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Los vecinos de la zona de Chernóbil viven entre el miedo a los soldados rusos y a una nueva catástrofe por la guerra

Unos neumáticos apilados en el centro de la carretera son la última barricada a la que está permitido acercarse. Es el límite de la zona de exclusión alrededor de la central de Chernóbil y el punto de inicio de las visitas guiadas que en los últimos años acompañaban a los turistas a uno de los lugares más siniestros de la historia de Europa. Unos carteles resumen lo que ocurrió tras el accidente nuclear del 26 de abril de 1986. La garita del puesto de control tiene los cristales agujereados por impacto de balas al igual que la caseta del punto de información del “Chernobil tour”. Ya no hay tours y el hotel Stalker a la entrada de Dytiatky está cerrado. El pueblo está a un par de kilómetros de la barrera y a unos 30 de la central nuclear, también ocupada hasta finales de marzo por los rusos. Sus habitantes, testigos directo del comienzo de la ofensiva, vivieron durante semanas en una doble angustia, por la ocupación y el temor a una nueva catástrofe. Es un miedo que persiste.

Cerca del hotel para los visitantes que esta primavera no vendrán, hay una oficina donde un grupo de vecinos hace cola desde hace horas. Han venido para presentar la solicitud para pedir la ayuda que el Gobierno ucraniano otorga a los ciudadanos de las zonas ocupadas: 2.000 grivnas para cada adulto y 3.000 para cada menor, unos 63 y 94 euros, respectivamente. En esta tarde de finales de abril, con un sol que se alza en medio de un cielo azul pálido, varias señoras mayores con la cabeza cubiertas por pañuelos buscan reparo bajo la sombra de los árboles. En la cola a unos metros de la puerta del local también está Lilia Ogneva. Una cinta negra de tul bordado le ciñe la frente y acaba en un lazo debajo del pelo rubio recogido en una coleta. Es el signo del luto. La tarde del 24 de febrero, el primer día de la ofensiva rusa, Ogneva la pasó llamando al móvil de su marido y de su hijo para que volvieran rápido a casa. Se escuchaban helicópteros y aviones. “Habían ido a acompañar a un amigo a un pueblo aquí cerca. Me contestó mi hijo y me dijo que veían las columnas de los tanques rusos. Luego dejó de contestar. Al día siguiente nos dijeron que les habían matado”.

Su marido Victor tenía 37 años, su hijo Dmitro hubiera cumplido 14 el 28 de marzo. Junto a un vecino al que los rusos mataron unos días después, son las únicas tres víctimas del pueblo. Ogneva, que es ama de casa, se ha quedado sola con su suegra y su hija Vlada, que tiene 10 años y que no quiere que nadie toque lo que perteneció a su padre y su hermano. “Las primeras dos o tres semanas las pasé en shock. No recuerdo nada”, cuenta esta mujer que se ha quedado viuda a sus 33 años. El dolor superó al miedo que acompañó al resto de los 400 vecinos de este lugar que sólo un azar de la burocracia no incluyó en la zona de exclusión.

El recuerdo de la catástrofe de 1986 se reavivó en los 35 días de la ocupación. Durante cinco semanas las tropas rusas se instalaron en la central y aún se siguen evaluando los daños. El director de la Organización Internacional para la Energía Atómica (Oiea), Rafael Grossi, visitó las instalaciones el 26 de abril y aseguró que, a pesar de que hubo momentos en que la radiactividad registrada aumentó debido a los movimientos de las tropas rusas, ahora ha vuelto a nivel normal. Desde el comienzo de la guerra el temor a un accidente nuclear, en un país que tiene 15 reactores nucleares activos repartidos en cuatro centrales, ha sido constante. La Oiea confirmó este jueves que estaba investigando la denuncia ucraniana sobre un misil que sobrevoló el 16 de abril la central nuclear cerca de la ciudad de Yuzhnoukrainsk, en el sur.

