es Myroslava Hartmond, profesora de la Universidad de Oxford. Ha llegado a catalogar cerca de 5.500 estatuas de Lenin en Ucrania. Es el país más poblado con estatuas del líder comunista.

La primera se colocó en Kiev en 1919. Con el desmontaje de los referentes comunistas, Ucrania consuma un debate que se inició con la caída del muro y que demuestra el conflicto que supone la implantación en la vía pública de este tipo de exaltaciones. Las réplicas de aquella primera estatua se extendieron por las localidades ucranianas, que se apresuraron a colocar la suya como señal de lealtad a un régimen que ganaba en represión. Así fue como la marea bolchevique arrasó con los símbolos de la anterior marea, la del régimen zarista.

Auge y caída de Lenin

El monumento es un fenómeno político caníbal. Noventa años después del levantamiento de aquella primera estatua de Lenin, la plaga de la extinción caería sobre los monumentos soviéticos. La nueva catarsis de identidad colectiva arrasó con todos ellos. La marea estaba impulsada principalmente por la fuerza nacionalista. En febrero de 2014 remataron 376 estatuas de las que quedaban en pie. Al movimiento lo llamaron “Leninfall” y se convirtió en una de las grandes batallas de la extrema derecha.

El partido de extrema derecha Svodoba se apropió del malestar creciente contra el presidente Yanukovych y rompió lazos con el pasado comunista. En 2015 se aprobaron las primeras leyes de “descomunización”; las acciones violentas contra la estatuaria quedaron exoneradas de cualquier pena. Para Myroslava Hartmond, el “Leninfall” fue “un acto de violencia contra la historia”, con una característica propia: el “amparo” de las autoridades. Pero los monumentos no son la historia, sino una parte interesada de los que forman parte de ella.

La imagen se ha repetido con los confederados en los EEUU, con los esclavistas en Reino Unido y los conquistadores en Latinoamérica. Miles de ciudadanos llegan a los pies de las estatuas, echan una cuerda y tiran hasta hacerlas caer. En Ucrania arrasaron con el rastro de Lenin sin la oposición de las fuerzas del orden. Algunos de ellos llevaban pasamontañas, mazas y escudos de grupos nacionalistas vinculados a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Ni arte, ni historia: propaganda

Los monumentos tampoco escriben la historia, pero sí tienen la capacidad de causar dolor a las víctimas de los homenajeados. España sufre todavía los dedicados al franquismo en Cuelgamuros o en el Arco de la Victoria de Moncloa, ambos en la Comunidad de Madrid. La propaganda monumental procura que después de la suya no exista ni una palabra más, mientras que la ciencia historiográfica asume que la última palabra de los hechos históricos nunca está dicha.

Los monumentos no son más que recreaciones de hazañas cuyo objetivo es imponerse a las generaciones que los heredan. Por eso son tan débiles y tan indefendibles. Ese es el motivo por el que quienes imponen estos símbolos procuran disfrazarlos de históricos y de patrimonio artístico, para tratar de hacerlos eternos. Desde que Roma inventara la damnatio memoriae [condena a la memoria], caducan antes de la eternidad.

Una década antes del Gobierno de Yanukovych, el presidente Viktor Yuschenko aprobó en 2004 una Ley de Memoria histórica que autorizaba la destrucción de una parte de aquella herencia envenenada. Ucrania se había separado de la Unión Soviética en 1991, pero las toneladas de propaganda monumental seguían repartidas por las calles. Cambiaron el nombre a más de 3.000 calles dedicadas a los héroes soviéticos y algunas estatuas encontraron en el fondo del mar su nueva ubicación.

Los ucranianos hundieron a 15 metros de profundidad 32 esculturas de Lenin, Marx, Engels, Dzerzhinsky y Nadezhda Krupskaya (la mujer de Lenin). Habían sido retiradas de varias ciudades y transportadas hasta el cabo Tarkhankut, en la costa de Crimea. Las piezas que arrojaron al mar formaron un cementerio submarino único en el mundo. Hasta la guerra con Rusia, era uno de los mejores reclamos turísticos de la zona.

Invasión y restauración

Ucrania, el país con más estatuas de Lenin por metro cuadrado hasta hace una década, ahora es un país de pedestales vacíos, pendientes de nuevos mitos. El artista ucraniano Alexandr Milov dio el primer paso en los nuevos referentes y usó uno de los últimos monumentos de Lenin en pie con sobredosis de ironía. Estaba en Odesa y lo transformó en Darth Vader.

En 1991 Lituania pasó por un proceso similar al de Ucrania, cuando el Parlamento mandó retirar los símbolos que recordaban al régimen comunista. Marx, Stalin y Lenin salieron de las calles para perderse en los almacenes. En 2002 el magnate de los hongos Viliumas Malinauskas se dedicó a adquirir aquellas reliquias soviéticas. Con ellas montó un parque escultórico que recuerda o critica la propaganda soviética. Malinauskas inauguró Grütas Park, conocido popularmente como Stalinlandia o el Disneyland soviético, en los humedales del Parque Nacional Dzūkija, un precioso bosque con lagunas artificiales cerca de Druskininkai, con más de 80 esculturas adquiridas de de artistas diferentes.

En mayo de 2015 el presidente de Ucrania, Petro Poroshenko, promulgó un proyecto de ley que marcaba un plazo de seis meses para retirar los monumentos comunistas del país. En diciembre de aquel año quedaban 1.300 estatuas dedicadas a Lenin en el país. Siete años más tarde, durante la invasión rusa, muchas de estas estatuas retiradas han vuelto a la vida. Los ocupantes y sus partidarios han devuelto a Lenin a las zonas controladas por Rusia, como Henichesk, una población de 20.000 habitantes en el sur de Ucrania. La estatua derribada y trasladada a los almacenes de una empresa pública ahora ha sido devuelta a las calles por el ejército ruso.

En esta batalla de símbolos, la reivindicación de Lenin es llamativa. Putin ha criticado su figura y en 2016 lo calificó de opresor. En su discurso previo a la invasión de Ucrania, el presidente ruso invocó específicamente a Lenin como el último villano tras la existencia de Ucrania, que a su vez borra todo símbolo que relacione al país invadido con cualquier rastro ruso.

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