“No sabíamos cuál era el miedo más grande: si que estallara la central o que llegaran los rusos al pueblo”, cuenta Olga Matviyenko, una señora que también espera su turno en la cola para recibir la ayuda del estado. Tiene la cabeza cubierta por un pañuelo de flores moradas a juego con un chaleco rojizo. Su hija, con su yerno y su nieta, vivían en Bucha. En los primeros días escaparon hacia Makhariv, al oeste de Kiev, pero también de allí tuvieron que huir. Ella se quedó en Dytiatky durante toda la ocupación. “Al principio no entendíamos qué estaba pasando y, cuando ya lo entendimos, era demasiado tarde para intentar irse. No sabemos quién nos salvó”, dice. A su lado otro vecino asiente. Es un señor mayor con una gorra de pana beige que solo accede a dar su nombre, Nikolaiv. Dice que se preocuparon por las radiaciones cuando supieron que los soldados rusos habían estado excavando en el llamado “bosque rojo”, un área arbolada alrededor de la central, considerado uno de los lugares más contaminados del mundo. “Cuando pasó lo de la central durante meses aquí teníamos todos los labios azules. A mí se me fue la voz, pero por suerte no me encontraron nada malo. Y yo sí creo que ha aumentado la radiación porque está vez también se me fue la voz”, comenta.

Valentina Piskun tampoco se fue del pueblo. Ella es cocinera para los que, como su marido y su hijo, trabajan en las reservas de biosfera que se creó en 2016 en la zona de exclusión para estudiar la flora y la fauna que han vuelto a habitar el territorio. Su pareja nació en Dytiatky y ella se trasladó al pueblo tras casarse. Nunca han pensado en irse. “Teníamos miedo, sí. Pero ahora que se han ido ya no. Y al riesgo por la central no quiero ni pensar”. Aquí no había bombardeos pero sí se oían los misiles que salían para golpear las ciudades cercanas en dirección de Kiev, como Ivankiv, a unos 30 kilómetros del pueblo.

Los restos de la batalla

La carretera que va hacia Ivankiv está llena de restos de la reciente batalla. La vía que conecta la ciudad con Kiev es casi una recta que durante kilómetros atraviesa bosques de pinares y abedules. Hay arboles talados para las trincheras y otros quemados por los fuegos del combate. De vez en cuando aparece un tanque o un vehículo militar, reliquias que han pasado a formar parte de la cotidianidad de muchos pueblos de las zonas liberadas tras la retiradas a finales de febrero de las tropas rusas del norte de Ucrania. En el trayecto hay varios puentes derruidos. Algunos han sido sustituidos por un terraplén, otros por estructuras flotantes que tambalean al paso del coche. Como el que está justo la entrada de Ivankiv, donde un monumento de granizo negro rinde homenaje a todos los que trabajaron durante el desastre a la central nuclear.

En el centro de ciudad, cerca de una de estos letreros con grandes letras de hormigón que ponen un corazón rojo al lado del nombre del lugar, un reloj electrónico marca la hora, la temperatura y el nivel de radiación. A pocos metros de allí, Olena Laeza, espera a su marido sentada en un banco bajo la sombra de un cerezo. Es funcionaria y ha venido al centro a preguntar cuándo volverán a la oficina. Durante las semanas de la ocupación se fue a la casa del pueblo, en Termakhivka, a unos 17 kilómetros de aquí. “Pero allí era mucho peor. Los rusos pasaban casa por casa preguntando quién vivía en ellas. Revisaban los móviles y se los quedaban y yo tenía miedo porque entre mis contactos hay dos amigos militares. En las viviendas donde no había gente se llevaban todo”, cuenta esta mujer que tiene 60 años y tenía 24 en la primavera de 1986. “Nadie dijo nada durante semanas, nadie nos explicaba las consecuencias. Yo tenía a mi hijo de un año y medio y fue una vecina que era médico la que me dijo que empezara a tomar yodo”. Dice que, a pesar de todo, esta vez ni pensó en Chernóbil porque más miedo le daba lo que podía pasar bajo la ocupación de las tropas rusas.

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